La historia secreta de la campaña en la sombra que salvó las elecciones de noviembre 2020
En días recientes ha habido toda una campaña en las redes sociales acerca de un artículo de la revista TIME, según el cual habría existido una supuesta conspiración para robarle las elecciones norteamericanas a Donald Trump. En verdad, lo que se muestra en el artículo (usando un estilo de lenguaje muy conocido por los seguidores de Trump) es cómo la sociedad civil norteamericana y sus variadas instituciones actuaron para salvaguardar la democracia y el ejercicio libre del voto; como se dice en la nota fue «un extraordinario esfuerzo en la sombra dedicado no a ganar la votación, sino a garantizar que fuera libre y justa, creíble y no corrompida», y contra los intentos desestabilizadores de la campaña republicana.
A continuación, como contribución al debate plural y democrático, les ofrecemos la traducción española, así como el original inglés de la nota.
América 2.1
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Traducción: Marcos Villasmil
Algo extraño ocurrió justo después de las elecciones del 3 de noviembre: nada.
La nación se preparaba para el caos. Los grupos liberales habían prometido salir a la calle, planificando cientos de protestas en todo el país. Las milicias de la derecha se preparaban para la batalla. En una encuesta realizada antes del día de las elecciones, el 75% de los estadounidenses expresó su preocupación por la violencia.
En su lugar, una inquietante tranquilidad se hizo presente. Cuando el presidente Trump se negó a conceder la victoria a su rival, la respuesta no fue una acción masiva, sino un sonido como de grillos en el campo. Pero cuando los medios de comunicación anunciaron la victoria de Joe Biden el 7 de noviembre, entonces se produjo un estallido de júbilo masivo, ya que la gente se agolpó en ciudades de todo los Estados Unidos para celebrar el proceso democrático que había dado como resultado la salida de Donald Trump.
En medio de los intentos de Trump por revertir el resultado, ocurrió una segunda cosa extraña: la América corporativa se puso en su contra. Cientos de importantes líderes empresariales, muchos de los cuales habían respaldado la candidatura de Trump y apoyado sus políticas, le pidieron que aceptara su derrota. Para el presidente, algo estaba mal. «Fue todo muy, muy extraño», dijo Trump el 2 de diciembre. «Pocos días después de las elecciones, fuimos testigos de un esfuerzo orquestado para ungir al ganador, incluso cuando muchos estados clave aún estaban siendo contados».
En cierto modo, Trump tenía razón.
Hubo una conspiración entre bastidores, una conspiración que apaciguó las protestas y coordinó la resistencia de los directores ejecutivos y presidentes de empresas. Ambas sorpresas fueron el resultado de una alianza informal entre activistas de izquierda y titanes empresariales. El pacto se formalizó en una declaración conjunta de la Cámara de Comercio de Estados Unidos y la AFL-CIO, escasamente conocida, publicada el día de las elecciones. Para ambas partes era una especie de acuerdo implícito -inspirado por las masivas y a veces destructivas protestas por la justicia racial que se realizaron durante el verano- en el que las fuerzas del trabajo se unieron a las fuerzas del capital para mantener la paz y oponerse al asalto de Trump a la democracia.
El apretón de manos entre las empresas y los trabajadores fue sólo uno de los componentes de una vasta campaña interpartidista para proteger las elecciones: un extraordinario esfuerzo en la sombra dedicado no a ganar la votación, sino a garantizar que fuera libre y justa, creíble y no corrompida. Durante más de un año, una coalición informal de agentes se esforzó por apuntalar las instituciones de Estados Unidos, ya que se encontraban bajo el ataque simultáneo de una pandemia implacable y de un presidente con inclinaciones autocráticas. Aunque gran parte de esta actividad tuvo lugar en la izquierda, fue independiente de la campaña de Biden y cruzó líneas ideológicas, con contribuciones cruciales de actores no partidistas e incluso sectores conservadores. El escenario que los activistas en la sombra estaban desesperados por detener no era una victoria de Trump. Era la posibilidad de una elección tan calamitosa que no se pudiera discernir ningún resultado; un fracaso estruendoso del acto central de autogobierno democrático que ha sido un sello distintivo de Estados Unidos desde su fundación.
Su trabajo tocó todos los aspectos relacionados con el acto electoral. Consiguieron que los estados cambiaran los sistemas de votación y las leyes, para derrotar las demandas que tenían como objetivo suprimir y reducir el ejercicio del voto, y ayudaron a conseguir cientos de millones de dólares en fondos públicos y privados. Reclutaron ejércitos de trabajadores electorales y consiguieron que millones de personas votaran por correo por primera vez. Presionaron con éxito a las empresas de redes sociales para que adoptaran una línea más dura contra la desinformación, y utilizaron estrategias basadas en datos para luchar contra las difamaciones y campañas de descrédito virales. Llevaron a cabo campañas nacionales de concienciación pública que ayudaron a los estadounidenses a entender cómo se desarrollaría el recuento de votos a lo largo de días o semanas, impidiendo que las teorías conspirativas y las falsas afirmaciones de victoria de Trump cobraran más fuerza. Tras la jornada electoral, vigilaron cada punto de presión para asegurarse de que Trump no pudiera anular el resultado. «La historia no contada de las elecciones tiene como eje principal a las miles de personas de ambos partidos que lograron el triunfo de la democracia estadounidense en sus fundamentos«, dice Norm Eisen, un destacado abogado y ex funcionario de la Administración Obama que reclutó a republicanos y demócratas para formar parte de la directiva del Programa de Protección del Votante.
Era un hecho visible que Trump y sus aliados estaban haciendo su propia campaña para arruinar las elecciones. El presidente pasó meses insistiendo en que los votos por correo eran un complot demócrata y que las elecciones estarían «amañadas«. Sus secuaces a nivel estatal trataban de bloquear la posibilidad de votar por correo, mientras que sus abogados presentaron docenas de demandas espurias para dificultar el ejercicio del voto: una intensificación del legado de tácticas supresivas del GOP, del Partido Republicano. Antes de las elecciones, Trump conspiró para bloquear un recuento de votos legítimo. Y pasó los meses siguientes al 3 de noviembre tratando de robar las elecciones que había perdido, con demandas y teorías conspirativas, presionando a funcionarios estatales y locales, y finalmente convocando a su ejército de partidarios al mitin del 6 de enero que terminó en violencia mortal en el Capitolio.
Los defensores de la democracia observaban con alarma. «Cada semana, sentíamos que estábamos en una lucha para tratar de sacar adelante estas elecciones sin que el país pasara por un momento realmente peligroso de desmoronamiento«, afirmó el ex miembro por el partido Republicano de la Cámara de Representantes Zach Wamp, un partidario de Trump que ayudó a coordinar un consejo bipartidista de protección electoral. «Podemos mirar atrás y decir que todo salió bastante bien, pero no estaba nada claro en septiembre y octubre que sería así».
Partidarios de Biden, en Filadelfia, celebrando la proclamación de victoria, el 7 de noviembre.
Esta es la historia de la «conspiración» para salvar las elecciones de 2020, basada en el acceso a los trabajos internos del grupo, documentos nunca antes vistos y entrevistas con docenas de los involucrados de todo el espectro político. Es la historia de una campaña sin precedentes, creativa y decidida, cuyo éxito también revela lo cerca que estuvo la nación del desastre. «Todos los intentos de interferir en el resultado correcto de las elecciones fueron derrotados», afirma Ian Bassin, cofundador de Protect Democracy, un grupo no partidista de defensa del Estado de Derecho. «Pero es enormemente importante que el país entienda que esto no ocurrió accidentalmente. El sistema no funcionó por arte de magia. La democracia no se realiza de manera automática».
Por eso los participantes quieren que se cuente la historia secreta de las elecciones de 2020, aunque suene a sueño paranoico: una cábala bien financiada de personas poderosas, de distintos sectores e ideologías, que trabajaron juntas entre bastidores para influir en las percepciones, cambiar las normas y las leyes, dirigir la cobertura mediática y controlar el flujo de información. No estaban amañando las elecciones, sino fortaleciéndolas. Y creen que el público debe comprender la fragilidad del sistema para garantizar que la democracia en Estados Unidos perdure.
EL ARQUITECTO
En algún momento del otoño de 2019, Mike Podhorzer se convenció de que la elección se dirigía al desastre, y decidió protegerla.
Este no era su ámbito habitual. Durante casi un cuarto de siglo, Podhorzer, asesor principal del presidente de la AFL-CIO, la mayor federación sindical del país, ha reunido las últimas tácticas y datos para ayudar a sus candidatos favoritos a ganar las elecciones. Sin pretensiones y con un aire de profesor, no es el tipo de «estratega político» con gel en el cabello que aparece en las noticias por cable. Entre los demócratas, es conocido como el mago que está detrás de algunos de los mayores avances en tecnología política de las últimas décadas. Un grupo de estrategas liberales que él reunió a principios de la década de 2000 dio lugar a la creación del Analyst Institute, una empresa reservada que aplica métodos científicos a las campañas políticas. También participó en la fundación de Catalist, la principal empresa de datos progresista.
Podhorzer cree que los debates interminables en Washington sobre «estrategia política» tienen poco que ver con la forma en que se producen los cambios. «Mi opinión básica sobre la política es que todo es bastante obvio si no lo piensas demasiado y no aceptas los marcos imperantes», escribió una vez. «Después, sólo hay que identificar implacablemente los supuestos y desafiarlos». Podhorzer aplica ese enfoque a todo: cuando entrenaba al equipo de ligas infantiles de béisbol de su hijo, en los suburbios de D.C., entrenaba a los chicos para que no le hicieran swing a la mayoría de los lanzamientos, una táctica que enfurecía tanto a sus padres como a los de sus oponentes, pero que hizo que el equipo ganara una serie de campeonatos.
La elección de Trump en 2016 -lograda en parte por su inusual fuerza entre el tipo de votantes blancos y de la clase trabajadora que una vez dominaron la AFL-CIO- llevó a Podhorzer a cuestionar sus suposiciones sobre el comportamiento de los votantes. Empezó a distribuir notas semanales de cálculo de cifras a un pequeño círculo de aliados y a organizar sesiones de estrategia en D.C. Pero cuando empezó a preocuparse por las propias elecciones, no quiso parecer paranoico. Solo después de meses de investigación introdujo sus preocupaciones en su boletín de octubre de 2019. Las herramientas habituales de datos, análisis y encuestas no serían suficientes en una situación en la que el propio presidente intentara perturbar las elecciones, escribió. «La mayor parte de nuestra planificación usualmente nos lleva hasta el día electoral«, señaló. «Pero no estamos preparados para los dos resultados más probables»: que Trump pierda y se niegue a aceptar su derrota, y que gane el Colegio Electoral (a pesar de perder el voto popular) adulterando el proceso de votación en estados clave. «Necesitamos desesperadamente analizar, juzgar y evaluar sistemáticamente esta elección para que podamos anticiparnos y planificar para lo peor que sabemos que se nos puede venir encima».
Resultó que Podhorzer no era el único que pensaba en estos términos. Empezó a recibir noticias de otras personas deseosas de unir fuerzas. La Mesa de la Lucha, una coalición de organizaciones de «resistencia«, había comenzado a planificar un escenario en torno a la posibilidad de unas elecciones impugnadas, reuniendo a activistas liberales a nivel local y nacional en lo que llamaron la Coalición de Defensa de la Democracia. Las organizaciones de defensa del derecho al voto y de derechos civiles dieron la voz de alarma. Un grupo de ex funcionarios electos estaba investigando los poderes de emergencia que temían que Trump pudiera explotar. Protect Democracy estaba reuniendo un grupo de trabajo bipartidista sobre la posible crisis electoral. «Resultó que una vez que lo decías en voz alta, la gente estaba de acuerdo», dice Podhorzer, «y todo empezó a tomar impulso».
Pasó meses ponderando escenarios y hablando con expertos. No fue difícil encontrar liberales que vieran a Trump como un dictador peligroso, pero Podhorzer tuvo cuidado de mantenerse alejado de la histeria. Lo que quería saber no era cómo estaba muriendo la democracia estadounidense, sino cómo podría mantenerse viva. La principal diferencia entre Estados Unidos y los países que perdieron el control de la democracia, concluyó, es que el sistema electoral descentralizado de Estados Unidos no puede ser manipulado de un solo golpe. Ello ofrecía una oportunidad para apuntalarlo.
El 3 de marzo, Podhorzer redactó un memorando confidencial de tres páginas titulado «Amenazas a las elecciones de 2020″. «Trump ha dejado claro que no serán unas elecciones justas, y que rechazará todo lo que no sea su propia reelección como ‘falso’ y amañado», escribió. «El 3 de noviembre, si los medios de comunicación informan lo contrario, utilizará el sistema de información de la derecha para establecer su narrativa e incitar a sus partidarios a protestar». El memorándum establecía cuatro categorías de desafíos: ataques a los votantes, ataques a la administración electoral, ataques a los oponentes políticos de Trump y «esfuerzos para revertir los resultados de las elecciones.»
LA ALIANZA
El COVID-19 hizo su aparición explosiva en plena temporada de elecciones primarias. Los métodos normales de votación ya no eran seguros para los votantes ni para los voluntarios, en su mayoría de edad avanzada, que normalmente atienden los colegios electorales. Pero los desacuerdos políticos, intensificados por la cruzada de Trump contra el voto por correo, impidieron que algunos estados facilitaran el voto en ausencia y que las jurisdicciones contaran esos votos a tiempo. Se produjo un caos. Ohio cerró la votación en persona para sus primarias, lo que llevó a una participación minúscula. La escasez de trabajadores electorales en Milwaukee -donde se concentra la población negra de Wisconsin, fuertemente demócrata- dejó sólo cinco colegios electorales abiertos, frente a los 182 existentes. En Nueva York, el recuento de votos tardó más de un mes.
De repente, la posibilidad de un colapso en noviembre era evidente. En su apartamento de los suburbios de Washington, Podhorzer empezó a trabajar desde su ordenador portátil en la mesa de la cocina, celebrando reuniones consecutivas de Zoom durante horas al día con su red de contactos en todo el universo progresista: el movimiento obrero; la izquierda institucional, como Planned Parenthood y Greenpeace; grupos de resistencia como Indivisible y MoveOn; expertos en datos y estrategas progresistas, representantes de donantes y fundaciones, organizadores de base a nivel estatal, activistas por la justicia racial y otros.
En abril, Podhorzer empezó a organizar un Zoom semanal de dos horas y media. Se estructuró en torno a una serie de presentaciones rápidas de cinco minutos sobre todo tipo de temas, desde los anuncios que funcionaban hasta los mensajes y la estrategia legal. Las reuniones, a las que sólo se podía acceder por invitación, pronto atrajeron a cientos de personas, creando una base de conocimientos compartida poco frecuente para el díscolo movimiento progresista. «A riesgo de hablar mal de la izquierda, no hay mucho intercambio de información valiosa», dice Anat Shenker-Osorio, una amiga cercana de Podhorzer, cuya orientación sobre los mensajes probados en las encuestas dio forma al enfoque del grupo. «Hay mucho síndrome de «no inventado aquí«, en el que la gente no considera una idea como buena si no se les ha ocurrido a ellos».
Las reuniones se convirtieron en el centro galáctico de una constelación de agentes de toda la izquierda que compartían objetivos comunes pero que no solían trabajar de forma concertada. El grupo no tenía nombre, ni líderes, ni jerarquía, pero mantenía sincronizados a los distintos actores. «Podhorzer desempeñó un papel fundamental entre bastidores al mantener comunicadas y alineadas las distintas piezas de la infraestructura del movimiento«, afirma Maurice Mitchell, director nacional del Partido de las Familias Trabajadoras. «Tienes los espacio de litigio, de organización, la gente política centrada, pero sus estrategias no siempre están alineadas. Logró que este ecosistema trabajara conjuntamente».
Proteger las elecciones requeriría un esfuerzo de una escala sin precedentes. A medida que avanzaba el año 2020, se extendió al Congreso, a Silicon Valley y a los estados del país. Se nutrió de la energía de las protestas por la justicia racial del verano, muchos de cuyos líderes eran una parte clave de la alianza liberal. Y, finalmente, llegó al otro lado del pasillo político, al mundo de los republicanos escépticos de Trump, horrorizados por sus ataques a la democracia.
ASEGURAR EL VOTO
La primera tarea fue revisar la maltrecha infraestructura electoral de Estados Unidos, en medio de una pandemia. Para los miles de funcionarios locales, en su mayoría no partidistas, que administran las elecciones, la necesidad más urgente era el dinero. Necesitaban equipos de protección como máscaras, guantes y desinfectantes para las manos. Tenían que pagar las tarjetas postales para que la gente supiera que podía votar en ausencia, o, en algunos estados, enviar las papeletas por correo a todos los votantes. Necesitaban más personal y escáneres para procesar las papeletas.
En marzo, diversos activistas hicieron un llamamiento al Congreso para que destinara fondos de ayuda al COVID para la administración electoral. Encabezadas por la Conferencia de Liderazgo sobre Derechos Civiles y Humanos, más de 150 organizaciones firmaron una carta dirigida a todos los miembros del Congreso solicitando 2.000 millones de dólares para financiar las elecciones. Tuvo cierto éxito: la Ley CARES, aprobada ese mismo mes, contenía 400 millones de dólares en subvenciones para los administradores electorales estatales. Pero el siguiente tramo de financiación de ayuda no se sumó a esa cifra. No iba a ser suficiente.
La filantropía privada entró en escena. Una serie de fundaciones contribuyeron con decenas de millones a la financiación de las elecciones. La Iniciativa Chan Zuckerberg aportó 300 millones de dólares. «Fue un fracaso a nivel federal que 2.500 funcionarios electorales locales se vieran obligados a solicitar subvenciones filantrópicas para cubrir sus necesidades», dice Amber McReynolds, una antigua funcionaria electoral de Denver que dirige el Instituto Nacional de Voto en Casa, una organización independiente.
La organización de McReynolds, de dos años de antigüedad, se convirtió en un centro de intercambio de información para una nación que luchaba por adaptarse. El instituto ofreció a los secretarios de Estado de ambos partidos asesoramiento técnico sobre todo tipo de cuestiones, desde qué proveedores utilizar hasta cómo ubicar los buzones. Los funcionarios locales son las fuentes más fiables de información electoral, pero pocos pueden permitirse una secretaria de prensa, por lo que el instituto distribuyó kits de herramientas de comunicación. En una presentación al grupo de Podhorzer, McReynolds detalló la importancia del voto por correo para acortar las colas en los colegios electorales y evitar una crisis electoral.
El trabajo del instituto ayudó a 37 estados y a D.C. a reforzar el voto por correo. Pero no serviría de mucho si la gente no lo aprovechaba. Parte del reto era logístico: cada estado tiene normas diferentes sobre cuándo y cómo deben solicitarse y devolverse las papeletas. El Centro de Participación Electoral, que en un año normal habría desplegado a los encuestadores puerta a puerta para conseguir el voto, realizó en cambio grupos de discusión en abril y mayo para averiguar qué haría que la gente votara por correo. En agosto y septiembre, envió solicitudes de voto a 15 millones de personas en estados clave, de las cuales 4,6 millones respondieron. En los correos y anuncios digitales, el grupo instó a la gente a no esperar al día de las elecciones. «Todo el trabajo que hemos realizado durante 17 años se construyó para este momento de llevar la democracia a las puertas de la gente», dice Tom Lopach, director general del centro.
El esfuerzo tuvo que superar el elevado escepticismo de algunas comunidades. Muchos votantes negros preferían ejercer su derecho al voto en persona o no se fiaban del correo. Los grupos nacionales de derechos civiles colaboraron con las organizaciones locales para hacer saber que ésta era la mejor manera de garantizar el recuento del voto. En Filadelfia, por ejemplo, los defensores distribuyeron «kits de seguridad para el voto» que contenían mascarillas, desinfectantes para las manos y folletos informativos. «Teníamos que hacer llegar el mensaje de que el proceso sería seguro y confiable», según Hannah Fried, de «All Voting Is Local».
Al mismo tiempo, abogados demócratas luchaban contra una oleada histórica de litigios preelectorales. La pandemia intensificó los habituales enredos de los partidos en los tribunales. Pero los abogados también notaron algo más. «Los litigios interpuestos por la campaña de Trump, alineados con su extensa campaña para sembrar dudas sobre el voto por correo, estaban haciendo reclamaciones novedosas y utilizando teorías que ningún tribunal ha aceptado nunca», en palabras de Wendy Weiser, una experta en derechos de voto en el Centro Brennan para la Justicia de la Universidad de Nueva York. «Parecían más bien demandas diseñadas para enviar un mensaje en lugar de lograr un resultado legal».
Al final, casi la mitad del electorado votó por correo en 2020, prácticamente una revolución en la forma de votar. Alrededor de una cuarta parte votó anticipadamente en persona. Solo una cuarta parte de los votantes emitió su voto de la forma tradicional: en persona el día de las elecciones.
LA DEFENSA CONTRA LA DESINFORMACIÓN
Los actores con malas intenciones que difunden información falsa no son nada nuevo. Durante décadas, las campañas se han enfrentado a todo tipo de problemas, desde llamadas anónimas afirmando que las elecciones habían sido reprogramadas hasta volantes que difundían desagradables calumnias sobre las familias de los candidatos. Pero las mentiras de Trump y las teorías conspirativas, la fuerza viral de las redes sociales y la intromisión de agentes extranjeros hicieron de la desinformación una amenaza más amplia y profunda para el voto de 2020.
Laura Quinn, una veterana operadora progresista que cofundó Catalist, comenzó a estudiar este problema hace unos años. Dirigió un proyecto secreto y sin nombre, del que nunca había hablado públicamente, que rastreaba la desinformación en Internet y trataba de averiguar cómo combatirla. Uno de los componentes era el seguimiento de mentiras peligrosas que, de otro modo, podrían pasar desapercibidas. Los investigadores proporcionaban entonces información a los activistas o a los medios de comunicación para que localizaran las fuentes y las desenmascararan.
Sin embargo, la conclusión más importante de la investigación de Quinn es que participar en el contenido tóxico sólo lo empeora. «Cuando te atacan, el instinto es replicar, denunciar, decir: ‘Esto no es cierto'», señala Quinn. «Pero cuanto más involucramiento tiene algo, más lo potencian las plataformas. El algoritmo lo interpreta como: ‘Oh, esto es popular; la gente quiere más‘».
La solución, concluye, es presionar a las plataformas para que apliquen sus normas, tanto eliminando los contenidos o las cuentas que difunden desinformación, así como vigilando más agresivamente. «Las plataformas tienen políticas contra ciertos tipos de comportamiento maligno, pero no las han aplicado«, dice.
La investigación de Quinn dio munición a los defensores que presionan a las plataformas de medios sociales para que adopten una línea más dura. En noviembre de 2019, Mark Zuckerberg invitó a nueve líderes de los derechos civiles a cenar en su casa, donde le advirtieron sobre el peligro de las falsedades relacionadas con las elecciones que ya se estaban propagando sin control. «Hizo falta esfuerzo, instar, conversar, hacer una lluvia de ideas, todo eso para llegar a un punto en el que terminamos con reglas más rigurosas y su aplicación», dice Vanita Gupta, presidenta y directora ejecutiva de la Conferencia de Liderazgo sobre Derechos Civiles y Humanos, que asistió a la cena y también se reunió, entre otros, con el CEO de Twitter, Jack Dorsey. (Gupta ha sido nombrada fiscal general adjunta por el presidente Biden). «Fue toda una lucha, pero llegamos al punto en que entendieron el problema. ¿Fue suficiente? Probablemente no. ¿Fue más tarde de lo que queríamos? Sí. Pero era realmente importante, dado el nivel de desinformación oficial, que pusieran esas normas en vigor y estuvieran marcando cosas y retirándolas».
CORRIENDO LA VOZ
Además de combatir la mala información, era necesario explicar un proceso electoral que cambiaba rápidamente. Era crucial que los votantes entendieran que, a pesar de lo que decía Trump, los votos por correo no eran susceptibles de fraude y que sería normal que algunos estados no terminaran de contar los votos la noche de las elecciones.
Dick Gephardt, el ex líder demócrata de la Cámara de Representantes convertido en un poderoso cabildero, encabezó una coalición. «Queríamos conseguir un grupo realmente bipartidista de ex funcionarios electos, secretarios del gabinete, líderes militares, etc., con el objetivo principal de enviar mensajes al público, pero también de hablar con los funcionarios locales -secretarios de estado, fiscales generales, gobernadores que estarían en el ojo del huracán- para hacerles saber que queríamos ayudar», dice Gephardt, que trabajó con sus contactos en el sector privado para poner 20 millones de dólares en el esfuerzo.
Wamp, el ex congresista del Partido Republicano, trabajó a través del grupo reformista no partidista Issue One para motivar a los republicanos. «Pensamos que debíamos aportar algún elemento bipartidista de unidad en torno a lo que constituye una elección libre y justa», destaca Wamp. Los 22 demócratas y los 22 republicanos del Consejo Nacional para la Integridad Electoral se reunían por Zoom al menos una vez a la semana. Publicaron anuncios en seis estados, hicieron declaraciones, escribieron artículos y alertaron a los funcionarios locales sobre posibles problemas. «Tuvimos partidarios rabiosos de Trump que aceptaron servir en el consejo basándose en que esto era un esfuerzo honesto», dice Wamp. Esto iba a ser igual de importante, les dijo, para convencer a los liberales si Trump ganaba. «Sea cual sea el camino, vamos a permanecer juntos».
Las organizaciones Voting Rights Lab e IntoAction crearon memes y gráficos específicos para cada estado, difundidos por correo electrónico, texto, Twitter, Facebook, Instagram y TikTok, instando a que se contase cada voto. En conjunto, fueron vistos más de mil millones de veces. El grupo de trabajo de Protect Democracy emitió informes y celebró reuniones informativas con expertos de alto nivel de todo el espectro político, lo que dio lugar a una amplia cobertura de los posibles problemas electorales y a la comprobación de las falsas afirmaciones de Trump. Las encuestas de seguimiento de la organización revelaron que el mensaje estaba siendo escuchado: el porcentaje del público que no esperaba saber el ganador en la noche de las elecciones aumentó gradualmente hasta que, a finales de octubre, superaba el 70%. Una mayoría también creía que un recuento prolongado no era una señal de problemas. «Sabíamos exactamente lo que iba a hacer Trump: iba a intentar utilizar el hecho de que los demócratas votaran por correo y los republicanos en persona para que pareciera que iba por delante, reclamar la victoria, decir que los votos por correo eran fraudulentos e intentar que los anularan«, en opinión de Bassin, de Protect Democracy. Establecer las expectativas del público con antelación ayudó a socavar esas mentiras.
Amber McReynolds, Zach Wamp and Maurice Mitchell
La alianza tomó un conjunto de temas comunes de la investigación que Shenker-Osorio presentó en los Zooms de Podhorzer. Los estudios han demostrado que cuando la gente no cree que su voto vaya a contar o teme que emitirlo sea una molestia, es mucho menos probable que participe. A lo largo de la campaña electoral, los miembros del grupo de Podhorzer minimizaban los incidentes de intimidación a los votantes y aplacaban la creciente histeria liberal sobre la esperada negativa de Trump a conceder. No querían amplificar las reclamaciones falsas al participar en ellas, ni desanimar a la gente a votar sugiriendo un juego amañado. «Cuando dices: ‘Estas afirmaciones de fraude son espurias’, lo que la gente oye es ‘fraude'», dice Shenker-Osorio. «Lo que vimos en nuestra investigación preelectoral fue que cualquier cosa que reafirmara el poder de Trump o lo presentara como un autoritario disminuía el deseo de la gente de votar».
Podhorzer, mientras tanto, advertía a todos sus conocidos que las encuestas subestimaban el apoyo a Trump. Los datos que compartió con las organizaciones de medios de comunicación que informarían sobre los resultados electorales fueron «tremendamente útiles» para entender lo que estaba ocurriendo a medida que los votos iban llegando, según un miembro de la unidad política de una importante cadena que habló con Podhorzer antes del día de las elecciones. La mayoría de los analistas habían reconocido que habría una «tendencia azul» en los campos de batalla clave -expresada en el aumento de los votos que se inclinan hacia los demócratas, impulsado por los recuentos de los votos por correo-, pero no habían comprendido cuánto mejor le iba a ir a Trump el día de las elecciones. «Era esencial poder documentar la magnitud de la oleada de votos por correo y la variación por estados», recuerda el analista.
PODER POPULAR
Las protestas a favor de la justicia racial provocadas por el asesinato de George Floyd en mayo no eran principalmente un movimiento político. Los organizadores que ayudaron a dirigirlas querían aprovechar su impulso para las elecciones sin permitir que fueran cooptadas por los políticos. Muchos de esos organizadores formaban parte de la red de Podhorzer, desde los activistas de los estados en disputa que se asociaron con la Coalición para la Defensa de la Democracia hasta las organizaciones con un papel destacado en el Movimiento por las Vidas Negras.
Decidieron que la mejor manera de garantizar que se escuchara la voz de la gente era proteger su capacidad de voto. «Empezamos a pensar en un programa que complementara el área tradicional de protección electoral, pero que tampoco se basara en llamar a la policía», afirma Nelini Stamp, directora nacional de organización del Partido de las Familias Trabajadoras. Crearon una fuerza de «defensores electorales» que, a diferencia de los observadores electorales tradicionales, estaban formados en técnicas de desescalada. Durante la votación anticipada y el día de las elecciones, rodeaban las colas de votantes en las zonas urbanas con un esfuerzo de dar «alegría a las urnas» con el fin de convertir el acto electoral en una fiesta callejera. Los organizadores negros también reclutaron a miles de trabajadores electorales para garantizar que los colegios electorales permanecieran abiertos en sus comunidades.
Las protestas durante el verano habían demostrado que el poder popular podía tener un impacto masivo. Los activistas comenzaron a prepararse para repetir las manifestaciones si Trump intentaba robar las elecciones. «Los estadounidenses planean protestas generalizadas si Trump interfiere en las elecciones«, informó Reuters en octubre, una de las muchas historias de este tipo. Más de 150 grupos liberales, desde la Marcha de las Mujeres hasta el Sierra Club y Color of Change, pasando por Democrats.com y los Socialistas Democráticos de América, se unieron a la coalición «Proteger los resultados». El sitio web del grupo, ya desaparecido, tenía un mapa con una lista de 400 manifestaciones postelectorales previstas, que se activarían mediante mensajes de texto a partir del 4 de noviembre. Para detener el golpe que temían, la izquierda estaba dispuesta a inundar las calles.
EXTRAÑOS COMPAÑEROS DE CAMA
Aproximadamente una semana antes del día de las elecciones, Podhorzer recibió un mensaje inesperado: la Cámara de Comercio de Estados Unidos quería hablar.
La AFL-CIO y la Cámara tienen una larga historia de antagonismo. Aunque ninguna de las dos organizaciones es explícitamente partidista, el influyente lobby empresarial ha destinado cientos de millones de dólares a las campañas republicanas, al igual que los sindicatos del país canalizan cientos de millones a los demócratas. Por un lado están los trabajadores y por otro los empresarios, en una eterna lucha por el poder y los recursos.
Pero entre bastidores, la comunidad empresarial estaba inmersa en sus propias discusiones sobre cómo podrían desarrollarse las elecciones y sus consecuencias. Las protestas por la justicia racial del verano también habían enviado una señal a los empresarios: la posibilidad de que se produjeran desórdenes civiles que perturbaran la economía. «Con las tensiones en aumento, había mucha preocupación por disturbios durante las elecciones, o por un colapso en nuestra forma normal de manejar unas elecciones disputadas», según Neil Bradley, vicepresidente ejecutivo y director de políticas de la Cámara. Estas preocupaciones la llevaron a publicar una declaración previa a las elecciones con la Business Roundtable, un grupo de directores generales de empresas con sede en Washington, así como con asociaciones de fabricantes, mayoristas y minoristas, en la que se pedía paciencia y confianza mientras se contaban los votos.
Pero Bradley quería enviar un mensaje más amplio y bipartidista. Se puso en contacto con Podhorzer, a través de un intermediario que ambos no quisieron nombrar. Reconociendo que su improbable alianza sería poderosa, empezaron a discutir una declaración conjunta en la que sus organizaciones se comprometían conjuntamente con unas elecciones justas y pacíficas. Eligieron cuidadosamente sus palabras y programaron la publicación de la declaración para que tuviera el máximo impacto. Mientras se ultimaba la declaración, diversos líderes cristianos manifestaron su interés en unirse a ella, ampliando aún más su alcance.
La declaración se hizo pública el día de las elecciones, con los nombres del director general de la Cámara de Comercio, Thomas Donohue, el presidente de la AFL-CIO, Richard Trumka, y los directores de la Asociación Nacional de Evangélicos y la Red Nacional del Clero Afroamericano. «Es imperativo que los funcionarios electorales tengan el espacio y el tiempo necesarios para contar todos los votos de acuerdo con las leyes vigentes», se afirmaba. «Hacemos un llamamiento a los medios de comunicación, a los candidatos y al pueblo estadounidense para que tengan paciencia con el proceso y confíen en nuestro sistema, aunque requiera más tiempo del habitual». Finalmente añadieron: «Aunque no siempre estemos de acuerdo con los resultados deseados en las votaciones, estamos unidos en nuestro llamamiento para que el proceso democrático estadounidense proceda sin violencia, intimidación o cualquier otra táctica que nos debilite como nación.»
PRESENTARSE, ESPERAR
La noche electoral comenzó con muchos demócratas desesperados. Trump iba por delante de las encuestas previas a las elecciones, ganando Florida, Ohio y Texas con facilidad y manteniendo Michigan, Wisconsin y Pennsylvania demasiado cerca como para conocerse el resultado. Pero Podhorzer estaba imperturbable cuando hablé con él esa noche: los resultados coincidían exactamente con su modelo previsto. Llevaba semanas advirtiendo que la participación de los votantes de Trump crecería. A medida que las cifras se iban conociendo, se daba cuenta de que, mientras se contaran todos los votos, Trump perdería las elecciones.
La alianza liberal se reunió para una llamada de Zoom a las 11 de la noche. Cientos de personas se unieron; muchos estaban enloquecidos. «Fue realmente importante para mí y para el equipo en ese momento ayudarlos a entender lo que ya sabíamos que era cierto», dice Angela Peoples, directora de la Coalición para la Defensa de la Democracia. Podhorzer presentó datos para mostrar al grupo que la victoria de Biden era segura.
Mientras él hablaba, Fox News sorprendió a todos dándole la victoria a Biden en Arizona. La campaña de concienciación del público había funcionado: Los presentadores de televisión se esforzaban por aconsejar precaución y enmarcar el recuento de votos con precisión. La cuestión era entonces qué hacer a continuación.
La conversación que siguió fue difícil, dirigida por los activistas encargados de la estrategia de protesta. «Queríamos ser conscientes de cuándo era el momento adecuado para convocar a las masas en la calle», dice Peoples. Por mucho que quisieran hacer una demostración de fuerza, movilizarse inmediatamente podría ser contraproducente y poner en peligro a la gente. Las protestas que se convirtieran en enfrentamientos violentos darían a Trump un pretexto para enviar agentes federales o tropas, como hizo durante el verano. Y en lugar de elevar las quejas de Trump continuando la lucha contra él, la alianza quería enviar el mensaje de que el pueblo había hablado.
Así que se corrió la voz: esperar. Protect the Results anunció que «no activaría hoy toda la red de movilización nacional, pero sigue dispuesta a activarse si es necesario.» En Twitter, los progresistas indignados se preguntaban qué estaba pasando. ¿Por qué nadie estaba tratando de detener el golpe de Trump? Dónde estaban todas las protestas?
Podhorzer da crédito a los activistas por su moderación. «Habían pasado mucho tiempo preparándose para salir a la calle el miércoles. Pero mantuvieron la calma», dice. «Desde el miércoles hasta el viernes, no hubo ni un solo incidente entre Antifa y Proud Boys como todo el mundo esperaba. Y cuando eso no se materializó, no creo que la campaña de Trump tuviera un plan B».
Los activistas reorientaron las protestas de Protect the Results hacia un fin de semana de celebración. «Contrarresten su desinformación con nuestra confianza y prepárense para celebrar«, decía la guía de mensajes que Shenker-Osorio presentó a la alianza liberal el viernes 6 de noviembre. «Declaremos y fortalezcamos nuestra victoria. La sensación es de confianza, visión de futuro y unidad, no de pasividad ni de ansiedad». Los votantes, no los candidatos, serían los protagonistas de la historia.
El día de celebración previsto coincidió con los anuncios de la victoria de Biden, el 7 de noviembre. Los activistas que bailaban en las calles de Filadelfia pusieron a todo volumen una canción de Beyoncé para acallar un intento de rueda de prensa de la campaña de Trump; la siguiente confabulación de los trumpistas estaba programada en el Four Seasons Total Landscaping, a las afueras del centro de la ciudad, lo que los activistas creen que no fue una coincidencia. «La gente de Filadelfia se adueñó de las calles de Filadelfia», afirmaba Mitchell, del Partido de las Familias Trabajadoras. «Les hicimos quedar en ridículo al contrastar nuestra alegre celebración de la democracia con su espectáculo de payasos».
Los votos se habían contado. Trump había perdido. Pero la batalla no había terminado.
LOS CINCO PASOS PARA LA VICTORIA
En las presentaciones de Podhorzer, ganar el voto era sólo el primer paso para ganar la elección. Después venía ganar el recuento, ganar la certificación, ganar el Colegio Electoral y ganar la transición -pasos que normalmente son formalidades pero que él sabía que Trump vería como oportunidades para generar perturbación. En ningún lugar sería más evidente que en Michigan, donde la presión de Trump sobre los republicanos locales estuvo peligrosamente cerca de funcionar, y donde las fuerzas liberales y conservadoras a favor de la democracia se unieron para contrarrestarla.
Eran alrededor de las 10 de la noche de las elecciones en Detroit cuando una ráfaga de mensajes de texto iluminó el teléfono de Art Reyes III. Un autobús lleno de observadores electorales republicanos había llegado al TCF Center, donde se estaban contando los votos. Se agolpaban en las mesas de recuento de votos, se negaban a llevar máscaras e insultaban a los trabajadores, en su mayoría negros. Reyes, un nativo de Flint que dirige We the People Michigan, se lo esperaba. Durante meses, los grupos conservadores habían estado sembrando la sospecha del fraude en el voto urbano. «El lenguaje era: ‘Van a robar las elecciones; habrá fraude en Detroit’, mucho antes de que se emitiera ningún voto», dice Reyes.
Activistas a favor de Trump, buscando interrumpir el conteo de votos en el TCF Center, en Detroit, Michigan, el 4 de noviembre de 2020.
Se dirigió a la arena y avisó a su red. En 45 minutos habían llegado docenas de refuerzos. Cuando entraron en el estadio para contrarrestar a los observadores del Partido Republicano que estaban dentro, Reyes anotó sus números de teléfono móvil y los añadió a una enorme cadena de mensajería de texto. Los activistas por la justicia racial de la organización Detroit Will Breathe trabajaron junto a las mujeres de los suburbios del grupo Fems for Dems y funcionarios electos locales. Reyes se marchó a las 3 de la madrugada y entregó la cadena de mensajes de texto a un activista.
Mientras trazaban los pasos del proceso de certificación de las elecciones, los activistas se decantaron por una estrategia que ponía en primer plano el derecho del pueblo a decidir, exigiendo que se escucharan sus voces y llamando la atención sobre las implicaciones raciales de la privación de derechos a los negros de Detroit. Inundaron la reunión de certificación de la junta electoral del condado de Wayne el 17 de noviembre con mensajes testimoniales; a pesar de un tuit de Trump, los miembros republicanos de la junta certificaron los votos de Detroit.
Las juntas electorales eran un punto de presión; otro eran las legislaturas controladas por el GOP, que Trump creía que podían declarar nulas las elecciones y nombrar a sus propios electores. Así que el presidente invitó a los líderes republicanos de la legislatura de Michigan, el presidente de la Cámara de Representantes Lee Chatfield y el líder de la mayoría del Senado Mike Shirkey, a Washington el 20 de noviembre.
Fue un momento peligroso. Si Chatfield y Shirkey accedían a hacer la voluntad de Trump, los republicanos de otros estados podrían ser intimidados de manera similar. «Me preocupaba que las cosas se pusieran muy extrañas», afirma Jeff Timmer, un ex director ejecutivo del GOP de Michigan convertido en activista anti-Trump. Norm Eisen lo describe como «el momento más aterrador» de toda la elección.
Los defensores de la democracia se lanzaron a por todas. Los contactos locales de Protect Democracy investigaron cuáles podían ser los motivos personales y políticos de los legisladores. Issue One publicó anuncios de televisión en Lansing. Bradley, de la Cámara, siguió de cerca el proceso. Wamp, ex congresista republicano, llamó a su antiguo colega Mike Rogers, que escribió un artículo de opinión para los periódicos de Detroit en el que instaba a los funcionarios a cumplir la voluntad de los votantes. Tres ex gobernadores de Michigan -los republicanos John Engler y Rick Snyder y la demócrata Jennifer Granholm- pidieron conjuntamente que los votos de Michigan al Colegio Electoral se emitieran sin presiones de la Casa Blanca. Engler, antiguo director de la Business Roundtable, hizo llamadas telefónicas a donantes influyentes y a otros veteranos dirigentes del GOP que privadamente pudieran presionar a los legisladores.
Las fuerzas pro-democracia se enfrentaban a un GOP de Michigan trumpificado y controlado por aliados de Ronna McDaniel, la presidenta del Comité Nacional Republicano, y Betsy DeVos, la ex secretaria de Educación y miembro de una familia multimillonaria de donantes del GOP. En una llamada con su equipo el 18 de noviembre, Bassin se desahogó diciendo que la presión de su bando no era rival para lo que Trump podía ofrecer. «Por supuesto que va a intentar ofrecerles algo», recuerda Bassin que pensó. «¡Jefe de la Fuerza Espacial! ¡Embajador en donde sea! No podemos competir con eso ofreciendo zanahorias. Necesitamos un palo».
Bassin razonó que si Trump ofrecía algo a cambio de un favor personal, eso constituiría probablemente un soborno. Llamó por teléfono a Richard Primus, profesor de Derecho de la Universidad de Michigan, para ver si Primus estaba de acuerdo y si haría público el argumento. Primus dijo que creía que la reunión en sí era inapropiada, y se puso a trabajar en un artículo de opinión para Politico en el que advertía que el fiscal general del estado -demócrata- no tendría más remedio que investigar. Cuando el artículo se publicó el 19 de noviembre, el director de comunicaciones del fiscal general lo tuiteó. Protect Democracy no tardó en saber que los legisladores planeaban llevar abogados a la reunión con Trump al día siguiente.
Los activistas de Reyes escudriñaron los horarios de los vuelos y acudieron a los aeropuertos en ambos extremos del viaje de Shirkey a D.C., para subrayar que los legisladores estaban siendo observados. Tras la reunión, ambos anunciaron que habían exigido al Presidente ayuda a sus electores por el COVID-19, y le informaron de que no tenían ningún papel en el proceso electoral. Luego se fueron a tomar una copa al hotel de Trump en la Avenida Pennsylvania. Un artista callejero proyectó sus imágenes en el exterior del edificio junto con las palabras EL MUNDO ESTÁ OBSERVANDO.
Quedaba un último paso: la junta estatal de escrutinio, formada por dos demócratas y dos republicanos. Nadie esperaba que uno de los republicanos, un trumpista empleado de la organización política sin fines de lucro de la familia DeVos, votara a favor de la certificación. El otro republicano de la junta era un abogado poco conocido llamado Aaron Van Langevelde. No había enviado ninguna señal sobre lo que pensaba hacer, dejando a todos en vilo.
Cuando comenzó la reunión, los activistas de Reyes inundaron Twitter con su hashtag, #alleyesonmi. Una junta acostumbrada a la asistencia de un solo dígito se enfrentó de repente a una audiencia de miles de personas. En las horas de testimonio, los activistas enfatizaron su mensaje de respetar los deseos de los votantes y afirmar la democracia en lugar de regañar a los funcionarios. Van Langevelde no tardó en señalar que seguiría los precedentes. La votación fue 3-0 para certificar; el otro republicano se abstuvo.
Después de eso, las fichas de dominó cayeron. Pensilvania, Wisconsin y el resto de los estados certificaron a sus electores. Los funcionarios republicanos de Arizona y Georgia se enfrentaron al acoso de Trump. Y el Colegio Electoral votó según lo previsto el 14 de diciembre.
LO CERCA QUE ESTUVIMOS
Había un último hito en la mente de Podhorzer: El 6 de enero. El día en que el Congreso se reuniría para hacer el recuento electoral, Trump convocó a sus partidarios a D.C. para un mitin.
Para su sorpresa, los miles de personas que respondieron a su llamada no tuvieron enfrente ninguna contramanifestación. Para preservar la seguridad y asegurarse de que no se les podía culpar de ningún caos, la izquierda activista estaba «desaconsejando enérgicamente la actividad contraria», me envió Podhorzer un mensaje de texto la mañana del 6 de enero, con un emoji de dedos cruzados.
Trump se dirigió a la multitud esa tarde, vendiendo la mentira de que los legisladores o el vicepresidente Mike Pence podían rechazar los votos electorales de los estados. Les dijo que fueran al Capitolio y «lucharan como locos«. Luego regresó a la Casa Blanca mientras saqueaban el edificio. Mientras los legisladores huían para salvar sus vidas y sus propios partidarios eran disparados y pisoteados, Trump elogió a los alborotadores como personas «muy especiales.»
Fue su último ataque a la democracia, y una vez más, fracasó. Al retirarse, los defensores de la democracia superaron a sus enemigos. «Ganamos por los pelos, honestamente, y ese es un punto importante que la gente debe entender», dice Peoples, de la Coalición de Defensa de la Democracia. «Algunos están tentados de pensar que los votantes decidieron y la democracia ganó. Pero es un error creer que este ciclo electoral ha sido una demostración de fuerza para la democracia. Más bien mostró lo vulnerable que ella puede ser«.
Los miembros de la alianza para proteger las elecciones han tomado caminos distintos. La Coalición para la Defensa de la Democracia se ha disuelto, aunque la Mesa de Lucha sigue viva. Protect Democracy y los defensores del buen gobierno han centrado su atención en las reformas urgentes en el Congreso. Los activistas de izquierda están presionando a los demócratas recién empoderados para que se acuerden de los votantes que los pusieron allí, mientras que los grupos de derechos civiles están en guardia contra nuevos ataques al voto. Los líderes empresariales denunciaron el ataque del 6 de enero, y algunos dicen que ya no donarán a los legisladores que se negaron a certificar la victoria de Biden. Podhorzer y sus aliados siguen celebrando sus sesiones de estrategia vía Zoom, midiendo las opiniones de los votantes y desarrollando nuevos mensajes. Y Trump está en Florida, enfrentándose a su segunda destitución, privado de las cuentas de Twitter y Facebook que utilizó para llevar a la nación a un punto de ruptura.
Mientras preparaba este artículo en noviembre y diciembre, escuché diferentes afirmaciones sobre quién debería recibir el crédito por frustrar el complot de Trump. Los liberales argumentaron que no se debía pasar por alto el papel del poder popular ascendente, en particular las contribuciones de la gente de color y los activistas locales de base. Otros destacaron el heroísmo de funcionarios del Partido Republicano como Van Langevelde y el secretario de Estado de Georgia, Brad Raffensperger, que se enfrentaron a Trump con un coste considerable. La verdad es que ninguno de los dos podría haber triunfado sin el otro. «Es asombroso lo cerca que estuvimos, lo frágil que es todo esto en realidad», dice Timmer, ex director ejecutivo del GOP de Michigan. «Es como cuando Wile E. Coyote corre por el acantilado: si no miras hacia abajo, no te caes. Nuestra democracia sólo sobrevive si todos creemos y no miramos hacia abajo».
Al final, la democracia ganó. La voluntad del pueblo prevaleció. Pero es una locura, en retrospectiva, que esto es lo que se necesitó para poner en marcha una elección en los Estados Unidos de América.
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ORIGINAL EN TIME MAGAZINE:
The Secret History of the Shadow Campaign That Saved the 2020 Election
A weird thing happened right after the Nov. 3 election: nothing.
The nation was braced for chaos. Liberal groups had vowed to take to the streets, planning hundreds of protests across the country. Right-wing militias were girding for battle. In a poll before Election Day, 75% of Americans voiced concern about violence.
Instead, an eerie quiet descended. As President Trump refused to concede, the response was not mass action but crickets. When media organizations called the race for Joe Biden on Nov. 7, jubilation broke out instead, as people thronged cities across the U.S. to celebrate the democratic process that resulted in Trump’s ouster.
A second odd thing happened amid Trump’s attempts to reverse the result: corporate America turned on him. Hundreds of major business leaders, many of whom had backed Trump’s candidacy and supported his policies, called on him to concede. To the President, something felt amiss. “It was all very, very strange,” Trump said on Dec. 2. “Within days after the election, we witnessed an orchestrated effort to anoint the winner, even while many key states were still being counted.”
In a way, Trump was right.
There was a conspiracy unfolding behind the scenes, one that both curtailed the protests and coordinated the resistance from CEOs. Both surprises were the result of an informal alliance between left-wing activists and business titans. The pact was formalized in a terse, little-noticed joint statement of the U.S. Chamber of Commerce and AFL-CIO published on Election Day. Both sides would come to see it as a sort of implicit bargain–inspired by the summer’s massive, sometimes destructive racial-justice protests–in which the forces of labor came together with the forces of capital to keep the peace and oppose Trump’s assault on democracy.
The handshake between business and labor was just one component of a vast, cross-partisan campaign to protect the election–an extraordinary shadow effort dedicated not to winning the vote but to ensuring it would be free and fair, credible and uncorrupted. For more than a year, a loosely organized coalition of operatives scrambled to shore up America’s institutions as they came under simultaneous attack from a remorseless pandemic and an autocratically inclined President. Though much of this activity took place on the left, it was separate from the Biden campaign and crossed ideological lines, with crucial contributions by nonpartisan and conservative actors. The scenario the shadow campaigners were desperate to stop was not a Trump victory. It was an election so calamitous that no result could be discerned at all, a failure of the central act of democratic self-governance that has been a hallmark of America since its founding.
Their work touched every aspect of the election. They got states to change voting systems and laws and helped secure hundreds of millions in public and private funding. They fended off voter-suppression lawsuits, recruited armies of poll workers and got millions of people to vote by mail for the first time. They successfully pressured social media companies to take a harder line against disinformation and used data-driven strategies to fight viral smears. They executed national public-awareness campaigns that helped Americans understand how the vote count would unfold over days or weeks, preventing Trump’s conspiracy theories and false claims of victory from getting more traction. After Election Day, they monitored every pressure point to ensure that Trump could not overturn the result. “The untold story of the election is the thousands of people of both parties who accomplished the triumph of American democracy at its very foundation,” says Norm Eisen, a prominent lawyer and former Obama Administration official who recruited Republicans and Democrats to the board of the Voter Protection Program.
For Trump and his allies were running their own campaign to spoil the election. The President spent months insisting that mail ballots were a Democratic plot and the election would be “rigged.” His henchmen at the state level sought to block their use, while his lawyers brought dozens of spurious suits to make it more difficult to vote–an intensification of the GOP’s legacy of suppressive tactics. Before the election, Trump plotted to block a legitimate vote count. And he spent the months following Nov. 3 trying to steal the election he’d lost–with lawsuits and conspiracy theories, pressure on state and local officials, and finally summoning his army of supporters to the Jan. 6 rally that ended in deadly violence at the Capitol.
The democracy campaigners watched with alarm. “Every week, we felt like we were in a struggle to try to pull off this election without the country going through a real dangerous moment of unraveling,” says former GOP Representative Zach Wamp, a Trump supporter who helped coordinate a bipartisan election-protection council. “We can look back and say this thing went pretty well, but it was not at all clear in September and October that that was going to be the case.”
Michelle Gustafson for TIME
This is the inside story of the conspiracy to save the 2020 election, based on access to the group’s inner workings, never-before-seen documents and interviews with dozens of those involved from across the political spectrum. It is the story of an unprecedented, creative and determined campaign whose success also reveals how close the nation came to disaster. “Every attempt to interfere with the proper outcome of the election was defeated,” says Ian Bassin, co-founder of Protect Democracy, a nonpartisan rule-of-law advocacy group. “But it’s massively important for the country to understand that it didn’t happen accidentally. The system didn’t work magically. Democracy is not self-executing.”
That’s why the participants want the secret history of the 2020 election told, even though it sounds like a paranoid fever dream–a well-funded cabal of powerful people, ranging across industries and ideologies, working together behind the scenes to influence perceptions, change rules and laws, steer media coverage and control the flow of information. They were not rigging the election; they were fortifying it. And they believe the public needs to understand the system’s fragility in order to ensure that democracy in America endures.
THE ARCHITECT
Sometime in the fall of 2019, Mike Podhorzer became convinced the election was headed for disaster–and determined to protect it.
This was not his usual purview. For nearly a quarter-century, Podhorzer, senior adviser to the president of the AFL-CIO, the nation’s largest union federation, has marshaled the latest tactics and data to help its favored candidates win elections. Unassuming and professorial, he isn’t the sort of hair-gelled “political strategist” who shows up on cable news. Among Democratic insiders, he’s known as the wizard behind some of the biggest advances in political technology in recent decades. A group of liberal strategists he brought together in the early 2000s led to the creation of the Analyst Institute, a secretive firm that applies scientific methods to political campaigns. He was also involved in the founding of Catalist, the flagship progressive data company.
The endless chatter in Washington about “political strategy,” Podhorzer believes, has little to do with how change really gets made. “My basic take on politics is that it’s all pretty obvious if you don’t overthink it or swallow the prevailing frameworks whole,” he once wrote. “After that, just relentlessly identify your assumptions and challenge them.” Podhorzer applies that approach to everything: when he coached his now adult son’s Little League team in the D.C. suburbs, he trained the boys not to swing at most pitches–a tactic that infuriated both their and their opponents’ parents, but won the team a series of championships.
Trump’s election in 2016–credited in part to his unusual strength among the sort of blue collar white voters who once dominated the AFL-CIO–prompted Podhorzer to question his assumptions about voter behavior. He began circulating weekly number-crunching memos to a small circle of allies and hosting strategy sessions in D.C. But when he began to worry about the election itself, he didn’t want to seem paranoid. It was only after months of research that he introduced his concerns in his newsletter in October 2019. The usual tools of data, analytics and polling would not be sufficient in a situation where the President himself was trying to disrupt the election, he wrote. “Most of our planning takes us through Election Day,” he noted. “But, we are not prepared for the two most likely outcomes”–Trump losing and refusing to concede, and Trump winning the Electoral College (despite losing the popular vote) by corrupting the voting process in key states. “We desperately need to systematically ‘red-team’ this election so that we can anticipate and plan for the worst we know will be coming our way.”
It turned out Podhorzer wasn’t the only one thinking in these terms. He began to hear from others eager to join forces. The Fight Back Table, a coalition of “resistance” organizations, had begun scenario-planning around the potential for a contested election, gathering liberal activists at the local and national level into what they called the Democracy Defense Coalition. Voting-rights and civil rights organizations were raising alarms. A group of former elected officials was researching emergency powers they feared Trump might exploit. Protect Democracy was assembling a bipartisan election-crisis task force. “It turned out that once you said it out loud, people agreed,” Podhorzer says, “and it started building momentum.”
He spent months pondering scenarios and talking to experts. It wasn’t hard to find liberals who saw Trump as a dangerous dictator, but Podhorzer was careful to steer clear of hysteria. What he wanted to know was not how American democracy was dying but how it might be kept alive. The chief difference between the U.S. and countries that lost their grip on democracy, he concluded, was that America’s decentralized election system couldn’t be rigged in one fell swoop. That presented an opportunity to shore it up.
THE ALLIANCE
On March 3, Podhorzer drafted a three-page confidential memo titled “Threats to the 2020 Election.” “Trump has made it clear that this will not be a fair election, and that he will reject anything but his own re-election as ‘fake’ and rigged,” he wrote. “On Nov. 3, should the media report otherwise, he will use the right-wing information system to establish his narrative and incite his supporters to protest.” The memo laid out four categories of challenges: attacks on voters, attacks on election administration, attacks on Trump’s political opponents and “efforts to reverse the results of the election.”
Then COVID-19 erupted at the height of the primary-election season. Normal methods of voting were no longer safe for voters or the mostly elderly volunteers who normally staff polling places. But political disagreements, intensified by Trump’s crusade against mail voting, prevented some states from making it easier to vote absentee and for jurisdictions to count those votes in a timely manner. Chaos ensued. Ohio shut down in-person voting for its primary, leading to minuscule turnout. A poll-worker shortage in Milwaukee–where Wisconsin’s heavily Democratic Black population is concentrated–left just five open polling places, down from 182. In New York, vote counting took more than a month.
Suddenly, the potential for a November meltdown was obvious. In his apartment in the D.C. suburbs, Podhorzer began working from his laptop at his kitchen table, holding back-to-back Zoom meetings for hours a day with his network of contacts across the progressive universe: the labor movement; the institutional left, like Planned Parenthood and Greenpeace; resistance groups like Indivisible and MoveOn; progressive data geeks and strategists, representatives of donors and foundations, state-level grassroots organizers, racial-justice activists and others.
In April, Podhorzer began hosting a weekly 2½-hour Zoom. It was structured around a series of rapid-fire five-minute presentations on everything from which ads were working to messaging to legal strategy. The invitation-only gatherings soon attracted hundreds, creating a rare shared base of knowledge for the fractious progressive movement. “At the risk of talking trash about the left, there’s not a lot of good information sharing,” says Anat Shenker-Osorio, a close Podhorzer friend whose poll-tested messaging guidance shaped the group’s approach. “There’s a lot of not-invented-here syndrome, where people won’t consider a good idea if they didn’t come up with it.”
The meetings became the galactic center for a constellation of operatives across the left who shared overlapping goals but didn’t usually work in concert. The group had no name, no leaders and no hierarchy, but it kept the disparate actors in sync. “Pod played a critical behind-the-scenes role in keeping different pieces of the movement infrastructure in communication and aligned,” says Maurice Mitchell, national director of the Working Families Party. “You have the litigation space, the organizing space, the political people just focused on the W, and their strategies aren’t always aligned. He allowed this ecosystem to work together.”
Protecting the election would require an effort of unprecedented scale. As 2020 progressed, it stretched to Congress, Silicon Valley and the nation’s statehouses. It drew energy from the summer’s racial-justice protests, many of whose leaders were a key part of the liberal alliance. And eventually it reached across the aisle, into the world of Trump-skeptical Republicans appalled by his attacks on democracy.
SECURING THE VOTE
The first task was overhauling America’s balky election infrastructure–in the middle of a pandemic. For the thousands of local, mostly nonpartisan officials who administer elections, the most urgent need was money. They needed protective equipment like masks, gloves and hand sanitizer. They needed to pay for postcards letting people know they could vote absentee–or, in some states, to mail ballots to every voter. They needed additional staff and scanners to process ballots.
In March, activists appealed to Congress to steer COVID relief money to election administration. Led by the Leadership Conference on Civil and Human Rights, more than 150 organizations signed a letter to every member of Congress seeking $2 billion in election funding. It was somewhat successful: the CARES Act, passed later that month, contained $400 million in grants to state election administrators. But the next tranche of relief funding didn’t add to that number. It wasn’t going to be enough.
Private philanthropy stepped into the breach. An assortment of foundations contributed tens of millions in election-administration funding. The Chan Zuckerberg Initiative chipped in $300 million. “It was a failure at the federal level that 2,500 local election officials were forced to apply for philanthropic grants to fill their needs,” says Amber McReynolds, a former Denver election official who heads the nonpartisan National Vote at Home Institute.
McReynolds’ two-year-old organization became a clearinghouse for a nation struggling to adapt. The institute gave secretaries of state from both parties technical advice on everything from which vendors to use to how to locate drop boxes. Local officials are the most trusted sources of election information, but few can afford a press secretary, so the institute distributed communications tool kits. In a presentation to Podhorzer’s group, McReynolds detailed the importance of absentee ballots for shortening lines at polling places and preventing an election crisis.
The institute’s work helped 37 states and D.C. bolster mail voting. But it wouldn’t be worth much if people didn’t take advantage. Part of the challenge was logistical: each state has different rules for when and how ballots should be requested and returned. The Voter Participation Center, which in a normal year would have deployed canvassers door-to-door to get out the vote, instead conducted focus groups in April and May to find out what would get people to vote by mail. In August and September, it sent ballot applications to 15 million people in key states, 4.6 million of whom returned them. In mailings and digital ads, the group urged people not to wait for Election Day. “All the work we have done for 17 years was built for this moment of bringing democracy to people’s doorsteps,” says Tom Lopach, the center’s CEO.
The effort had to overcome heightened skepticism in some communities. Many Black voters preferred to exercise their franchise in person or didn’t trust the mail. National civil rights groups worked with local organizations to get the word out that this was the best way to ensure one’s vote was counted. In Philadelphia, for example, advocates distributed “voting safety kits” containing masks, hand sanitizer and informational brochures. “We had to get the message out that this is safe, reliable, and you can trust it,” says Hannah Fried of All Voting Is Local.
At the same time, Democratic lawyers battled a historic tide of pre-election litigation. The pandemic intensified the parties’ usual tangling in the courts. But the lawyers noticed something else as well. “The litigation brought by the Trump campaign, of a piece with the broader campaign to sow doubt about mail voting, was making novel claims and using theories no court has ever accepted,” says Wendy Weiser, a voting-rights expert at the Brennan Center for Justice at NYU. “They read more like lawsuits designed to send a message rather than achieve a legal outcome.”
In the end, nearly half the electorate cast ballots by mail in 2020, practically a revolution in how people vote. About a quarter voted early in person. Only a quarter of voters cast their ballots the traditional way: in person on Election Day.
THE DISINFORMATION DEFENSE
Bad actors spreading false information is nothing new. For decades, campaigns have grappled with everything from anonymous calls claiming the election has been rescheduled to fliers spreading nasty smears about candidates’ families. But Trump’s lies and conspiracy theories, the viral force of social media and the involvement of foreign meddlers made disinformation a broader, deeper threat to the 2020 vote.
Laura Quinn, a veteran progressive operative who co-founded Catalist, began studying this problem a few years ago. She piloted a nameless, secret project, which she has never before publicly discussed, that tracked disinformation online and tried to figure out how to combat it. One component was tracking dangerous lies that might otherwise spread unnoticed. Researchers then provided information to campaigners or the media to track down the sources and expose them.
The most important takeaway from Quinn’s research, however, was that engaging with toxic content only made it worse. “When you get attacked, the instinct is to push back, call it out, say, ‘This isn’t true,’” Quinn says. “But the more engagement something gets, the more the platforms boost it. The algorithm reads that as, ‘Oh, this is popular; people want more of it.’”
The solution, she concluded, was to pressure platforms to enforce their rules, both by removing content or accounts that spread disinformation and by more aggressively policing it in the first place. “The platforms have policies against certain types of malign behavior, but they haven’t been enforcing them,” she says.
Quinn’s research gave ammunition to advocates pushing social media platforms to take a harder line. In November 2019, Mark Zuckerberg invited nine civil rights leaders to dinner at his home, where they warned him about the danger of the election-related falsehoods that were already spreading unchecked. “It took pushing, urging, conversations, brainstorming, all of that to get to a place where we ended up with more rigorous rules and enforcement,” says Vanita Gupta, president and CEO of the Leadership Conference on Civil and Human Rights, who attended the dinner and also met with Twitter CEO Jack Dorsey and others. (Gupta has been nominated for Associate Attorney General by President Biden.) “It was a struggle, but we got to the point where they understood the problem. Was it enough? Probably not. Was it later than we wanted? Yes. But it was really important, given the level of official disinformation, that they had those rules in place and were tagging things and taking them down.”
SPREADING THE WORD
Beyond battling bad information, there was a need to explain a rapidly changing election process. It was crucial for voters to understand that despite what Trump was saying, mail-in votes weren’t susceptible to fraud and that it would be normal if some states weren’t finished counting votes on election night.
Dick Gephardt, the Democratic former House leader turned high-powered lobbyist, spearheaded one coalition. “We wanted to get a really bipartisan group of former elected officials, Cabinet secretaries, military leaders and so on, aimed mainly at messaging to the public but also speaking to local officials–the secretaries of state, attorneys general, governors who would be in the eye of the storm–to let them know we wanted to help,” says Gephardt, who worked his contacts in the private sector to put $20 million behind the effort.
Wamp, the former GOP Congressman, worked through the nonpartisan reform group Issue One to rally Republicans. “We thought we should bring some bipartisan element of unity around what constitutes a free and fair election,” Wamp says. The 22 Democrats and 22 Republicans on the National Council on Election Integrity met on Zoom at least once a week. They ran ads in six states, made statements, wrote articles and alerted local officials to potential problems. “We had rabid Trump supporters who agreed to serve on the council based on the idea that this is honest,” Wamp says. This is going to be just as important, he told them, to convince the liberals when Trump wins. “Whichever way it cuts, we’re going to stick together.”
The Voting Rights Lab and IntoAction created state-specific memes and graphics, spread by email, text, Twitter, Facebook, Instagram and TikTok, urging that every vote be counted. Together, they were viewed more than 1 billion times. Protect Democracy’s election task force issued reports and held media briefings with high-profile experts across the political spectrum, resulting in widespread coverage of potential election issues and fact-checking of Trump’s false claims. The organization’s tracking polls found the message was being heard: the percentage of the public that didn’t expect to know the winner on election night gradually rose until by late October, it was over 70%. A majority also believed that a prolonged count wasn’t a sign of problems. “We knew exactly what Trump was going to do: he was going to try to use the fact that Democrats voted by mail and Republicans voted in person to make it look like he was ahead, claim victory, say the mail-in votes were fraudulent and try to get them thrown out,” says Protect Democracy’s Bassin. Setting public expectations ahead of time helped undercut those lies.
The alliance took a common set of themes from the research Shenker-Osorio presented at Podhorzer’s Zooms. Studies have shown that when people don’t think their vote will count or fear casting it will be a hassle, they’re far less likely to participate. Throughout election season, members of Podhorzer’s group minimized incidents of voter intimidation and tamped down rising liberal hysteria about Trump’s expected refusal to concede. They didn’t want to amplify false claims by engaging them, or put people off voting by suggesting a rigged game. “When you say, ‘These claims of fraud are spurious,’ what people hear is ‘fraud,’” Shenker-Osorio says. “What we saw in our pre-election research was that anything that reaffirmed Trump’s power or cast him as an authoritarian diminished people’s desire to vote.”
Podhorzer, meanwhile, was warning everyone he knew that polls were underestimating Trump’s support. The data he shared with media organizations who would be calling the election was “tremendously useful” to understand what was happening as the votes rolled in, according to a member of a major network’s political unit who spoke with Podhorzer before Election Day. Most analysts had recognized there would be a “blue shift” in key battlegrounds– the surge of votes breaking toward Democrats, driven by tallies of mail-in ballots– but they hadn’t comprehended how much better Trump was likely to do on Election Day. “Being able to document how big the absentee wave would be and the variance by state was essential,” the analyst says.
PEOPLE POWER
The racial-justice uprising sparked by George Floyd’s killing in May was not primarily a political movement. The organizers who helped lead it wanted to harness its momentum for the election without allowing it to be co-opted by politicians. Many of those organizers were part of Podhorzer’s network, from the activists in battleground states who partnered with the Democracy Defense Coalition to organizations with leading roles in the Movement for Black Lives.
The best way to ensure people’s voices were heard, they decided, was to protect their ability to vote. “We started thinking about a program that would complement the traditional election-protection area but also didn’t rely on calling the police,” says Nelini Stamp, the Working Families Party’s national organizing director. They created a force of “election defenders” who, unlike traditional poll watchers, were trained in de-escalation techniques. During early voting and on Election Day, they surrounded lines of voters in urban areas with a “joy to the polls” effort that turned the act of casting a ballot into a street party. Black organizers also recruited thousands of poll workers to ensure polling places would stay open in their communities.
The summer uprising had shown that people power could have a massive impact. Activists began preparing to reprise the demonstrations if Trump tried to steal the election. “Americans plan widespread protests if Trump interferes with election,” Reuters reported in October, one of many such stories. More than 150 liberal groups, from the Women’s March to the Sierra Club to Color of Change, from Democrats.com to the Democratic Socialists of America, joined the “Protect the Results” coalition. The group’s now defunct website had a map listing 400 planned postelection demonstrations, to be activated via text message as soon as Nov. 4. To stop the coup they feared, the left was ready to flood the streets.
STRANGE BEDFELLOWS
About a week before Election Day, Podhorzer received an unexpected message: the U.S. Chamber of Commerce wanted to talk.
The AFL-CIO and the Chamber have a long history of antagonism. Though neither organization is explicitly partisan, the influential business lobby has poured hundreds of millions of dollars into Republican campaigns, just as the nation’s unions funnel hundreds of millions to Democrats. On one side is labor, on the other management, locked in an eternal struggle for power and resources.
But behind the scenes, the business community was engaged in its own anxious discussions about how the election and its aftermath might unfold. The summer’s racial-justice protests had sent a signal to business owners too: the potential for economy-disrupting civil disorder. “With tensions running high, there was a lot of concern about unrest around the election, or a breakdown in our normal way we handle contentious elections,” says Neil Bradley, the Chamber’s executive vice president and chief policy officer. These worries had led the Chamber to release a pre-election statement with the Business Roundtable, a Washington-based CEOs’ group, as well as associations of manufacturers, wholesalers and retailers, calling for patience and confidence as votes were counted.
But Bradley wanted to send a broader, more bipartisan message. He reached out to Podhorzer, through an intermediary both men declined to name. Agreeing that their unlikely alliance would be powerful, they began to discuss a joint statement pledging their organizations’ shared commitment to a fair and peaceful election. They chose their words carefully and scheduled the statement’s release for maximum impact. As it was being finalized, Christian leaders signaled their interest in joining, further broadening its reach.
The statement was released on Election Day, under the names of Chamber CEO Thomas Donohue, AFL-CIO president Richard Trumka, and the heads of the National Association of Evangelicals and the National African American Clergy Network. “It is imperative that election officials be given the space and time to count every vote in accordance with applicable laws,” it stated. “We call on the media, the candidates and the American people to exercise patience with the process and trust in our system, even if it requires more time than usual.” The groups added, “Although we may not always agree on desired outcomes up and down the ballot, we are united in our call for the American democratic process to proceed without violence, intimidation or any other tactic that makes us weaker as a nation.”
SHOWING UP, STANDING DOWN
Election night began with many Democrats despairing. Trump was running ahead of pre-election polling, winning Florida, Ohio and Texas easily and keeping Michigan, Wisconsin and Pennsylvania too close to call. But Podhorzer was unperturbed when I spoke to him that night: the returns were exactly in line with his modeling. He had been warning for weeks that Trump voters’ turnout was surging. As the numbers dribbled out, he could tell that as long as all the votes were counted, Trump would lose.
The liberal alliance gathered for an 11 p.m. Zoom call. Hundreds joined; many were freaking out. “It was really important for me and the team in that moment to help ground people in what we had already known was true,” says Angela Peoples, director for the Democracy Defense Coalition. Podhorzer presented data to show the group that victory was in hand.
While he was talking, Fox News surprised everyone by calling Arizona for Biden. The public-awareness campaign had worked: TV anchors were bending over backward to counsel caution and frame the vote count accurately. The question then became what to do next.
The conversation that followed was a difficult one, led by the activists charged with the protest strategy. “We wanted to be mindful of when was the right time to call for moving masses of people into the street,” Peoples says. As much as they were eager to mount a show of strength, mobilizing immediately could backfire and put people at risk. Protests that devolved into violent clashes would give Trump a pretext to send in federal agents or troops as he had over the summer. And rather than elevate Trump’s complaints by continuing to fight him, the alliance wanted to send the message that the people had spoken.
So the word went out: stand down. Protect the Results announced that it would “not be activating the entire national mobilization network today, but remains ready to activate if necessary.” On Twitter, outraged progressives wondered what was going on. Why wasn’t anyone trying to stop Trump’s coup? Where were all the protests?
Podhorzer credits the activists for their restraint. “They had spent so much time getting ready to hit the streets on Wednesday. But they did it,” he says. “Wednesday through Friday, there was not a single Antifa vs. Proud Boys incident like everyone was expecting. And when that didn’t materialize, I don’t think the Trump campaign had a backup plan.”
Activists reoriented the Protect the Results protests toward a weekend of celebration. “Counter their disinfo with our confidence & get ready to celebrate,” read the messaging guidance Shenker-Osorio presented to the liberal alliance on Friday, Nov. 6. “Declare and fortify our win. Vibe: confident, forward-looking, unified–NOT passive, anxious.” The voters, not the candidates, would be the protagonists of the story.
The planned day of celebration happened to coincide with the election being called on Nov. 7. Activists dancing in the streets of Philadelphia blasted Beyoncé over an attempted Trump campaign press conference; the Trumpers’ next confab was scheduled for Four Seasons Total Landscaping outside the city center, which activists believe was not a coincidence. “The people of Philadelphia owned the streets of Philadelphia,” crows the Working Families Party’s Mitchell. “We made them look ridiculous by contrasting our joyous celebration of democracy with their clown show.”
The votes had been counted. Trump had lost. But the battle wasn’t over.
THE FIVE STEPS TO VICTORY
In Podhorzer’s presentations, winning the vote was only the first step to winning the election. After that came winning the count, winning the certification, winning the Electoral College and winning the transition–steps that are normally formalities but that he knew Trump would see as opportunities for disruption. Nowhere would that be more evident than in Michigan, where Trump’s pressure on local Republicans came perilously close to working–and where liberal and conservative pro-democracy forces joined to counter it.
It was around 10 p.m. on election night in Detroit when a flurry of texts lit up the phone of Art Reyes III. A busload of Republican election observers had arrived at the TCF Center, where votes were being tallied. They were crowding the vote-counting tables, refusing to wear masks, heckling the mostly Black workers. Reyes, a Flint native who leads We the People Michigan, was expecting this. For months, conservative groups had been sowing suspicion about urban vote fraud. “The language was, ‘They’re going to steal the election; there will be fraud in Detroit,’ long before any vote was cast,” Reyes says.
He made his way to the arena and sent word to his network. Within 45 minutes, dozens of reinforcements had arrived. As they entered the arena to provide a counterweight to the GOP observers inside, Reyes took down their cell-phone numbers and added them to a massive text chain. Racial-justice activists from Detroit Will Breathe worked alongside suburban women from Fems for Dems and local elected officials. Reyes left at 3 a.m., handing the text chain over to a disability activist.
As they mapped out the steps in the election-certification process, activists settled on a strategy of foregrounding the people’s right to decide, demanding their voices be heard and calling attention to the racial implications of disenfranchising Black Detroiters. They flooded the Wayne County canvassing board’s Nov. 17 certification meeting with on-message testimony; despite a Trump tweet, the Republican board members certified Detroit’s votes.
Election boards were one pressure point; another was GOP-controlled legislatures, who Trump believed could declare the election void and appoint their own electors. And so the President invited the GOP leaders of the Michigan legislature, House Speaker Lee Chatfield and Senate majority leader Mike Shirkey, to Washington on Nov. 20.
It was a perilous moment. If Chatfield and Shirkey agreed to do Trump’s bidding, Republicans in other states might be similarly bullied. “I was concerned things were going to get weird,” says Jeff Timmer, a former Michigan GOP executive director turned anti-Trump activist. Norm Eisen describes it as “the scariest moment” of the entire election.
The democracy defenders launched a full-court press. Protect Democracy’s local contacts researched the lawmakers’ personal and political motives. Issue One ran television ads in Lansing. The Chamber’s Bradley kept close tabs on the process. Wamp, the former Republican Congressman, called his former colleague Mike Rogers, who wrote an op-ed for the Detroit newspapers urging officials to honor the will of the voters. Three former Michigan governors–Republicans John Engler and Rick Snyder and Democrat Jennifer Granholm–jointly called for Michigan’s electoral votes to be cast free of pressure from the White House. Engler, a former head of the Business Roundtable, made phone calls to influential donors and fellow GOP elder statesmen who could press the lawmakers privately.
The pro-democracy forces were up against a Trumpified Michigan GOP controlled by allies of Ronna McDaniel, the Republican National Committee chair, and Betsy DeVos, the former Education Secretary and a member of a billionaire family of GOP donors. On a call with his team on Nov. 18, Bassin vented that his side’s pressure was no match for what Trump could offer. “Of course he’s going to try to offer them something,” Bassin recalls thinking. “Head of the Space Force! Ambassador to wherever! We can’t compete with that by offering carrots. We need a stick.”
If Trump were to offer something in exchange for a personal favor, that would likely constitute bribery, Bassin reasoned. He phoned Richard Primus, a law professor at the University of Michigan, to see if Primus agreed and would make the argument publicly. Primus said he thought the meeting itself was inappropriate, and got to work on an op-ed for Politico warning that the state attorney general–a Democrat–would have no choice but to investigate. When the piece posted on Nov. 19, the attorney general’s communications director tweeted it. Protect Democracy soon got word that the lawmakers planned to bring lawyers to the meeting with Trump the next day.
Reyes’ activists scanned flight schedules and flocked to the airports on both ends of Shirkey’s journey to D.C., to underscore that the lawmakers were being scrutinized. After the meeting, the pair announced they’d pressed the President to deliver COVID relief for their constituents and informed him they saw no role in the election process. Then they went for a drink at the Trump hotel on Pennsylvania Avenue. A street artist projected their images onto the outside of the building along with the words THE WORLD IS WATCHING.
That left one last step: the state canvassing board, made up of two Democrats and two Republicans. One Republican, a Trumper employed by the DeVos family’s political nonprofit, was not expected to vote for certification. The other Republican on the board was a little-known lawyer named Aaron Van Langevelde. He sent no signals about what he planned to do, leaving everyone on edge.
When the meeting began, Reyes’s activists flooded the livestream and filled Twitter with their hashtag, #alleyesonmi. A board accustomed to attendance in the single digits suddenly faced an audience of thousands. In hours of testimony, the activists emphasized their message of respecting voters’ wishes and affirming democracy rather than scolding the officials. Van Langevelde quickly signaled he would follow precedent. The vote was 3-0 to certify; the other Republican abstained.
After that, the dominoes fell. Pennsylvania, Wisconsin and the rest of the states certified their electors. Republican officials in Arizona and Georgia stood up to Trump’s bullying. And the Electoral College voted on schedule on Dec. 14.
HOW CLOSE WE CAME
There was one last milestone on Podhorzer’s mind: Jan. 6. On the day Congress would meet to tally the electoral count, Trump summoned his supporters to D.C. for a rally.
Much to their surprise, the thousands who answered his call were met by virtually no counterdemonstrators. To preserve safety and ensure they couldn’t be blamed for any mayhem, the activist left was “strenuously discouraging counter activity,” Podhorzer texted me the morning of Jan. 6, with a crossed-fingers emoji.
Trump addressed the crowd that afternoon, peddling the lie that lawmakers or Vice President Mike Pence could reject states’ electoral votes. He told them to go to the Capitol and “fight like hell.” Then he returned to the White House as they sacked the building. As lawmakers fled for their lives and his own supporters were shot and trampled, Trump praised the rioters as “very special.”
It was his final attack on democracy, and once again, it failed. By standing down, the democracy campaigners outfoxed their foes. “We won by the skin of our teeth, honestly, and that’s an important point for folks to sit with,” says the Democracy Defense Coalition’s Peoples. “There’s an impulse for some to say voters decided and democracy won. But it’s a mistake to think that this election cycle was a show of strength for democracy. It shows how vulnerable democracy is.”
The members of the alliance to protect the election have gone their separate ways. The Democracy Defense Coalition has been disbanded, though the Fight Back Table lives on. Protect Democracy and the good-government advocates have turned their attention to pressing reforms in Congress. Left-wing activists are pressuring the newly empowered Democrats to remember the voters who put them there, while civil rights groups are on guard against further attacks on voting. Business leaders denounced the Jan. 6 attack, and some say they will no longer donate to lawmakers who refused to certify Biden’s victory. Podhorzer and his allies are still holding their Zoom strategy sessions, gauging voters’ views and developing new messages. And Trump is in Florida, facing his second impeachment, deprived of the Twitter and Facebook accounts he used to push the nation to its breaking point.
As I was reporting this article in November and December, I heard different claims about who should get the credit for thwarting Trump’s plot. Liberals argued the role of bottom-up people power shouldn’t be overlooked, particularly the contributions of people of color and local grassroots activists. Others stressed the heroism of GOP officials like Van Langevelde and Georgia secretary of state Brad Raffensperger, who stood up to Trump at considerable cost. The truth is that neither likely could have succeeded without the other. “It’s astounding how close we came, how fragile all this really is,” says Timmer, the former Michigan GOP executive director. “It’s like when Wile E. Coyote runs off the cliff–if you don’t look down, you don’t fall. Our democracy only survives if we all believe and don’t look down.”
Democracy won in the end. The will of the people prevailed. But it’s crazy, in retrospect, that this is what it took to put on an election in the United States of America.
–With reporting by LESLIE DICKSTEIN, MARIAH ESPADA and SIMMONE SHAH
This appears in the February 15, 2021 issue of TIME.