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La Habana real, dolorosa maravilla

Todo lo que hace bella a La Habana pertenece a ese pasado "ominoso", "colonial" o "pseudorrepublicano", y no a la plaga que tomó el poder para convertirse en una elite privilegiada

En la explanada del Castillo de San Salvador de la Punta, justo a la entrada de la Bahía habanera, una placa reconoce la capital como una de las siete «ciudades maravilla» del mundo moderno, tras su selección en junio de 2016 en el concurso de la fundación suiza New7Wonders.

Tan elevado merecimiento se fundamentó en «el atractivo mítico, lo cálido y acogedor de su ambiente, y el carisma y jovialidad de sus habitantes».

La noticia, sin embargo, sorprendió a no pocos habaneros. ¿Es en realidad una maravilla nuestra ciudad?, se preguntaban. La respuesta es un sí mayúsculo si nos remitimos a la riqueza arquitectónica de nuestra ciudad, a la imponente majestad de sus fortalezas coloniales, a sus viejas plazas, al hermoso malecón que bordea casi ocho kilómetros del litoral, a la prosperidad reflejada en La Habana moderna de El Vedado y de las confortables residencias tanto clásicas como racionalistas de Kholy y Miramar, y a esa nítida manera en que se distinguen los diferentes espacios y barrios que parecen narrar los estilos constructivos y la historia económica y cultural de la urbe transitando a través del tiempo. Todo ello sumado a la también peculiar idiosincrasia de los habaneros que imprime un espíritu particular a la ciudad.

¿Es en realidad una maravilla nuestra ciudad?, se preguntaban. La respuesta es un sí mayúsculo si nos remitimos a la riqueza arquitectónica de nuestra ciudad

Como suele suceder, el nombramiento de «Ciudad Maravilla» fue acogido por las autoridades de la Isla como si de un mérito propio se tratara, tal como si la capital «de todos los cubanos» -de la que disfrutan a su antojo los visitantes extranjeros pero de la que expulsan como «ilegales» a los nacionales que no tienen a residencia permanente en ella- hubiese conservado sus rasgos más valiosos y distintivos gracias a «la revolución», y no (como es el caso) a pesar de ella.

Pero La Habana es en realidad una dolorosa maravilla. Fundada hace 500 años, asediada y varias veces atacada por piratas y corsarios durante los siglos XVI y XVII, a partir del siglo XVIII comenzó a prosperar en un gradual pero constante auge que solo se detuvo abruptamente con la llegada al poder de Fidel Castro y la imposición de su sistema socialista de Estado. El signo «revolucionario» primero provocó la parálisis y después, sistemáticamente, la destrucción de la mayor parte de una ciudad en la que habitan más de dos millones de almas, con particular impacto sobre un fondo habitacional visiblemente insuficiente y deteriorado.

Seis décadas de desidia y abandono establecidos casi como una política de Estado contra una ciudad despreciada y humillada por el poder político, el efecto corrosivo del castrismo quizás solo ha sido superado antes en la historia por el ataque del pirata Jacques de Sores, que en 1555 saqueó y arrasó la entonces pequeña villa, destruyéndola hasta sus cimientos.

La tarea fue relativamente fácil para aquel célebre forajido, teniendo en cuenta la endeblez de las construcciones de la época, así como lo reducido de su población y la precariedad de sus rudimentarias y escasas fortificaciones. Paradójicamente, los ataques piratas fueron en gran medida el acicate para hacer grande, más fuerte y más segura la ciudad y para reforzar las defensas de su espléndido puerto.

Medio milenio después, sin embargo, ninguno de los espacios que hacen de La Habana una ciudad maravillosa es obra del impostado socialismo, sino que son sobrevivientes de él. Las viejas fortalezas y plazas, las mansiones señoriales, el Capitolio Nacional, el Gran Teatro, el Paseo del Prado, el Malecón, el Palacio Presidencial, la Estación Central de Ferrocarriles, la mayoría de los hoteles que ahora restauran e «inauguran» como si fueran nuevos, e incluso la propia Plaza Cívica (dizque «de la Revolución») con su controversial torre conocida entre los habaneros como La Raspadura, son todas obras anteriores a 1959 de las que no corresponde al actual poder enorgullecerse.

Todo lo que hace bella a La Habana pertenece a ese pasado «ominoso», «colonial» o «pseudorrepublicano», y no a la plaga que tomó el poder para convertirse en una elite privilegiada

Todo lo que hace bella a La Habana pertenece a ese pasado «ominoso», «colonial» o «pseudorrepublicano» -una palabra horrible para denominar la etapa más próspera de nuestra historia-, y no a la plaga que tomó el poder para convertirse en una elite privilegiada que ahora medra con ello.

Más aún, en estos días en que la capital cubana celebra el medio milenio de su fundación, y mientras las autoridades se apropian de las maravillas que no fueron capaces de crear, es imperativo poner la vista en la otra Habana, la real, esa que habitan decenas de miles de familias cubanas que no cuentan con recursos para restaurar sus precarios hogares -la mayoría construidos también hace más de seis décadas-, que viven hacinados entre la inmundicia de los basureros, la insalubridad de derrames de albañales que se acumulan en las alcantarillas tupidas y en los baches de las calles, que sufren la escasez de agua potable, y que 500 años después de fundada su ciudad tendrán que conformarse con hacer fila frente al Templete de la Plaza de Armas para dar tres vueltas a la Ceiba y pedir, quizás a Dios, quizás a los orishas, por la llegada del día en que disfruten, al menos, la seguridad de una vivienda digna con la garantía de servicios básicos.

Solo si ese sueño se cumpliera alguna vez sería La Habana, con todo derecho, una «Ciudad Maravilla».

 

 

 

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