La guerra de Maduro
Si hay algo que define con precisión a la camarilla roja, es su apego a la violencia. Podría decirse que, en estos personajes, esta tendencia es congénita. Se trata de individuos formados en la escuela del castrismo cubano, cuya base doctrinaria se sustenta en las ideas del marxismo-leninismo, donde el odio es el motor que impulsa su visión del hombre y la sociedad. La lucha de clases tiene en la promoción del odio su principal combustible.
De hecho, la logia militar organizada por el comandante Chávez estuvo influenciada por estos valores. Él adoptó el socialismo marxista-leninista como guía en su vida pública, lo cual dejó en claro al recibir ejemplares de la doctrina social de la Iglesia enviados por la directiva de la Conferencia Episcopal.
Su irrupción en la vida pública ocurrió a través de la insurrección militar del 4 de febrero de 1992, que dejó un saldo de más de 100 muertos, según reseñó el diario Últimas Noticias. Desde entonces, la violencia —física, verbal e institucional— ha estado presente en la cotidianidad y en el discurso de sus principales líderes.
Desde su llegada al poder, instauraron un doble discurso: “Esta es una revolución pacífica, pero armada”, una frase repetida constantemente por el difunto comandante de Sabaneta.
Ya en el poder, el llamado socialismo del siglo XXI definió la militarización, la violencia y la guerra como ejes prioritarios de su política. Chávez concibió la creación de una estructura militar capaz de enfrentar a potencias mundiales, especialmente a los Estados Unidos. Para ello, se alineó con Rusia, gastando más de cien mil millones de dólares en armamento obsoleto: aviones Sukhoi, fusiles Kalashnikov, helicópteros (ya inservibles), tanques ineficaces y otros equipos que hoy son simple chatarra militar.
Este apego a la violencia como forma de gobierno fue heredado por Nicolás Maduro, quien ya había sido adoctrinado en la escuela comunista de la dictadura cubana. Estos antecedentes explican la actual paranoia guerrerista del usurpador. Su formación marxista-castrista lo ha llevado a internalizar la idea de que el poder es eterno y que la revolución debe prevalecer “por las buenas o por las malas.”
Maduro y su círculo han ignorado por completo los principios democráticos consagrados en la Constitución Nacional. Por ejemplo, el Artículo 6 establece que “El gobierno de la República Bolivariana de Venezuela y de las entidades políticas que la componen es y será siempre democrático, participativo, electivo, descentralizado, alternativo, responsable, pluralista y de mandatos revocables.” Sin embargo, todos estos principios han sido sistemáticamente violados. La fuerza de los fusiles ha sustituido la participación ciudadana, el derecho al voto ha sido eliminado como mecanismo de elección de autoridades, el poder ha sido hipercentralizado, la alternancia suprimida, la responsabilidad del gobierno ante sus fracasos es inexistente, y el referéndum revocatorio ha quedado en letra muerta.
Estamos ante un régimen usurpador que ha declarado la guerra a su propio pueblo. Con una hipocresía sin precedentes en nuestra historia, hablan de “paz” mientras persiguen, reprimen y violentan a quienes solo cuentan con sus ideas y su espíritu ciudadano.
Toda manifestación de la sociedad civil es reprimida de inmediato, utilizando cuerpos parapoliciales conocidos como “colectivos”, muchas veces conformados por individuos provenientes del mundo delictivo, con el propósito de presentar la represión como una supuesta “defensa popular de la revolución.” Luego del reciente fraude electoral, esta violencia se ha intensificado a niveles nunca antes vividos por las actuales generaciones de venezolanos.
La paranoia guerrerista de Maduro ha alcanzado niveles alarmantes. Se aprovecha de anuncios infundados sobre supuestas operaciones militares para justificar su política de violencia física e institucional contra la población. En vez de acatar el mandato ciudadano que lo destituyó en las elecciones del 28 de julio, ordena “preparar y aceitar los fusiles”, como respuesta a la presión de la comunidad internacional. Un verdadero líder democrático estaría ocupándose de reparar escuelas u hospitales, pero su odio y ambición lo llevan a insistir en su guerra contra el pueblo.
Su obsesión bélica incluso lo ha llevado a sugerir una guerra para “liberar la isla de Puerto Rico”.
Este discurso revela una personalidad profundamente trastornada por la violencia, pero la verdadera víctima de esta patología es el pueblo venezolano. Son incontables las vidas perdidas, los presos políticos y los desplazados que incrementan la crisis migratoria en toda la región.
Frente a la guerra declarada por Maduro, los venezolanos resistimos estoicamente. No caeremos en su trampa de violencia. Maduro busca provocar una reacción armada de la oposición, pero no sucumbiremos a esa tentación. Primero, porque Venezuela es un país amante de la paz; y segundo, porque nuestra vocación es política, basada en el libre juego de las ideas y la organización democrática.
Nos mantenemos firmes en la lucha por el rescate de la democracia, con el apoyo de la comunidad nacional e internacional.