Ilustración de Alejandra Svriz.
Tengo delante de mí una encuesta desoladora sobre la enseñanza y conocimiento de la Historia. La publicó a finales de 2023 el Centro de Estudios, Formación y Análisis Social del CEU. Las conclusiones son para pensar sobre lo que estamos haciendo en el sistema educativo. Este documento coincide con el informe del Observatorio Europeo de la Enseñanza de la Historia, y el de PISA, que es para llorar.
Voy primero con unos datos. El 47% de los alumnos asegura que los profesores de historia nunca o casi nunca son objetivos, lo que se convierte en alarmante si vemos que casi el 60% de los docentes se declara de izquierdas. Por cierto, solo un 20% dice que es de derechas, y el resto, otro 20%, prefiere no responder. A esto añadimos que solo el 24% del profesorado español de historia considera relevante aprender hechos, nombres y fechas decisivas.
Normalmente, el joven que ha pasado por el sistema educativo español tiene la cabeza llena de relatos, pero es incapaz de situarlos en una línea temporal. El resultado es que ese ciudadano no ha aprendido a pensar históricamente, y que, por tanto, no puede examinar su comunidad política ni el presente con una perspectiva digna o de calidad. Esto es grave, porque sin la solidez que confiere el conocimiento basado en la memoria, con una estructura cronológica y datos, esa persona es manipulable ante cualquier relato partidista. De ahí, por ejemplo, la facilidad con la que se asume el cuento de una II República paradisíaca y democrática.
Vamos al origen del mal, que no está solo en la irresponsabilidad de concatenar leyes educativas de partido. La forja de la mentalidad progresista ha hecho que la docencia tradicional sea desterrada y anatematizada. Hace décadas fuimos invadidos por la pedagogía, que es a la educación lo que el populismo a la política. Fue entonces cuando se sustituyó el dato por el relato y el conocimiento por el sentimiento, dando también prioridad a la llamada «justicia social» por encima del mérito.
Los profesores universitarios de historia más devotos del nuevo paradigma dejaron de hacer exámenes, despreciaron la memoria, y se dedicaron a recomendar novelas y pedir trabajos. Hoy se quejan del Chat GPT y variantes, pero esa es otra historia. Por ejemplo, para estudiar la historia contemporánea de España no recurrieron a obras de historiadores profesionales sino a Fortunata y Jacinta, de Galdós, o Anatomía de un instante, de Javier Cercas. Como complementos están bien, pero como sustitutos fue una estafa buenista con resultados desastrosos.
«Se igualó el conocimiento a la opinión, y el relativismo se impuso a la ciencia»
Una muestra de la situación es una pregunta contemplada en el informe del CEU-CEFAS que citaba al inicio. La cuestión era fechar las primeras elecciones democráticas en España tras la muerte de Franco. Reitero que son alumnos universitarios. Solo el 23,8% dijo que 1977. La mayoría no contestó. Con este conocimiento tan escaso sobre la Transición es muy sencillo colar cualquier relato tendencioso sobre ese tiempo para justificar una decisión política actual. Un buen ejemplo es la Ley de Memoria Democrática que Bildu inspiró y que presentó el PSOE.
Ese profesorado comprometido con el nuevo paradigma convirtió las clases en tertulias donde docente y alumno estaban en la misma categoría y con idéntica autoridad. Se igualó el conocimiento a la opinión, y el relativismo se impuso a la ciencia. Esa relación igualitaria entre la tarima y el aula bajó la exigencia para aprobar porque la nota era vista como la percepción subjetiva del docente, no una evaluación contrastable de conocimientos. Esto provocó el aumento de las reclamaciones porque el alumnado creyó que sus notas eran «injustas». ¿Quién se creía el docente para evaluar la interpretación opinativa de un miembro de la «tertulia»?
No todo es culpa de ese profesorado y de las autoridades universitarias y ministeriales. Los alumnos llegan a la universidad con una idea equivocada de la importancia del esfuerzo y del mérito, producto de la hegemonía del paradigma progresista. Esto se debe a la influencia del dogma izquierdista consistente en que la prioridad del mérito es injusta. La meritocracia, dicen, es la trampa de los ricos para perpetuar la opresión sobre los pobres. Es un cuento sentimental que procede de la moral socialista del siglo XIX, que sostenía que la educación burguesa era un instrumento de dominación de clase. Hoy, este cuento falaz de opresores y oprimidos se extiende a otros colectivos victimizados, como inmigrantes, mujeres y LGTBI. La apelación al mérito, sentencian, es una trampa para invisibilizar a esos grupos «débiles».
«Hablar de ‘fracaso escolar’ es discriminatorio con esos colectivos ‘débiles’, por lo que hay que bajar la exigencia en las aulas»
Su idea es combatir la importancia del mérito para hacer justicia social. Por eso no es preciso recompensar al que más estudia y rinde, sino al individuo victimizado. Hablar de «fracaso escolar» es discriminatorio con esos colectivos «débiles», por lo que hay que bajar la exigencia en las aulas y centrar la educación en los sentimientos y en la moral justiciera, no en la memoria y en la mejora de las destrezas orales y escritas. Esas habilidades obtenidas por el esfuerzo personal son secundarias frente a la exigencia de hacer justicia social y transmitir la «buena moral para la ciudadanía progresista».
De esta manera, como indica el posmoderno Michael J. Sandel en La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? (2020), hay que eliminar la meritocracia para aupar a las víctimas de la opresión del sistema capitalista. Es más importante, dice, que los cargos los ocupen miembros de las minorías oprimidas -una mujer negra, lesbiana, musulmana y con discapacidad, por ejemplo-, que otra persona con mejor currículum. Por tanto, si queremos una sociedad más igualitaria es obligado apartar los méritos, dice Sandel. Esta farsa posmoderna y progresista impregna el sistema educativo, donde, como señalé, el 60% del profesorado se declara de izquierdas.
Es así que hacen ingeniería social con las nuevas generaciones para cambiar la sociedad a su gusto. Y si para eso los jóvenes deben ser ilustres ignorantes, pues que lo sean. Es como si dijeran, parafraseando uno de sus eslóganes: «No sabrás nada y serás feliz».