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La felicidad según Bertrand Russell

El filósofo británico invitaba vehementemente a sus lectores a olvidarse de su ego y centrarse en la vida externa. Mantener una amistosa relación con las cosas y las personas era, a su juicio, esencial para conquistar esa ansiada sensación.

 

El matemático y filósofo británico Bertrand Russell quería –e intentaba– ahuyentar sus fantasmas. Era 1930, y para lograrlo editaba un libro que pretendía ayudar a más de una persona a hacer lo propio. Se trataba de La conquista de la felicidad, desde entonces una de sus obras más populares (que no pocos han calificado como el primer libro de autoayuda). A sus casi 60 años, Russell, cuya desdichada infancia le había llevado a incluso plantearse el suicidio en más de una ocasión, regalaba al mundo un ensayo cuya evidente intención era enseñar a sus lectores a dejar de lado todo aquello que les impedía conquistar la tan ansiada felicidad.

Los inicios de Russell en el mundo de la metafísica llegaron de la mano de las matemáticas, que fueron el peculiar refugio que encontró para intentar evadir la infelicidad que le acosaba desde niño. Su decidida y notoria posición antibelicista durante la Primera Guerra Mundial le valió cuatro meses de cárcel en 1916, tiempo que emplearía en redactar su Introducción a la filosofía matemática. La obra vería la luz tres años después, pero las matemáticas y la filosofía le acompañarían ya hasta el final de sus días, cuando el autor contaba con 97 años.

En su ensayo más ilustre, Russell advertía de que el principal enemigo de la felicidad era la obsesiva preocupación por uno mismo, la insistencia en reflexionar de manera continuada sobre los propios errores, miedos, defectos o pecados. Según señala en sus páginas, el foco de la infelicidad está en las propias «pasiones egocéntricas» que nos llevan a encerrar nuestro pensamiento, de manera permanente, dentro de sí mismo. Los ejemplos más evidentes de dicho egocentrismo los encuentra en las personas narcisistas, los individuos megalómanos y aquellos cuya herencia religiosa o familiar les empuja a quedar absortos en la conciencia del pecado.

La fatiga, el aburrimiento, la envidia, la competitividad, el victimismo y el miedo a la opinión pública son algunas de las causas de la desdicha

El antídoto que propone a este acicate del infortunio es fijar la atención en lo externo a uno mismo, desde el conocimiento a las aficiones, pasando por las preocupaciones de otras personas e incluso el trabajo.

Pero más allá del plano emocional, el ensayo es la piedra angular de lo que se calificado como el «atomismo lógico de Russell»: su ideario filosófico pretendía reducir todo contenido cognitivo a los datos más objetivos de la experiencia sensible. Además, su mayor deseo era desechar toda ambigüedad expresiva para lograr, así, un lenguaje simbólico perfecto y sobrio. De esta manera llegó al citado atomismo, que le permitió expresar conceptos complejos –como el de la felicidad– de manera perfectamente comprensible para cualquiera.

Con este lenguaje diáfano –y sin afán moralista–, Russell se adentra en también en el resto de causas de la infelicidad: la fatiga, el aburrimiento, la envidia, la competitividad, el victimismo, el sentimiento de pecado y el miedo a la opinión pública. De este modo, todos estos males, de los que está aquejada gran parte de la población mundial, solo podrían combatirse dejando a un lado el propio ego. Así, la receta de Russell para conquistar la ansiada felicidad consiste en construir la propia vida en compañía de quienes nos rodean, con una plena integración en la sociedad y la absoluta conciencia de ser parte de un todo.

Si todo aquello que contribuye a la infelicidad proviene del interior de la propia persona, la solución, según el filósofo, habita en los ámbitos externos al yo: la familia, el cariño a otras personas, el entusiasmo, el trabajo y todo aquello que apunte hacia fuera de uno mismo.

La conquista de la felicidad tiene un carácter tristemente visionario, describiendo como causas de la infelicidad aspectos sociales tan extendidos hoy como el aburrimiento y la excitación: Russell sostiene, por ejemplo, que una vida necesitada de constante excitación para evitar el aburrimiento es absolutamente agotadora, algo llamativo en una sociedad como la actual, tan necesitada de continuos impactos externos. Tal vez la clave esté en que «tus intereses sean lo más amplios posible y tus relaciones con las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles». Porque la ingente cantidad de estímulos que recibimos a día de hoy difícilmente puede permitirnos dedicarles la atención precisa para mantener con ellos una relación amistosa.

 

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