Algunos titulares de prensa, incluso de agencias internacionales, han parecido dar la impresión de que la economía de Venezuela vuelve a ponerse en marcha. Lo que en realidad crece es la burbuja económica del régimen y de su lavado de dinero.
En último año Venezuela se ha consolidado como el país más pobre de toda América, con un PIB per cápita incluso por debajo del de Haití y Nicaragua, países que hasta ahora eran catalogados como los más míseros del hemisferio occidental. En diez años, la economía venezolana ha caído un 87%: un hundimiento sin parangón en la historia, fuera de situaciones de guerra.
El desplome ha sido tal que difícilmente cabe ya un mayor descenso, pues el poco petróleo que se extrae y comercializa permite un mínimo de actividad económica del que no se puede bajar.
Por eso los indicadores muestran que el colapso económico, en términos macroeconómicos, parece haber tocado suelo. A partir de ahí, cualquier mínimo incremento tendrá signo positivo, llevando al observador externo a imaginar una reactivación que en verdad no es tal.
Lo que ha ocurrido es que el Gobierno de Nicolás Maduro ha logrado «desmonetizar» la economía. Sin llevar a cabo una dolarización oficial, ha conseguido que muchas de las transacciones se tengan que hacer en dólares, lo que facilita algunas importaciones y el acceso a cierta diversidad de bienes por parte de algunos sectores de población. También hace más sencillo el blanqueo de capitales (no hay que olvidarlo, porque es la razón de todo).
Esos movimientos dan apariencia de reactivación económica, pero el país apenas ha vuelto a generar bienes y servicios. Por un lado, la producción de manufacturas sigue sin recuperarse, y por otro, se mantienen caídos servicios básicos, como ocurre con el racionamiento del consumo eléctrico (hay una media de solo cuatro horas diarias de suministro) y de agua potable (seis horas de suministro una vez cada dos semanas, aunque varía según los lugares). Si no hay mayor consumo eléctrico quiere decir que las empresas no han comenzado a ponerse de nuevo en pie.
Una economía de «bodegones»
Lo que está funcionando son lo que en Venezuela se conoce como «bodegones»: tiendas en las que se ofrece mercancía de importación, traída normalmente de Estados Unidos y vendida en dólares; son productos muy variados, aunque sobre todo de alimentación y también de limpieza y aseo: necesidades diarias que hace tiempo no puede cubrir la producción nacional.
La proliferación de este tipo de establecimientos —algunos medios etiquetan la economía venezolana como una economía paralela de bodegones— no deja de ser sospechosa: la dolarización encubierta del país les ha dado carta de normalidad en las calles venezolanas, pero no tanta gente puede disponer de los dólares requeridos para vivir completamente en esa moneda. En el bodegón, los implicados en el régimen chavista y tantos cómplices en actividades ilícitas (tráfico de droga, contrabando de combustible, minería ilegal…) han encontrado la manera de lavar su dinero sucio.
Algunos cálculos apuntan que solo alrededor del 5% de la población tiene acceso a esa economía, que mueve unos 5.000 millones de dólares al año. Muchas personas solo participan de modo parcial, reuniendo los dólares necesarios, por ejemplo, para comprar ciertos productos, como la gasolina, que ya se vende solo en la moneda estadounidense.
Esa circulación del dinero es lo que a Maduro le permite simular ante el mundo cierta reactivación económica, con el intento de señalar como fallidas las sanciones internacionales contra su régimen y atraer nuevas inversiones. Pero la demostración de que hasta ahora la situación no despega es el anuncio del Gobierno de su intención de privatizar un paquete minoritario en empresas públicas (de momento, en telecomunicaciones, pero tendrá que hacerlo en el sector petrolero si quiere atraer las inversiones necesarias para aumentar la producción).
Los cifras no engañan
Para 2022 , Venezuela arroja unas cifras macroeconómicas mejores, pero son equívocas. Así, el desuso del bolívar permite aparentar una inflación cada vez más baja, dentro aún de sus desorbitadas cifras (del 65.000% de 2018 se ha ido bajando al 500% que para este año y el próximo prevé el FMI). Al no usarse la moneda oficial nacional en muchas de las transacciones de compra y venta, se reduce la presión sobre la divisa, que es con la que oficialmente se mide la inflación del país: es como tomar la temperatura en una parte del cuerpo por la que no fluye la sangre porque se ha desviado hacia otro lugar.
En cuanto al PIB, algunas entidades parecen haber creído los castillos petrolíferos que Maduro construye en el aire. Crédit Suisse ha llegado a considerar que el PIB de Venezuela podría crecer este año hasta un 20%, porque se ha tragado el brindis al sol chavista de producir en 2022 una media de 830.000 barriles diarios de petróleo, cantidad que supondría unos ingresos totales de 6.000 millones de dólares. Se trata de un volumen de producción de momento inalcanzable: en 2021 la media fue de 600.000 barriles diarios, y aunque esa cuota se está ahora superando, PDVSA no llegará al objetivo marcado por más que Chevron haya sido autorizada por la Casa Blanca, por sus insistentes presiones sobre la Administración Biden, a descongelar parcialmente su negocio en Venezuela.
El FMI, desde luego, no ha aceptado esa cuenta de la lechera, y prevé un aumento del PIB venezolano del 1,5% en 2022 y otro tanto en 2023. Eso es muy poco para una economía que se ha ido desplomando de un año a otro a partir de 2012 (en 2019 cayó un -35% y en 2020, un -30%; en 2021, cuando todo el mundo daba un considerable salto recuperándose de la pandemia, el PIB venezolano retrocedió un -1,5%). Hoy el tamaño de la economía de Venezuela es el 13% de lo que era en 2012, con un hundimiento del 87%, según las cifras del FMI.
En términos absolutos, el PIB venezolano es apenas el doble del de Haití, y en PIB per cápita, el de Venezuela es el más bajo de toda América, al caer de los 12.000 dólares de 2012 a los 1.690 de 2021 (y eso que el FMI contabiliza solo 26 millones de habitantes, descontando el éxodo al extranjero que se ha producido). Eso queda por tanto por debajo del PIB per cápita de de Nicaragua (2.180) y del de Haití (1.770).