En el tiempo que trascurrió entre la fumata blanca y el anuncio del nuevo Papa, el nombre que expertos y no expertos manejamos, prácticamente sin duda, fue el de Pietro Parolin. Es cierto que el cardenal Prevost se había colocado, en las cuarenta y ocho horas antes de entrar en el cónclave, en la ‘pole position’ con fuerza. Sabíamos que los cardenales llevaban, en las Congregaciones Generales, que se han convertido en el cónclave antes del cónclave, varios días buscando un Papa de consenso, un «bergogliano» sin Bergoglio, un «renovador en la tradición», un «reformista de consenso», un «tercer hombre». Pero no nos imaginábamos que el cónclave estaba ya tan cocinado y que se había llegado al acuerdo de un perfil con votos trasversales. Tan completo que la carga simbólica de los primeros minutos fue, como se dice en la teología, una «gracia tumbativa».
En estos primeros días no me quito de la cabeza al cardenal Pietro Parolin. En un cónclave no hay vencedores, ni vencidos, porque no hay confrontación política. De hecho no tendríamos que saber ni quiénes han sido los más votados. Algo que, por cierto, no ha ocurrido después de la magnífica exclusiva publicada aquí por José Ramón Navarro Pareja y Javier Martínez-Brocal. La deformación mediática hace que pensemos que el pontificado es una carrera hacia el poder supremo y que el cónclave se diseña desde la estrategia de la solución militar. En el cónclave funciona la solución eclesial, la antítesis de dialécticas y bloqueos. Y desde esa solución eclesial ahora hay que agradecer al cardenal Pietro Parolin su servicio a la Iglesia.
Hasta que León XIV provea otra cosa, el que sigue siendo cardenal Secretario de Estado sufrió una de las campañas de desprestigio más brutales que se conocen. Se llegó a publicar en determinados medios especies balísticas referidas, incluso, a su vida privada. El cardenal Parolin ha sido protagonista de la vida de la Iglesia en fidelidad al Papa Francisco, fidelidad de la que algún día tendremos información. El cardenal Parolin se ha inmolado, en términos generales, por el bien de la Iglesia. Hasta el último momento.