El segundo problema consiste en el deterioro continuado en la capacidad de gestión del Estado venezolano. Repercute, entre otras cosas, en el colapso en la prestación de los servicios públicos, incluidas la educación y los servicios de salud. La descapitalización de talento por los bajísimos sueldos, el maltrato y la falta de expectativas promisorias, deja a escuelas y hospitales sin el personal requerido para poder cumplir a cabalidad con tan importantes funciones y se traduce, en otros ámbitos, en apagones cada vez más frecuentes, la falta de suministro regular de agua, gas y el estado caótico del transporte público. Esta situación tiene visos de empeorar ante el recrudecimiento de la inflación y la incapacidad del Estado de compensar el deterioro en las remuneraciones de sus empleados. La migración de muchos y las protestas reivindicando mejores condiciones de trabajo, amenazan con agravar aún más la prestación de estos servicios, en desmedro del bienestar de los residentes. Tampoco puede esperarse una mejora en las gestiones ante la administración pública, cada vez más engorrosas, inciertas y costosas, aumentando los niveles de frustración del venezolano común. Lamentablemente, el interés del Estado se ha concentrado en el uso de sus cuerpos represivos para acallar la protesta. Al sembrar un clima de terror entre quienes reclaman el respeto por los derechos de nuestro ordenamiento constitucional, Maduro incrementa la sensación de inestabilidad e incertidumbre arriba comentada.
El tercer gran problema estriba en el aislamiento financiero del Estado y la drástica reducción de su base impositiva. Dejaremos para un escrito posterior comentar acerca de la industria petrolera, tan importante para nuestra economía, pero aquí recordaremos la merma sostenida en sus capacidades productivas y la caída, consecuente, en sus ingresos. Ello incidió en la situación de insolvencia a la que arribó el Estado en 2017, al no poder honrar su deuda por los bonos 2020 de Pdvsa, año y medio antes de la imposición de sanciones a la venta de petróleo venezolano por parte de Estados Unidos. Cabe señalar que esta empresa presentaba un proceso sostenido de deterioro en su flujo de caja bajo el régimen de control de cambio, al vender los dólares de sus exportaciones a una tasa absurdamente baja y afrontar gastos locales que se aceleraban al ritmo de la inflación. Asimismo, desviaba fondos para financiar actividades –las misiones sociales– ajenas a su misión corporativa, sin mencionar la corrupción, el despilfarro y la falta de inversiones en el mantenimiento de su capacidad productiva. Esta merma obligó a Pdvsa a pagar buena parte de sus compromisos tributarios con financiamiento monetario del BCV, alimentando la inflación. Por último, la contracción de la actividad económica interna a la cuarta parte de lo que era diez años antes complementa la inopia en los ingresos tributarios de las finanzas públicas. Tanto el aislamiento financiero del Estado, como la precariedad de sus finanzas, apuntan a un mayor colapso de la gestión pública, incluyendo el continuado deterioro de sus servicios.
No hay manera de superar la tragedia que agobia hoy a los venezolanos y evitar que la situación se siga empeorando si no se logra acceder a un generoso financiamiento internacional. Ello pasa por rescatar a la industria petrolera, garante, en última instancia, de nuestra capacidad de pago. Pero la ventana de oportunidades que se le presenta a Venezuela para aprovechar su petróleo se va cerrando ante los imperativos de la transición energética para afrontar el cambio climático. Además, el acceso a fuentes de financiamiento externo habrá de resolver, necesariamente, nuestra condición de país insolvente, negociando una reestructuración profunda de la deuda pública externa. Sin estos recursos, será prácticamente imposible resolver las graves deficiencias en la prestación de los servicios públicos y elevar la capacidad del Estado para atender los numerosos problemas que enfronta el país. Y el elemento clave para acceder a estos recursos y crear las condiciones propicias para desatar el cúmulo de iniciativas para superar estas insuficiencias, es, como estamos hartos de escuchar, la confianza.
Sabemos que esta confianza no se decreta, se construye cumpliendo con las reglas de juego (instituciones) que proveen las seguridades y garantías requeridas para que la gente arriesgue sus capitales y comprometa sus esfuerzos en emprendimientos promisorios. Es decir, sin un marco institucional capaz de generar confianza, difícilmente podrá reestructurarse provechosamente la deuda externa, ni tampoco conseguir los recursos para adelantar la reforma profunda que demanda el Estado para solventar sus cuentas y combatir la inflación, y para atender, satisfactoriamente, la emergencia humanitaria compleja que afecta a parte importante de la población.
Lamentablemente, el gobierno de Maduro viene haciendo todo lo contrario de lo que hace falta para construir confianza. Con su vulgar robo del resultado electoral, proclamándose torpemente como ganador sin presentar prueba alguna de ello y cuando las evidencias disponibles señalaban que sufrió una derrota contundente y, luego convalidar tal fraude con el poder judicial, declaraciones de quienes comandan la FAN, de la Asamblea Nacional y demás poderes, ha terminado por destruir lo que quedaba de legitimidad en los poderes públicos venezolanos. Ya lo dijo, claramente, Celso Amorim, asesor de su antiguo aliado, Luiz Inácio Lula da Silva: “La confianza está rota”. Y si se mira más allá –España, la Unión Europea, el resto de América Latina (salvo Cuba, Nicaragua, Bolivia; ¿México?), Estados Unidos, el Reino Unido, Canadá—la desconfianza es todavía mayor. ¿Cómo confiar en quien es capaz de cometer una trampa tan chapucera a plena luz del día y luego desata una ola represiva que atenta contra las normas de respeto a los derechos humanos universalmente reconocidas? ¿Quién, entonces, acudirá a rescatar a Maduro de las torpezas que se autoinflige y con las cuales sigue destruyendo al país?
Es incomprensible que un liderazgo tan nefasto, fracasado, incompetente e inhumano logre mantenerse en el poder. Más allá de la cúpula militar corrupta, de los magistrados cómplices y de otros depredadores de la cosa pública, para el resto del andamiaje militar y de funcionarios es, sencillamente, suicida continuar acompañando al núcleo fascista de Maduro, “cuesta abajo en su rodada” al abismo.