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La impotencia de la Corte ante tanto desenfreno

No saben si quedar mal con el Gobierno o si quedar peor con un sector importante de la sociedad. Ese es el dilema que acosa, sin solución por ahora, a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia. El caso de los jueces Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Germán Castelli promovió que el máximo tribunal esté fraccionado ahora como nunca lo estuvo antes. Son solo cinco magistrados, pero no pueden hacer coincidir tres votos, que es el número de la mayoría. A principios de la semana pasada, una mayoría fugaz de miembros de la Corte estuvo dispuesta segar las cabezas de los tres jueces. Luego, fueron retirando sus posiciones, abrieron una reyerta interna sobre quién es el culpable de haber puesto a la Corte en las condiciones actuales y terminaron en la impotencia de ahora. Después de haberles pedido informes con un plazo perentorio de solo 48 horas al Consejo de la Magistratura y al procurador general, la Corte lleva 25 días sin poder resolver el caso de los jueces destituidos por el Gobierno y el Senado. La imagen de la Corte, como institución esencial del sistema político, comienza a corroerse peligrosamente. Es, tal vez, su peor momento de los últimos años.

El Gobierno habla de manera intensa con algunos jueces supremos. Estos buscan una solución intermedia. Consiste en no quedar mal con el Gobierno y quedar bien, al mismo tiempo, con la sociedad que le reclama a la Corte que frene la arbitrariedad del oficialismo. Hay una mala noticia para la Corte: no existe una solución intermedia desde la doctrina y la práctica jurídica. O restituye a los tres jueces de manera definitiva a sus cargos o contribuye a su destitución, sea cual fuere el camino que encuentre para sacarlos. Hay, además, una noticia peor: hasta ahora la destitución de jueces que juzgaron o juzgarán a Cristina Kirchner era responsabilidad política del Presidente y su vicepresidenta. A partir de ahora, su eventual destitución será un crimen político perpetrado por la propia Corte Suprema. La consiguiente repercusión social en amplios sectores de la clase media (repercusión negativa, desde ya) es perfectamente previsible. La Corte lo sabe: eso es lo que la hizo retroceder en el momento agónico, poco antes de accionar la guillotina.

Podrá decirse que su estilo es más propio de los jueces supremos de Washington que de América latina, pero lo cierto es que el titular del cuerpo, Carlos Rosenkrantz, es el único de los cinco que ya tiene redactada su posición, a favor obviamente de la estabilidad de los tres jueces. Juan Carlos Maqueda está redactando su voto. Cerró sus teléfonos y la puerta de su despacho. No atiende a nadie. Ricardo Lorenzetti le dijo a Maqueda que acompañará su voto solo si está de acuerdo, según subrayó, y lo decidirá mañana porque no piensa leer antes la redacción de su colega. Lorenzetti y Horacio Rosatti no se llevaron bien nunca, pero nunca tampoco esa relación estuvo peor que ahora. Lorenzetti llegó a cuestionar la «ética» de algunos colaboradores de Rosatti; es mucho más grave que cuestionar una visión jurídica o una ideología política. Lorenzetti se apartó: está cansado, dicen, de que siempre se le atribuyan las cosas buenas y malas que hace la Corte. Si alguna vez existió lo que se llamó la «mayoría peronista», esta se reduce ahora a cenizas, por el momento otra vez. Elena Highton de Nolasco guarda su voto bajo siete llaves, como lo hace siempre. «Algunas posiciones están en el aire», reconocen funcionarios de carrera del tribunal. La resolución sobre los tres jueces podría conocerse esta semana, pero podría también postergarse hasta el infinito. Difícilmente sucederá el martes, justo el día en que se cumplirán diez años de la muerte de Néstor Kirchner. Habrá un acto casi religioso del kirchnerismo. El Gobierno está atemorizado por la posibilidad de una mala noticia y la Corte sopesa la reacción de la sociedad tanto como la posterior interpretación de la prensa. En esas coordenadas simples se cifra la desesperada situación del máximo tribunal de justicia.

La Corte no debería decidir abstraída del contexto. El procurador general (jefe de los fiscales), Eduardo Casal, está sufriendo un nueva y dura embestida por parte del cristinismo más cerril. Casal desempeña dignamente ese cargo de manera interina desde que se jubiló Alejandra Gils Carbó; llegó a esas funciones después de más de 45 años de carrera judicial. El oficialismo no pudo hasta ahora conseguir el acuerdo para el candidato a procurador de Alberto Fernández, el actual juez Daniel Rafecas, sobre todo porque Cristina Kirchner trabaja incansablemente su aislamiento de la oposición. Y necesita los votos de la oposición para alcanzar los dos tercios de los votos necesarios para el acuerdo del procurador.

El Gobierno habla de manera intensa con algunos jueces supremos. Estos buscan una solución intermedia: no quedar mal con el Gobierno y quedar bien con la sociedad

El oficialismo aspira ahora a cambiar la ley y convertir los dos tercios en mayoría absoluta, un número con el que cuenta sin necesidad de la oposición. Rafecas anticipó que no aceptará ser procurador si se cambiara el requisito de los dos tercios. Un gesto que habla bien de él. El Gobierno esconde otra carta. Si consiguiera la mayoría absoluta en lugar de los dos tercios (modificación de una ley que deberá pasar por la más compleja Cámara de Diputados) propondría como procuradora general a Indiana Garzón, actual procuradora de Santiago del Estero. Los Zamora, caudillos del feudo santiagueño, son un remedo de los Kirchner. Garzón no estaría en ese cargo si no fuera cercana al matrimonio que gobierna Santiago como los Kirchner gobernaron Santa Cruz. Adiós, Casal. Adiós, Rafecas. Es mejor una procuradora propia. Cristina es así. ¿Lo conseguirá?

Queda una pregunta más. ¿Por qué Cristina Kirchner accionó el botón de la destitución de Casal de cualquier manera si Alberto Fernández integró una comisión de juristas para estudiar, entre otros temas, precisamente la situación del Ministerio Pública, que incluye la del procurador general? En esa comisión está hasta el abogado personal de la expresidenta, Carlos Beraldi, producto de una decisión tan arbitraria como inexplicable. No importa. Como un Maximilien Robespierre de una revolución que nunca existió, Cristina Kirchner se ocupa personalmente de ordenar las ejecuciones. Casal debe caer. Y Rafecas también.

A Casal le han hecho fundamentalmente dos objeciones. Una es la de haber creado la Secretaría de Análisis Integral del Terrorismo Internacional. El fenómeno del terrorismo existe en el mundo. Los kirchneristas observaron esa iniciativa con la mirada puesta en los años 70, como miran casi todo. Otra manera de alejarse del mundo. Casal acaba de recibir una felicitación de las Naciones Unidas por esa iniciativa, que llegó con debida copia a la Cancillería y al Ministerio de Justicia. La otra crítica, quizás la más perseverante, es porque no degolló en público al fiscal Carlos Stornelli por la causa que instruyó en Dolores el juez Alejo Ramos Padilla, cercano al kirchnerismo. Una causa armada por un mitómano y por un vendedor de humo. Una operación para desestabilizar a Stornelli, el fiscal de la causa de los cuadernos de las coimas que inculpó directamente a casi toda la nomenclatura kirchnerista y a gran parte del empresariado. Ramos Padilla amplió el procesamiento de Stornelli en los últimos días por una causa por la que le había declarado falta de mérito. El juez no aportó ninguna prueba para cambiar la condición de Stornelli. Tampoco le dio la posibilidad de la defensa en una indagatoria por este nuevo procesamiento. Casal es responsable de no haber destituido a Stornelli, decisión que le habría permitido al cristinismo cuestionar judicialmente la gestión del fiscal en la investigación de los cuadernos. Esa es la culpa de Casal. Ese el pecado imperdonable de Stornelli.

Ramos Padilla procesó también al periodista Daniel Santoro en esa causa con clara inspiración cristinista, también sin darle antes la oportunidad de la defensa. Los fundamentos de Ramos Padilla, que reemplazará a Bruglia o Bertuzzi en la Cámara Federal si la destitución de estos se consumara, convierten a todos los periodistas en ciudadanos bajo sospecha. Ni siquiera se privó de recurrir a la terminología «acción psicológica», que usaron los militares durante la última dictadura. La «acción psicológica» es, por supuesto, el delito de los periodistas.

La Corte no está encerrada en una campana de cristal. No lo estuvo nunca. Es la cabeza política del Poder Judicial. Debería incluir en sus reflexiones la jurisprudencia propia; la situación de los tres jueces maltratados por cumplir con sus obligaciones; la situación de Casal, siempre acorralado por ofensivas cristinistas, y la de Stornelli, asediado porque logró que muchos confesaran las prácticas corruptas de la estirpe gobernante. La Corte es la única institución que puede terminar con tanto desenfreno.

 

 

 

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