La estrategia de Putin: divide y vencerás
En noviembre de 2014, Vladímir Putin abandonó la reunión del G 20 que se celebraba en la ciudad australiana de Brisbane varias horas antes que sus homólogos, tras ser sometido a lo largo de esa cumbre a duras reprimendas por su intervención en Ucrania. El entonces primer ministro de Canadá, Stephen Harper, respondió al saludo del presidente ruso diciendo: “Te estrecharé la mano, pero solo tengo una cosa que decirte: sal de Ucrania”, según relató su portavoz. Esa cumbre fue quizá el punto álgido del esfuerzo de Occidente por aislar a Putin y convertirle en un paria internacional. La alianza occidental estaba bastante unida, las sanciones contra Rusia empezaban a morder su economía y el precio del barril de petróleo caía en picado (desde los 105 dólares de mayo 2014 hasta los 55 ese noviembre), oscureciendo aún más el horizonte ruso. El Kremlin parecía atravesar graves dificultades.
Apenas dos años después, el mundo visto desde Moscú es un lugar infinitamente más prometedor. La serie de desarrollos estratégicos favorables para Rusia es impresionante. En EE UU ha asumido la presidencia un partidario de mejorar las relaciones con el Kremlin; el Brexit debilita y ocupa las limitadas energías de la UE; en Francia, dos candidatos rusófilos —Marine Le Pen y François Fillon— encabezan la carrera para el Elíseo; Italia ha pedido que se considere reactivar el G 8 con Moscú; Bulgaria y Moldavia han elegido presidentes prorrusos; en Oriente Próximo, la intervención en Siria es un éxito con la reconquista de Alepo; en Asia avanza el proyecto para suministrar gas a China, diversificando así el mercado de los recursos energéticos rusos.
Las intervenciones militares en su esfera imperial histórica (Georgia en 2008 y Ucrania en 2014) trataron de torpedear el desanclaje de esos países de la órbita rusa y de frenar su despegue hacia el universo liberaldemócrata occidental (algo que conllevaba el riesgo implícito de inspirar reivindicaciones similares en la propia Rusia). Además, Putin ha intensificado en los últimos años su actividad internacional fuera de su entorno natural con creciente osadía y vigor. Por un lado está el notable despliegue militar en Siria. Aunque se trata de una operación convencional, es la primera que emprende fuera de su zona de confort desde Afganistán, en los ochenta.
Por otro, el Gobierno de Putin ha emprendido una escalada en las actividades destinadas a dividir y crispar a Occidente. Esta es una táctica tradicional rusa. Hace décadas, el KGB contaba con un departamento dedicado a poner en marcha las conocidas como medidas activas, acciones de guerra política encubierta. Estas se componen básicamente de difusión de propaganda y falsas noticias, robo y posterior publicación de documentos sensibles que alteren el curso de la política en otro país de una manera favorable para Moscú. Internet y las redes sociales multiplican hoy el impacto de esta vieja táctica de subversión, como se teme haya ocurrido en las elecciones presidenciales de EE UU, algo que puede repetirse este año en Francia y Alemania.
Los objetivos estratégicos de estos vectores de actividad internacional pueden agruparse alrededor de dos ideas. En primer lugar, alimentar en la opinión pública rusa el orgullo nacionalista para cubrir el malestar interior, vinculado a los problemas económicos. El contrato social sobre el que se ha fundado el putinismo ha sido fundamentalmente un trueque de prosperidad y orden a cambio de la aceptación de un Estado autoritario y corrupto. Entre 2000 y 2008 la economía creció a un ritmo medio del 7% del PIB anual, pero desde entonces el sufrimiento es claro. Ahí arranca el diversivo de las acciones internacionales, primero en la órbita soviética (Georgia, Ucrania) y luego a escala casi global.
La segunda idea es que, en la medida de lo posible, hay que tratar de dividir y confundir a Occidente, sin llegar a una confrontación directa. Pese a sus extraordinarios activos estratégicos —territorio inmenso, enormes recursos energéticos, gran arsenal nuclear y notables fuerzas armadas tras una década de fuerte inversión—, Rusia sigue siendo un enano económico, con un PIB parecido al de España, que representa aproximadamente un 8% del de la UE o EE UU. Para competir, es obvio que hay que intentar dividir al adversario y debilitarlo haciéndole perder fe en sus valores.
Desde esa óptica, Putin parece aprovechar la crisis que también golpea a Occidente y da alas a populismos variados para labrar una sintonía con varios partidos euroescépticos. Unas veces esto va condimentado con financiación (Frente Nacional francés); otras, contribuyendo a difundir información que beneficia esas formaciones y erosiona las instituciones.
Las tribulaciones de las democracias liberales son una suerte de némesis de los perdedores de la guerra fría. El imperio soviético y su modelo colapsaron; pero ahora se aprecian profundas grietas en el modelo ganador. La fragmentación y crispación en las políticas nacionales, el deshilachamiento de las alianzas occidentales (UE y OTAN), el desprestigio o debilitamiento del orden internacional impulsado por Occidente (ONU, FMI, justicia internacional) son grandes activos para las potencias rivales.
Curiosamente, en estos movimientos derechistas occidentales que detestan las sociedades abiertas y ven con recelo algunos aspectos de la modernidad, Putin se afirma incluso como un referente ideológico. El líder ruso ha cultivado un acercamiento a la Iglesia ortodoxa que consolida, junto al leitmotiv nacionalista, también otro de carácter conservador / tradicionalista. Este último es una sirena que atrae consensos en Occidente. El acercamiento a la Iglesia ortodoxa sirve además de correa de transmisión en la panza balcánica de Europa, especialmente en Grecia y Serbia, otra grieta útil para dividir y agitar.
Y la intervención en Siria le permite no solo reafirmar su influencia en la región, sino consolidar una reaproximación con Turquía, miembro de la OTAN y aspirante a la UE cada vez más alejado de Occidente y deseoso de buscar alternativas.
Así que el panorama internacional parece súbitamente más prometedor para Rusia. Pero, en contra de las apariencias, es razonable sospechar que la actividad internacional y los éxitos (unos provocados, otros fortuitos) son más un síntoma de debilidad que de fortaleza. La economía rusa va mal; la dinámica demográfica es sombría; el disgusto por la corrupción, una olla a presión. Quizá todo sea una funambulesca y hábil huida hacia delante para mantener una estabilidad interna y una proyección imperial difícilmente sostenibles.