La dura verdad sobre los refugiados
Los suecos tienen una palabra, «asikstkorridor «, que se traduce como «corredor de opinión» y que describe todas esas cosas consideradas incorrectas no sólo a la hora de hablar, sino asimismo de pensar. Uno de esos tabúes, que descubrí cuando fui a Suecia en el apogeo de la crisis de refugiados en el otoño de 2015, es la idea de que los refugiados procedentes de países musulmanes conservadores, especialmente los hombres jóvenes con poca educación, no pueden integrarse en la sociedad sueca, como sí pueden hacerlo, por ejemplo, los relativamente seculares y prósperos iraníes o bosnios.
El comentario casual del presidente Trump el mes pasado acerca de cómo suceden cosas terribles en Suecia provocó una reacción indignada de los suecos, orgullosos con razón del tradicional compromiso del país con la acogida de refugiados de todo el mundo. El incidente de violencia que el presidente parecía estar describiendo no había ocurrido. Pero entonces sí sucedió, por vía de un disturbio en un suburbio de Estocolmo densamente poblado por inmigrantes. Ahí es donde el corredor de opinión puede hacer que parezcas tonto.
Es demasiado pronto para saber si el efecto neto de la ola de refugiados -en su mayoría provenientes de Oriente Medio- durante 2015 en Suecia, Alemania y otros países europeos será positivo o negativo. Ciertamente el hábito de Trump de culpar a los refugiados por el terrorismo, que utiliza para justificar su firma de una orden ejecutiva el pasado lunes que prohíbe los viajes provenientes de seis países predominantemente musulmanes, va en contra de la evidencia. Pero también lo hace la afirmación refleja de que los refugiados caben fácilmente en la sociedad europea, o que amplían la fuerza de trabajo. Así, nuestro corredor de opinión liberal ofrece el pretexto perfecto para que los cínicos y xenófobos expresen sus prejuicios, como si tuvieran el coraje de decir la verdad.
La verdad sobre los refugiados es complicada. Suecia ofrece una especie de laboratorio en ese sentido: Casi todos los ciudadanos no europeos residentes en el país han llegado en calidad de refugiados. Los chilenos, iraníes, kurdos y bosnios lo han hecho muy bien; Eritreos y somalíes, no tanto. la participación en la fuerza laboral y el nivel educativo de los inmigrantes no europeos son mucho más bajos que entre los suecos nativos. Sin embargo, Suecia tiene una de las economías más fuertes de Europa.
La pregunta que aún no se puede responder es qué tan bien se integrarán los 100.000 refugiados sirios, iraquíes, afganos y otros que van a obtener la residencia permanente en el país. ¿Abrazarán la cultura extremadamente secular, extremadamente progresista de Suecia? Probablemente no. Las encuestas afirman que los inmigrantes musulmanes son mucho más conservadores que los europeos nativos en materia de sexo, familia y el papel de la religión en la vida pública.
Ya sabemos cuál ha sido el efecto político: La política derechista que ha sacudido a prácticamente todos los países del norte de Europa, incluyendo a Suecia, se alimenta del miedo público hacia los refugiados y los inmigrantes. En los Países Bajos, que realizarán elecciones este mes, los principales partidos han adoptado una línea marcadamente anti-inmigrante para mitigar el atractivo del xenófobo Geert Wilders ; en Francia, se espera que Marine Le Pen, líder del partido anti-inmigrante Frente Nacional obtenga la mayor cantidad de votos en la primera vuelta electoral, a finales de abril.
La respuesta a la xenofobia no puede ser xenofilia. Para personas nómadas, prósperas y mundanas, la aceptación de la diversidad es una virtud cardinal; adoramos la diferencia. Esto simplemente no es cierto para muchas personas que no pueden elegir dónde vivir, o que prefieren las coordenadas conocidas de su vida. Esa fue la amarga lección que los cosmopolitas británicos aprendieron de Brexit. Si la respuesta es insistir en que la llegada de un gran número de personas nuevas a nuestra puerta es una bendición, y que los que creen lo contrario son cavernícolas, le estamos dejando el campo libre a Donald J. Trump, Geert Wilders y Marine Le Pen.
Hace un año, cuando los líderes europeos que llegaron a un acuerdo con Turquía para detener a los refugiados en la frontera a cambio de fondos para ayudar a dicho país a tratarlos con decencia, fueron ampliamente denunciados por violar obligaciones humanitarias. Pero si hubieran cumplido las obligaciones habrían perdido sus comunidades. Ahora tienen que idear respuestas coordinadas y de largo plazo tanto para los refugiados como para los inmigrantes, respuestas que han estado posponiendo durante años.
La situación es diferente aquí. Dado que los Estados Unidos no tiene un verdadero problema de refugiados, salvo uno fabricado por el Sr. Trump y los activistas conservadores, así como no hay una ola de delincuencia generada por los inmigrantes, la respuesta fundamental tiene que estar en el nivel del corredor de opinión: los liberales urbanos tienen que aceptar que muchos estadounidenses reaccionan a las devociones multiculturales mediante la búsqueda de algo más que abrazar – a veces su propia identidad blanca -. Si hay una guerra cultural, todo el mundo pierde; pero la historia nos dice que los liberales pierden más.
Creo que el liberalismo se puede conservar sólo si los liberales aprenden a distinguir entre lo que debe ser protegido a toda costa y lo que se debe quizá no descartar pero sí reconsiderar – la virtud incuestionable del cosmopolitismo, por ejemplo, o el libre comercio-. Si hemos de respetar los derechos humanos de los refugiados, tenemos que encontrar una manera de hacerlo que consiga el apoyo de mayorías políticas. De lo contrario, vamos a seguir eligiendo líderes a los que no les importan esos derechos.
Traducción: Marcos Villasmil
NOTA ORIGINAL:
The New York Times
The Hard Truth About Refugees
James Traub
The Swedes have a word, “asikstkorridor,” which translates as “opinion corridor” and describes all those things considered incorrect not only to say but to think. One of those taboos, as I discovered when I visited Sweden at the height of the refugee crisis in the fall of 2015, is the idea that refugees from conservative Muslim countries, especially poorly educated young men, may not integrate into Swedish society as well as, say, relatively secular and prosperous Iranians or Bosnians.
President Trump’s offhand comment last month about how dreadful things are in Sweden provoked an outraged reaction from Swedes rightly proud of the country’s longstanding commitment to accepting refugees from all over the world. The incident of violence the president appeared to be describing hadn’t happened. But then it did, in the form of a riot in a suburb of Stockholm heavily populated by immigrants. That’s where the opinion corridor can make you look foolish.
It is too early to know whether the net effect of the 2015 wave of largely Middle Eastern refugees on Sweden, Germany and other European countries will be positive or negative. Certainly Mr. Trump’s habit of blaming refugees for terrorism, used to justify his signing a revised executive order banning travel from six predominantly Muslim countries on Monday, flies in the face of the evidence. But so does the reflexive claim that the refugees will fit easily into European society or expand the labor force. Our liberal opinion corridor thus offers the perfect pretext for cynics and xenophobes to parade their prejudice as truth-telling courage.
The truth about refugees is complicated. Sweden offers a kind of laboratory in that regard: Almost all the non-Europeans in the country arrived as refugees. The Chileans, Iranians, Kurds and Bosnians have done very well; Eritreans and Somalis, less so. Labor-force participation and educational attainment among non-European immigrants are far lower than among native Swedes. Yet Sweden has one of Europe’s strongest economies.
The question that cannot yet be answered is how well the 100,000 or so Syrian, Iraqi, Afghan and other refugees who will be granted permanent residence in the country will integrate. Will they embrace Sweden’s extremely secular, extremely progressive culture? Probably not. Polls find that Muslim immigrants are vastly more conservative than native Europeans on matters of sex, family and the role of religion in public life.
We already know what the political effect has been: The right-wing politics that has convulsed virtually every northern European country, including Sweden, feeds upon public fear of refugees and immigrants. In the Netherlands, which will hold elections this month, mainstream parties have adopted a sharply anti-immigrant line to blunt the appeal of the nativist Geert Wilders; in France, Marine Le Pen, head of the anti-immigrant National Front, is expected to win the most votes in the first round of voting, in late April.
The answer to xenophobia cannot be xenophilia. For mobile, prosperous, worldly people, the cherishing of diversity is a cardinal virtue; we dote on difference. That’s simply not true for many people who can’t choose where to live, or who prefer the familiar coordinates of their life. That was the bitter lesson that British cosmopolites learned from Brexit. If the answer is to insist that the arrival of vast numbers of new people on our doorstep is an unmixed blessing, and that those who believe otherwise are Neanderthals, then we leave the field wide open to Donald J. Trump and Geert Wilders and Marine Le Pen.
A year ago, when European leaders struck a deal with Turkey to stop refugees at the border in exchange for funding to help Turkey treat refugees decently, they were widely denounced for violating humanitarian obligations. But if they had honored those obligations they would have lost their publics. Now they need to devise the coordinated, long-term answers to both refugees and immigrants that they have been putting off for years.
The situation is different here. Since the United States has no real refugee problem, save one fabricated by Mr. Trump and conservative activists, and no immigrant crime wave, the chief answer has to be on the level of the opinion corridor: Liberal urbanites have to accept that many Americans react to multicultural pieties by finding something else — sometimes their own white identity — to embrace. If there’s a culture war, everyone loses; but history tells us that liberals lose worse.
I believe that liberalism can be preserved only if liberals learn to distinguish between what must be protected at all cost and what must be, not discarded, but reconsidered — the unquestioned virtue of cosmopolitanism, for example, or of free trade. If we are to honor the human rights of refugees, we must find a way to do so that commands political majorities. Otherwise we’ll keep electing leaders who couldn’t care less about those rights.