Democracia y Política

La democracia (es) imposible

Perplejos o anestesiados, los contribuyentes asisten al espectáculo de solemnes imposturas de indignación o redención con las que justificar las intrigas palaciegas de este Antiguo Régimen disfrazado digitalmente, cuyos ecos epidérmicos saltan a las pantallas a golpes de cálculo de audiencias e intereses ocultos. Los empleados de la política, para los cuales izquierda o derecha son los nombres de las máscaras en escena, parecen quedar en actores secundarios de tramas invisibles con suculentas remuneraciones y la función de entretener el morbo de televisiones y redes. La tramoya de los parlamentos en tiempos de descomposición del Estado-nación genera un espectáculo estéticamente grosero. La trama de la representación, en el sentido teatral del término (el que en verdad opera), es de una calidad afín a la decadencia histórica de España y Europa. ¿Es esto democracia? ¿Es la democracia hoy algo más que espectáculo de masas cuyo timbre de distinción es su oferta de realidad frente a las series de las plataformas digitales? ¿Es conveniente engañar al pueblo? (con esta pregunta Federico II convocó en 1778 a los ilustrados para dirimir la cuestión). ¿No está implícita esa pregunta en la ruidosa mímica parlamentaria actual?

La democracia (es) imposibleAutores como Brennan (Contra la democracia) ven el defecto de la democracia en la falta de juicio racional en el votante medio. Pero el problema no es tanto la ignorancia o los sesgos de los electores, conjunto heterogéneo que no puede resolverse en Pueblo más que con una pirueta idealista y mucha fe, cuanto la mediocridad de muchos de los dirigentes, síntoma palpable de la disolución del sistema, y el trampantojo de los sufragios, formalidad ceremonial con un impacto residual en la realidad política a gran escala. El análisis de Gustavo Bueno en Panfleto contra la democracia ofrece mayor carga de profundidad al revelar las contradicciones insalvables de las formas de poder que se dicen democracias y los mitos que las envuelven.

Las decisiones técnicas de alto nivel nunca pueden depender de las mayorías, a las que se deja el juego de las elecciones, cuyos efectos pueden ser laboralmente decisivos para muchos, pero no al alcance de la macropolítica. No se trata de proponer una aristocracia electoral o epistocracia (Estlund, 2003) que reserve el voto a los más competentes, como sostiene Brennan, sino de certificar que es imposible que las decisiones sobre la gestión del Estado no las tomen las élites. Ya que ha de ser así necesariamente es prudente que tengan una sólida formación técnica y pericia en los mecanismos de funcionamiento de los organismos estatales y en las complejas realidades macroeconómicas, jurídicas, demográficas. La alternativa es la toma del poder por incompetentes o iluminados voluntaristas con fe ciega en que sus buenas intenciones e ilusiones de salvación son mejores para el ejercicio del poder que el conocimiento. Y el aplauso generalizado que legitime tal suicidio gracias a los gestores de la infantilización de la política. La democracia representativa que estos autores (Hoppe, Caplan, Brennan) diagnostican como defectuosa ni es democracia ni es representativa. No es democracia en el sentido de que no domina el pueblo, ni la soberanía reside en él, ni es representativa porque la variabilidad y heterogeneidad de los corpúsculos que componen una sociedad política no puede ser representada políticamente, si bien puede ser escenificada (representada) como lucha de campos simbólicos con la cual los votantes se identifiquen.

En sentido estricto la democracia es imposible si se entiende como forma de gobierno en la cual el poder lo ejerce la mayoría. Lo que se invoca como democracia es, de facto, una variante específica de dictadura. No hay más que distintos grados de despotismo, diferencia de gradación que es, por supuesto, de gran importancia. El ejercicio del mando no puede diluirse en la masa de una población, ni en los individuos distributivamente. El individuo puro es tan abstracto políticamente como el Pueblo. Entre esas dos entelequias median las instituciones como tramas de relaciones objetivas que determinan la condición de individualidad regulada a diferentes escalas: electoral, administrativa, jurídica, económica. En ellas radica la racionalidad funcional de lo político. Dejar el poder en el Pueblo o en el Individuo, en el vacío, lo entrega a otras fuerzas. La cuestión es si tal despotismo es más o menos ilustrado, tolera más o menos libertades individuales, más o menos derechos ciudadanos.

La democracia es, por tanto, un concepto límite, una plantilla teórica. O bien dogma teológico, fuente de legitimidad inmaculada, virginal. Dios fue reemplazado por el Pueblo (Vox populi vox Dei). Pero el Pueblo no decide, pues no existe como unidad. La voluntad general es tan metafísica como la voluntad de Dios. Un fanatismo de la democracia (una parademocracia o espejismo de democracia) puede desear sueños o fantasmas antes que prosperidad material o tramos de libertades ciudadanas.

O bien queda en campaña publicitaria con la cual tapar corrupción y tiranía. No es una forma efectiva de gobierno. No hay democracia plena. Saberlo es la opción política más racional. Las parcelas de democracia ganadas dependen de esta constatación, así como saberse mortal permite más dosis de libertad y control sobre la propia vida que la esperanza de no morir nunca.

¿Es legítimo un gobierno de elites técnicas? Si se deposita la legitimad en la ley es preciso reconocer que no toda ley realmente existente es racionalidad impersonal. Para ello ha de ser artificio jurídico y político universal dentro de sus marcos materiales: demográficos, territoriales, culturales, históricos. La universalidad sería, por imperativo de racionalidad, criterio de decisión política. Universalidad no dice totalidad cuantitativa: ni aunque todos votaran a favor, la esclavitud, la expropiación de parte del territorio nacional o el exterminio de los bizcos serían decisiones políticas universales y, por tanto, racionales. Y dado que esa racionalidad común no se adquiere por inspiración divina ni ecológica ni humana sino por procesos de aprendizaje, estudio e investigación, que exigen tiempo, rigor y método, serían los expertos, sometidos a su vez a los patrones objetivos de las disciplinas concurrentes, los gestores últimos de los distintos planos del ejercicio del poder político, como son los expertos médicos los que, bajo parámetros profesionales, gestionan la salud del paciente en función de las peculiaridades de las ramas de la medicina. No se trata de un rey filósofo, como suele malinterpretarse la apuesta platónica, sino de criterios de decisión políticos basados en el conocimiento objetivo y en la racionalidad impersonal, allí donde el peso de las subjetividades (afectos, pasiones, sentimientos, opiniones, prejuicios, sesgos) quede reducido tanto como se pueda.

Hay resortes para ello: independencia del poder judicial, de la prensa, vigilancia y limitación recíproca de los poderes del Estado (no mera separación), limitación de mandatos, legislación de larga duración en ciertas funciones del Estado: sanidad, enseñanza, justicia, compatible con su revisión técnica según las situaciones concretas a las que aplicarse. La gestión de la pandemia ha puesto a los Estados ante la tesitura de afrontar decisiones técnicas de enorme complejidad y gravedad al margen de procesos electorales o plebiscitos.

La limitación en el tiempo de los mandatos del gobierno desmiente la esencia de la voluntad general. Si el gobierno elegido en unos comicios emana de la voluntad del Pueblo, ¿por qué habría de ser renovado a los cuatro años? La repetición de elecciones prueba la falibilidad del Pueblo, o su inexistencia. Los dispositivos funcionales que forman la estructura real de un Estado reducen la aleatoriedad de los votos a decorado simbólico dejando a la estadística elementos que pueden ser ajustados materialmente por medio de pactos, coaliciones e, incluso, transfuguismo parlamentario.

¿O es que está prostituida la santa democracia?

 

José Sánchez Tortosa es doctor en Filosofía, profesor, autor de El culto pedagógico: crítica del populismo educativo (Akal), y coautor de Para entender el Holocausto y Los lugares del Holocausto (ambos en Confluencias) .

 

 

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