La España ensimismada
La política exterior de Rajoy, sumada a la de Zapatero, configura un país ausente de la escena internacional. Ni en el Atlántico, ni en Europa, ni en América Latina ni en el Mediterráneo es hoy un socio con visión propia y capacidad de acción
Después de una complicada transición a la democracia, España volvió al mundo. En pocos años puso fin a décadas de aislamiento y a la vez que un lugar propio en la escena internacional se ganó el respeto de sus socios y amigos. En Europa, en América Latina y en el norte de África, España se embarcó en una intensa actividad diplomática, desplegando un gran número de iniciativas destinadas a profundizar los espacios de paz, seguridad, cooperación, integración y desarrollo. La decena de años que van de 1986 a 1996 configuran la década prodigiosa de la política exterior española, un periodo en el que el reconocimiento por los logros políticos, económicos y sociales de la joven democracia, aunado a la vocación internacional de los Gobiernos presididos por Felipe González, lograron que España boxeara muy por encima de su peso real.
El guante de ese retorno al mundo, iniciado por Felipe González, fue recogido por José María Aznar. Aunque se pueda discrepar de la visión de Aznar, esa visión existió. Dado que Aznar siempre receló del federalismo y del eje franco-alemán, su política exterior, juzgada por sus propios parámetros, también cabe ser descrita como exitosa; aunque contribuyó a dividir a Europa en dos bloques en la cuestión iraquí, logró situar a Madrid en el eje atlántico formado por Washington y Londres y dio un nuevo impulso a la proyección internacional de España.
Es frecuente atribuir los éxitos pasados de la política exterior española a la existencia de un sólido consenso entre ambos partidos. Sin embargo, ese consenso es un mito que no soporta el contraste entre las enormes diferencias mantenidas por socialistas y populares en época de González y Aznar. Frente a la visión convencional sobre las virtudes de un consenso en realidad inexistente, lo cierto es que el éxito de la política exterior de ambos se debió a algo tan sencillo como el activismo.
González y Aznar, en contraste con José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, simplemente dedicaron más tiempo, gente, recursos e interés a los asuntos internacionales. Pudieron equivocarse, pero nunca por defecto. En contraste, Zapatero y Rajoy han sido presidentes con una escasa visión e interés por los temas internacionales, que nunca han ocultado su incomodidad en las citas internacionales, que no han cultivado las relaciones personales con sus colegas, tan cruciales hoy en día, y que han preferido refugiarse en la retórica y los lugares comunes antes que implicarse en la solución de los problemas exteriores.
Cierto que Zapatero, en contraste con Rajoy, tuvo más visibilidad internacional gracias a iniciativas como la retirada de Irak o el incremento espectacular de los fondos dedicados a la cooperación al desarrollo. Pero pese a la retórica europeísta de Zapatero, es difícil recordar una iniciativa europea que lleve su nombre o un problema cuya solución los europeos le deban. De hecho, su buena imagen internacional se debió más a iniciativas internas, como el matrimonio entre personas de mismo sexo o su defensa de los derechos de las mujeres que, sin embargo, Zapatero renunció a promover internacionalmente cuando, especialmente en América Latina, hubiera tenido un gran impacto.
En manos de Moratinos, su política exterior, muy recelosa de EE UU y alérgica a las cuestiones de seguridad y defensa, se deslizó peligrosamente por la senda del no-alineamiento. Iniciativas como la Alianza de Civilizaciones, mal medida y sin apoyo entre sus socios europeos, sus afinidades con los hermanos Castro, los servilismos con China, las simpatías con Rusia o el empeño de Moratinos en alinear a España con la Serbia de Milosevic en la cuestión de Kosovo a costa de las relaciones de España con los socios de la UE y la Alianza Atlántica, han llevado a algunos analistas a hablar de la “deseuropeización” de la política exterior española bajo Zapatero, invirtiendo el recorrido logrado por González.
Sumado a los años de Zapatero, el perfil de la política exterior de Rajoy completa una España ausente de la escena internacional y desdibujada en sus perfiles tradicionales: ni en el Atlántico, ni en Europa, ni en América Latina ni en el Mediterráneo es España hoy un socio al que se le pueda atribuir visibilidad, margen de maniobra o una visión propia. Cierto que la crisis ofrece una buena excusa para justificar ese ensimismamiento, pero se trata de una excusa demasiado fácil que no sirve para tapar iniciativas vacías de contenido o mal planteadas como la marca España, el excesivo énfasis en la diplomacia económica o la nula presencia internacional del presidente Rajoy.
La dificultad de hablar de la política exterior de Rajoy arranca de un mal parecido al de la época de Zapatero: la combinación de un presidente ausente y desinteresado con un ministro de Exteriores, Moratinos entonces, García-Margallo ahora, que actúa por libre, sin directrices del Gobierno, el grupo parlamentario o el partido. En el caso de García-Margallo, esto ha supuesto un empeño tan recurrente como contraproducente en hablar de Cataluña, cuando precisamente él debería ser el último del gabinete en hablar del tema, o una vocación en vincular Cataluña, Kosovo y Crimea que no solo da alas internacionales a Putin y debilita la posición europea, sino que sitúa a España, una vez más, como un aliado excéntrico. Como broche, el ministro Margallo ha aconsejado a Rusia referir la anexión de Crimea al Tribunal Internacional de Justicia en la convicción de que este anularía la cesión en 1954 del territorio a Ucrania por Jruschov y así convalidará la anexión posterior por Putin.
Pero es quizá la actuación española en relación con la crisis migratoria, con el presidente Rajoy ausente mientras sus colegas europeos se involucran a fondo, la que mejor pone de relieve la falta de visión del Gobierno. Que el ministro del Interior hable sin pudor del efecto llamada que provocan los rescates en alta mar y el ministro de Exteriores arguya que las tasas de paro de España impiden aumentar unas cifras de asilo ridículas no solo provoca bochorno, sino que tendrá consecuencias cuando sea España la que reclame la solidaridad a sus socios.
Es difícil reconocerse en esta España ensimismada y egoísta, con un nulo compromiso con la promoción de la democracia y los derechos humanos en el exterior y miopemente centrada en promover su bienestar ignorando las interdependencias de las que precisamente depende ese bienestar. Y lo peor puede estar por venir, pues la fragmentación electoral puede desembocar, después de las elecciones de fin de año, en un ensimismamiento aún mayor. En los últimos años, la política española se ha acostumbrado a volar muy bajo y ha cerrado demasiadas puertas. Es hora de abrirlas y volver al mundo.
José Ignacio Torreblanca es profesor de Ciencia Política en la UNED y director de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR).