La democracia y las encuestas
Aceptar la posibilidad del “autoritarismo” solo expresa el enfado de la sociedad con la política
Una premisa del psicoanálisis, en cualquiera de sus vertientes teóricas y abordajes metodológicos, es que la raíz del trauma y la neurosis reside en el inconsciente. Esa es la definición ontológica del sujeto, el ser humano.
La herramienta fundamental de dicha disciplina es la palabra. Busca la palabra que el sujeto omite, como estrategia para acercarse al inconsciente justamente, y presta atención a la que sí pronuncia, para descubrir su significante. La tarea del terapeuta es, en consecuencia, desenterrar meta significados y hacer la devolución también por medio de la palabra. Es “la cura por el habla” de la que hablaba Freud.
Esto como parábola, el sermón de un laico. Ello porque una operación análoga tiene lugar en el análisis político, o debería, a efectos de desenterrar significados. Es decir, detrás de toda verbalización residen normas, valores, símbolos y, sobretodo, contexto. Se trata de sobreentendidos, premisas que explican las preferencias de una sociedad. Tampoco allí se debe aceptar el “valor nominal” de la palabra, siempre es necesario revelar el significante del término utilizado.
La función de los sondeos de opinión es esa. Indagar en las preferencias de una sociedad solo tiene sentido en el marco del análisis histórico y contextual. Investigar la opinión pública no puede prescindir de todo ese contexto, pues los conceptos utilizados—y, ergo, medidos—tienen significado solo dentro de un tiempo y un espacio determinados, no a través de ellos.
Por ponerlo de otro modo: examinar las preferencias políticas de una sociedad no es equivalente a indagar por sus gustos de cerveza o de pasta dentífrica, si bien la técnica utilizada en la medición pueda ser la misma. La tarea es como la del terapeuta: descubrir lo que no se dice e interpretar lo que sí se expresa. Pero eso depende de qué se pregunta y cómo.
Tómese el ejemplo de las encuestas que desde hace tiempo reportan una disminución del apoyo a la democracia en América Latina y, concurrentemente, un crecimiento del apoyo al autoritarismo. El influyente Latinobarómetro, por ejemplo, pregunta a los encuestados si la democracia es siempre preferible, si da lo mismo, o si en algunas circunstancias es mejor el autoritarismo. Dichas encuestas miden, en definitiva, preferencias en cuanto a régimen político, un concepto técnico.
El problema, sin embargo, tiene que ver con el contexto. Las transiciones democráticas en América Latina tuvieron lugar en los años ochenta. Es decir, el grueso de la región vive en democracia—defectuosa o no—desde hace una generación. Quien tiene menos de 30 años, y en algunos países menos de 40, no ha vivido bajo el autoritarismo, no lo conoce, no sabe muy bien qué significa. No es casual que Venezuela sea la sociedad “más democrática” en dicha encuesta, donde los embates de la dictadura se sufren cotidianamente. Allí sí tiene sentido la palabra “autoritarismo”.
Por el contrario, donde democracia y política son sinónimos, criticar “la democracia” es simplemente quejarse del gobierno, expresar enfado, incluso bronca. Aceptar la posibilidad del “autoritarismo”, como se les pregunta, no quiere decir que dichas sociedades deseen vivir en dictadura, que tengan inclinaciones fascistas. Solo quiere decir que protestan contra la política y punto. Los conceptos “autoritarismo” y “democracia” no tienen significado a través del tiempo y el espacio sino dentro de ellos.
Ocurre que hay de sobra para protestar, pues la política ha defraudado a dichas sociedades. La democracia está en problemas, por decir lo menos, pero no es por culpa de las supuestas preferencias autoritarias de la sociedad sino por los propios líderes de la democracia. O sea, aquellos elegidos por el voto y que hablan de democracia ad nauseam mientras la destruyen. Es como aquellos que critican el matrimonio igualitario porque la institución matrimonial está en crisis; excepto que no aclaran que por cierto no es por culpa de los homosexuales.
La palabra clave es “decepción” y tiene que ver con la pérdida de significado de la democracia. Ello sucede cuando el voto es un instrumento para llegar al poder y cambiar las reglas de juego una vez allí. Cuando las campañas electorales se financian con la corrupción transnacional y cuando después de la victoria pretenden perpetuarse en el poder. Y cuando dicha perpetuación requiere alterar el orden constitucional existente, para lo cual se persigue a jueces independientes y a periodistas críticos.
Y agréguese el crimen organizado que, en complicidad con la política, en vastas porciones del continente deja una sola opción posible: emigrar. Las diez ciudades más violentas del planeta están en América Latina. Un niño de 13 años tiene más chances de sobrevivir en una caravana de migrantes sin sus padres que viviendo con ellos en San Pedro Sula.
Entonces claro que surgirán políticos que proponen mano dura contra el crimen y la corrupción, recibiendo apoyo de la sociedad como lo ilustra la elección de Bolsonaro entre otros. Dicho apoyo no es una formulación intelectual acerca del tipo de orden político—el régimen—que se prefiere sino una decisión vital de los ciudadanos de a pie.
Los demócratas liberales, entre los que me incluyo, debemos ser más tentativos, más humildes en nuestra lectura de estos fenómenos socio-políticos. Pues al final del día y a pesar de todo, la política solo tiene sentido como servicio. Es decir, como herramienta para mejorar la vida de las personas, para hacer los países más vivibles. Y en eso está en deuda.