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La hija, el padre, y la revolución que aún duele

Régis Debray bajo mirada crítica: Laurence Debray reconstruye un pasado que se le negó

Ser hija de revolucionarios es complicado. Laurence Debray, única hija de Régis Debray, el más renombrado teórico de la revolución cubana y la guerrilla en los años 60, y de Elizabeth Burgos, también muy comprometida con la izquierda revolucionaria latinoamericana, tras cumplir 40 años entendió que debía enfrentar su pasado, o mejor dicho, el pasado que la acechó y aún la persigue. Un pasado que sus padres intentaron ocultarle. Ser reconocida como hija del padre la colocaba en posiciones incómodas o angustiantes. Ante algunos podía ser la hija de un héroe, aunque para otros la hija de un traidor, o de un asesino, y no entendía por qué.

Nacida en 1976, varios años después de estas aventuras revolucionarias, creció rodeada de afectos pero también de ambigüedades y silencios. Sus padres no hablaban del asunto. Ajustar cuentas con ellos no parecía sencillo. Sus abuelos y un núcleo estrecho de amigos y confidentes llenaban el espacio afectivo de esa niña a la que aparentemente no le faltaba nada. Pero sí. A partir de los 70 sus padres siguieron en la militancia política —esa que absorbe tanto y deja a los afectos un tiempo residual— pasando a trillar caminos más moderados en política como parte de la experiencia socialista de Mitterrand en Francia. La política, otra vez, le robaba a sus padres.

Autora de una biografía del Rey Juan Carlos de España, Laurence decidió que su segundo libro sería sobre sus padres, o sobre la relación de una hija con padres que siempre priorizaron la militancia. Una hija que prefirió las muñecas Barbie, lo más burgués de la vida parisina, la revista española Hola con sus choluladas de la realeza, o que llegó a trabajar en el ámbito financiero de Manhattan operando en la compra-venta de valores. El libro se titula Hija de revolucionarios y es un tiro por elevación hacia la generación de sus padres, sus compromisos políticos extremos, sus absolutos, su pasión por las utopías y su desprecio por la tranquilidad de la vida hogareña, esa que ellos llamaban despectivamente “vida burguesa”.

Allá lejos en Bolivia

Régis Debray alcanzó notoriedad mundial tras ser capturado durante la aventura guerrillera del Che Guevara en Bolivia. Era un hombre clave de la revolución cubana, cercano al Che pero sobre todo, junto a su pareja Elizabeth, como figuras notorias del círculo íntimo de Fidel Castro, con todas las prebendas y beneficios de la nomenklatura cubana. Debray fue detenido en la selva seis meses antes de la captura y muerte del Che y se salvó de milagro de que lo ejecutaran. O en realidad no. La madre de Régis movió los hilos precisos de la alta diplomacia francesa y hasta De Gaulle le escribió manifestándole su apoyo (misiva que respondió calurosamente). Podía ser un enfant terrible, un revolucionario jacobino e intratable, pero también era un francés notorio y había que velar por él. Estuvo preso en un cuartel de una localidad aislada de Bolivia durante cuatro años, período en el cual Francia gastó cifras no reveladas en viajes, abogados y otras cuestiones para velar por su seguridad. Elizabeth se propuso visitarlo de forma regular, algo a lo cual La Paz accedió, siempre y cuando contrajeran matrimonio (el ritual por excelencia de la vida burguesa), acto que se consumó en prisión. Bolivia al final lo sintió como un riesgo, por la presión internacional, y lo liberó.

Laurence no sabía. Comenzó a intuirlo cuando, antes de cumplir los diez años, durante un recreo en la escuela se enteró que ella era hija de un guerrillero, un “terrorista”. Acercarse a sus padres con estos temas era difícil. A las evasivas se sumaba una extraña actitud de superioridad que se elevaba como un muro. Aun así sentía, por su propia salud mental, que debía reconstruir lo sucedido. Tenía derecho a una historia, a una identidad, a comprender el por qué, el contexto vital de un papá célebre para quien su propia obra, su legado teórico e intelectual, era lo más importante. Un entorno que la llevaba, además, a convivir con otras celebridades. Jane Fonda frecuentó su casa y le regaló una mantita que guardó como un talismán durante muchos años, o François Mitterrand, que venía a cenar, o el cineasta Godard, o Chris Marker, por citar algunos. O a verse expuesta a cuestiones de seguridad cuando su padre y su madre formaron parte del gobierno socialista francés.

Treinta años más tarde comprendió que no podría saberlo todo. “Muchos de los aspectos de la vida de mis padres permanecen opacos” explica en Hija de revolucionarios. Se pregunta si son héroes o renegados, y también por qué la excluyeron de su historia. Para agravar las cosas, “yo llego con la desventaja de estar convencida de los estragos que provoca el compromiso político en la existencia”. Se siente impermeable a la mística de la lucha, y más cuando ésta persigue una utopía como la que buscaba la guerrilla revolucionaria de los años 60. “Me encontré con un laberinto de complejidades y sutilezas que he intentado desentrañar”.

Hija de revolucionarios es, en consecuencia, un viaje de descubrimiento que explora la más profunda intimidad, y toca con delicadeza ciertos temas públicos que aún arden, como el de la supuesta delación de su padre que llevó a la captura del Che Guevara, o la relación de su madre con Rigoberta Menchú, de quien fue mentora.

Ocultamiento y condescendencia

En la última página Laurence le agradece a una persona en particular que veló para que el resentimiento no se colara en las líneas del libro. Fue una asistencia eficaz, porque el lector queda atrapado por una narración donde hay dolor, humor y numerosas historias de cuando ella no era nacida, relatadas con la eficacia de quien investigó, se apoya en datos, y sabe contar. La hija logra la distancia justa, que denota honestidad.

Entonces las frases caen como balazos. Respecto a sus padres jóvenes, “los dos tortolitos no iban a conformarse con vivir un idilio aburrido: prefirieron una vida de clandestinidad y conspiración”. O también, “el ocultamiento era su forma de funcionar, y la condescendencia su forma de comunicación”. Vueltos a la legalidad, y siendo Laurence parte de sus vidas, entendió que sus padres nunca se desprenderían de ciertos rasgos de carácter: “predican, dividen, esconden, conspiran, seguros de su superioridad intelectual”. Eran tan radicales que consideraban a Salvador Allende un burgués demócrata. Pero era un radicalismo con paradojas. Cuando Laurence se fue a trabajar a Venezuela, la patria de su madre, la principal recomendación de su padre fue “no aprendas español”.

Hija de revolucionarios es un libro para todos los hijos de revolucionarios de los años 60, incluido Uruguay. Una generación cuyos padres, casi como norma, priorizaron la militancia a los lazos afectivos, pagando a veces precios muy altos. Las razones últimas son indescifrables, pero cobran cierto sentido cuando se transitan algunos caminos en la intimidad, caminos que Laurence logró narrar y convertir en literatura.

 

HIJA DE REVOLUCIONARIOS, de Laurence Debray. Anagrama, 2018. Barcelona, 286 págs. Distribuye Gussi.

 

 

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