La historia de Cataluña: la historia de una nación que nunca existió
La Guerra de la Independencia aunó a todos los españoles, incluidos los catalanes, en la empresa conjunta de crear un estado-nación
El derrumbe de la Monarquía visigoda dejó en manos musulmanas prácticamente la totalidad de la península, incluida Cataluña. La inestabilidad interna entre musulmanes y la victoria cristiana en Poitiers (en el año 732) permitieron al Imperio carolingio crear en las siguientes décadas la Marca Hispánica en territorios cercanos a los Pirineos. Éstos, a su vez, se organizaron políticamente en diferentes condados dependientes del rey franco. No obstante, según el poder central del Imperio se debilitaba y las guerras civiles desangraban a los francos, los condados catalanes –que quedaron progresivamente en manos de un mismo linaje– se desvincularon para formar una entidad propia. En el año 987, el conde Borrell II oficializó esta decisión al no prestar juramento al primer monarca de la dinastía de los Capetos.
Durante siglo y medio, los Condados catalanes vivieron cierta independencia política, dentro de un contexto donde toda la península se encontraba fragmentada en pequeños reinos cristianos enfrentados en solitario al incontestable poder musulmán. No fue hasta el gobierno del conde Ramón Berenguer IV cuando se produjo la unión dinástica entre los Condados catalanes y el Reino de Aragón a través de su boda con Petronila de Aragón. La conocida como Corona de Aragón permitió a ambas entidades conservar sus propias instituciones y leyes medievales, mientras impulsaba la expansión catalanoaragonesa por el Mediterráneo.
Si bien los Condados catalanes fueron el elemento más dinámico en la expansión que duró varios siglos, el enclave comercial de Barcelona sufrió en el siglo XV un claro declive económico y demográfico que coincidió con la unión dinástica entre la Corona de Castilla y la de Aragón. Entre 1462 y 1472, la ciudad de Valencia alcanzó un mayor desarrollo y superó por primera vez comercialmente a Barcelona. Fue una crisis pasajera motivada por epidemias, pero que no remitió definitivamente hasta el siglo XVII. Esto impidió que Cataluña encarara en las mejores condiciones posibles la llegada de la Edad Moderna y las oportunidades que ofreció la conquista de América. No en vano, la espectacular recuperación económica de la ciudad en el siglo XVII, gracias a las nuevas vías comerciales abiertas por los castellanos, solo se vio interrumpida por la rebelión de 1640. A causa de la exigencia de mayor compromiso económico hacia la Monarquía Hispánica y, sobre todo, de su enemistad personal con el virrey, parte de la nobleza catalana auspició en 1640 una revuelta popular contra el ejército real que había acudido a esta región española a combatir a Francia. «Los nobles y verdaderos catalanes, a quien tocaba por derecho de fidelidad y de sangre la defensa de la justicia, de la patria y de la honra del Rey, estaban cubiertos de miedo en sus casas sin atreverse a salir», escribió un catalán de la época sobre una revuelta que adquirió rápido un carácter antiseñorial. Asustados por la brutalidad de la revuelta, la oligarquía recurrió a una calamitosa alianza con la Francia del Cardenal Richelieu, que causó graves perjuicios económicos a los campesinos. Luis XIII inundó los mercados de productos de su país durante doce años. El final de la Guerra de los Treinta años permitió a Felipe IV recuperar Cataluña, cuya población aplaudió el regreso a España.
La muerte de Carlos «El Hechizado» sin dejar descendientes dio lugar a principios del siglo XVIII a la Guerra de Sucesión, donde se enfrentaron los partidarios de Felipe de Borbón con los del Archiduque Carlos de Austria en un conflicto que adquirió dimensión internacional. Si bien la burguesía mercantil y el elemento eclesiástico dispusieron un gran recibimiento a Felipe en un primer momento, el sentimiento «antigabacho» derivado de 1640 y las mejores ventajas comerciales ofrecidas por el Archiduque causaron que una parte mayoritaria de Cataluña se decantara por el bando de los Austrias. El final del conflicto, protagonizado por la suicida defensa de Barcelona en 1714, puso fin a los fueros catalanes –calificados por los nacionalistas de hoy como libertades de un ficticio estado–, que eran privilegios medievales respecto a otras regiones españolas.
El final de la guerra condujo a Cataluña a un nuevo periodo de desarrollo económico que se vio truncado un siglo después por la invasión francesa. La Guerra de la Independencia aunó a todos los españoles, incluidos los catalanes, en la empresa conjunta de crear un estado-nación. Sin embargo, el proyecto tuvo un desarrollo desigual en algunas regiones a causa de la inestabilidad política, el tímido desarrollo económico y la descomposición del Imperio. La Guerra de Cuba terminó manifestando el descontento de algunos sectores dirigentes, como ocurrió en los casos catalán y vasco, frente a ese estado nación español. En Cataluña, los industriales textiles, que perdieron mucho volumen de negocio con la caída de las últimas colonias, hicieron una apuesta hacia proyectos de base catalanistas. Con todo, las tendencias abiertamente secesionistas siempre fueron minoritarias entre estos movimientos –incluso en la Segunda República, el periodo franquista y la Transición– hasta su irrupción en la última década.