La hora de la verdad
En octubre de 1988 los estudiantes de la Escuela de Periodismo de la Universidad de La Habana formularon a Fidel Castro 28 preguntas incómodas en una reunión sostenida en el teatro del Comité Central del Partido en La Habana. Una de ellas tocaba el espinoso tema del culto a la personalidad en los medios de prensa. El entonces todopoderoso Carlos Aldana, al frente del Departamento de Orientación Revolucionaria, aseguró al jefe que un incidente de esa naturaleza no se repetiría jamás.
Casi tres décadas más tarde los militantes de la Unión de Jóvenes Comunistas del periódico Vanguardia en la provincia de Villa Clara, se llenan de valor (o de inocencia) y dirigen a la Unión de Periodistas de Cuba una carta donde denuncian las limitaciones a la libertad de expresión que sufren los profesionales de la información y que llegan, según ellos mismos relatan a que “fuerzas extraperiodísticas nos investigan en los centros de trabajo y en los CDR; nos siguen paso a paso y nos llaman a contar por la publicación de comentarios o trabajos polémicos”.
Además de quejarse de la censura en los medios donde reciben un pago del estado, exponen lo menguado del salario en el sector y se preguntan por qué se ve tan mal que ellos colaboren con medios alternativos, no controlados por el aparato político del partido comunista.
Todos estos militantes de la UJC en su momento sacaron excelentes calificaciones para poder optar por la carrera que estudiaron y todos pasaron por un filtro ideológico al momento de ser seleccionados. ¿Acaso son infiltrados de la contrarrevolución que intentan formar una quinta columna? Desde luego que no.
Los mecanismos de control no alcanzan a determinar fielmente cuál es el grado de lealtad incondicional de la tropa con que se cuenta
De lo que se trata es que una “mordaza-amor” aguanta lo que dura el cariño y la disciplina militante, enfocada en el centralismo democrático, tiene el límite de la conciencia individual que sirve principalmente para determinar lo que está bien y lo que está mal para actuar en consecuencia con ello.
La temperatura de un cuerpo no la decide el termómetro, porque este instrumento solo sirve para medirla. De igual forma, los mecanismos de control no alcanzan a determinar fielmente cuál es el grado de lealtad incondicional de la tropa con que se cuenta, porque la lealtad puede estar enfocada más a ideas que a personas y puede condicionarse más por el sentido del deber que por el miedo.
Probablemente alguno de estos jóvenes reprocharon un día a sus padres el silencio cómplice ante los errores cometidos, quizás en sus días de estudiantes, se burlaron de los titulares triunfalistas de la prensa oficial y tal vez, en conciliábulos de pocos o ante sí mismos, se prometieron que ellos no reproducirían el molde de la máscara y que cuando les tocara a ellos estar en las redacciones de los periódicos, en los estudios de televisión o en las cabinas de las estaciones de radio, usarían lo aprendido para decir la verdad, al menos su verdad.
No hay que creer que van a pasar a la oposición, ni tampoco que estén dispuestos a romper todas sus ataduras. Con lo que han hecho basta y sobra para demostrar las fisuras, la fragilidad de un discurso que se ufana de invencible y monolítico.