La erótica del 35%
Lo deseaba Matteo Salvini cuando este verano, en bañador y desde una discoteca playera, pidió que los italianos le diesen “plenos poderes” en unas elecciones anticipadas. Lo acariciaba Boris Johnson antes de perder la mayoría en el Parlamento británico. Es la rama de olivo que desde hace años ningún partido alcanza en las elecciones parlamentarias de Israel. Es lo que soñaba por las noches Matteo Renzi cuando en el 2016 cometió la locura de convertir en plebiscito personal el referéndum sobre la reforma de la Constitución italiana. Es, punto más, punto menos, la plataforma de lanzamiento del movimiento de Emmanuel Macron en la primera vuelta de las últimas legislativas francesas. Es el porcentaje con el que Angela Merkel llegó al poder en Alemania, derrotando al canciller socialdemócrata Gerhard Schröder en el 2005. Es el listón que ningún partido alcanzó en las últimas elecciones federales alemanas. Es el umbral que deseaba atravesar Artur Mas en aquellas equivocadas elecciones catalanas de noviembre del 2012. Es la parte de la tarta que ninguna corriente política logra cortar en Escandinavia, Islandia incluida. Es el pedazo de queso holandés que nadie consigue comerse en los Países Bajos. Es el máximo grado de unanimidad soviética al que se aproximan en Lituania (en primera vuelta). Es un premio muy difícil de conseguir en la primera vuelta de Bulgaria, desde que en aquel país dejaron de hacerse votaciones a la búlgara. Es el clímax que podría alcanzar el líder socialista António Costa en las elecciones legislativas del 6 de octubre en Portugal. Es la experiencia que querrá volver a superar Justin Trudeau en las elecciones federales de Canadá del próximo 21 de octubre.
La clave de lo que ha ocurrido tiene número: 35% es la llave de mando en un país fragmentado
Es el 35% de los votos. Es el porcentaje a partir del cual se puede intentar gobernar con cierta comodidad un Parlamento muy fragmentado. Es la única clave que permite explicar la inexplicable repetición de elecciones en España. Es la pastilla con la que Pedro Sánchez conseguiría dormir tranquilo por las noches. Es la idea que empezaron a acariciar en Moncloa la noche del 26 de mayo tras conocerse el resultado de las elecciones locales y europeas, en las que el PSOE mejoró posiciones respecto a las generales de abril, y en las que Unidas Podemos se estrelló. Es el runrún con el que al día siguiente Sánchez viajó a París para entrevistarse con Emmanuel Macron. Es el clic que encendió la bombilla: “¡Cáspita, y si fuésemos a una tercera vuelta!”. Abril, mayo y noviembre. En eso estamos. Es el plan de máximos del aparato del PSOE, obediente y disciplinado alrededor de su secretario general, pero algo más escéptico que el equipo monclovita. Es el error de diagnóstico de Pablo Iglesias la tarde del 24 de julio, cuando creyó que podía torcerle el brazo a Sánchez en una negociación de madrugada, ignorando que en el brazo de Sánchez está tatuado el orden europeo. (En la escuela política de Iglesias esos errores recibían hace años el título de “subjetivismo”). Es el gran fallo de Albert Rivera. Es la razón última del enorme cansancio que estos días se detecta. Es el alambre en el que Sánchez, enérgico y malhumorado estos últimos días, se la va a jugar.
Anoten ese porcentaje, 35%, y cotéjenlo con las cifras que vayan apareciendo en pantalla la noche del 10 de noviembre.