La insoportable levedad de ser Donald Trump
La presidencia no ha envejecido a Trump como a los demás presidentes. Eso dice algo sobre él.
Dados los ruinosos índices de aprobación de JD Vance, cabría pensar que la avanzada edad del ex presidente Donald Trump estaría recibiendo mucha atención, al igual que la del presidente Joe Biden antes de abandonar su campaña.
Después de todo, Trump tiene 78 años, sólo tres menos que Biden, y si resultara incapaz de completar un segundo mandato, la presidencia recaería en un novato político de 40 años que piensa que las mujeres que tienen hijos deberían obtener más votos que las que no pueden.
Y, sin embargo, la edad de Trump no está generando mucha alarma entre los votantes o las organizaciones de noticias, en parte porque, a diferencia de Biden, da la impresión de ser sorprendentemente robusto. Los partidarios de Trump podrían ver esto como una afirmación de su fuerza sobrehumana o incluso, tras el intento de asesinato del mes pasado, de voluntad divina. Yo lo veo como algo relacionado con cualquier trastorno de personalidad que manifiesta.
Antes de llegar a eso, permítanme estipular que Trump es, objetivamente hablando, viejo, y hay momentos en los que realmente lo parece. Tal vez hayan visto este vídeo de YouTube en el que aparece jugando al golf con el golfista profesional Bryson DeChambeau. Trump pasa gran parte del tiempo jadeando, con el rostro, como de cera, tenso; me recuerda a Christopher Walken en «Dune».
Pero sigue jugando al golf a los 78 años, y bastante bien. Y Trump todavía se las arregló para dar un discurso en la convención el mes pasado, en gran parte extemporáneamente, que terminó haciendólo lucir como un filibustero. Por supuesto, despotricó y divagó como un tipo frente al que cruzarías la calle para evitarlo si lo vieras en el centro de la ciudad por la noche, pero eso no tiene nada de nuevo.
No se puede obviar el hecho de que Trump sigue pareciendo bastante más joven que Biden. Parece alimentarse de un manantial sin fondo de rabia.
Lo que hace que esto sea tan notable es que Trump ya ha sido presidente, un trabajo conocido por acelerar bruscamente el proceso de envejecimiento. Es posible que exageremos este fenómeno; el hecho de que todos hayamos visto cómo el pelo del presidente Barack Obama se volvía blanco, por ejemplo, no significa que hubiera sido menos blanco si hubiera sido, digamos, corredor de seguros. Si enseñara una foto mía de hace ocho años, estoy seguro de que pensarían que escribir columnas tiene un costo horrible.
Pero creo que es justo decir que la tensión de la presidencia se muestra en casi todo el mundo que deja el cargo: en las líneas de preocupación en la cara, la demacración por la falta de sueño, espaldas que crujen y rodillas que fallan.
Ronald Reagan, que tenía más o menos la edad de Trump cuando dejó el cargo, se precipitó hacia el Alzheimer. Lyndon B. Johnson murió como un hombre frágil a los 64 años, sólo cuatro años después de dejar la Casa Blanca. Bill Clinton, que sólo tenía 52 años cuando terminó su segundo mandato, desarrolló una grave enfermedad cardiaca poco después.
Vea cualquier vídeo de Biden de hace cuatro años y tendrá la extraña sensación de haber retrocedido el reloj al menos una década. Fueron los efectos visuales del envejecimiento de Biden, más que la evidencia de cualquier deterioro cognitivo, lo que condenó su candidatura desde el momento en que apareció en el escenario del debate en junio.
¿Por qué tiene este efecto la presidencia? No son las largas noches y los vuelos interminables (aunque probablemente no ayuden). Es la carga física de la enorme responsabilidad. Cada decisión parece implicar malas opciones y otras peores; algunas cuestan el sustento, otras la vida misma. Añádase a esto el peaje que todo ello supone para una familia (en el caso de Biden, la persecución muy pública de su único hijo superviviente), y se comprenderá por qué una persona normal no está hecha para soportarlo.
Pero aquí es donde Trump realmente no es normal. Trato de no ser cruel, pero no es precisamente una novedad decir que parece carecer de algo innatamente humano: la capacidad básica de interiorizar el dolor ajeno. Como presidente, Trump nunca mostró remordimiento ni se disculpó, jamás pareció tomarse como algo personal los 800.000 estadounidenses que murieron a causa del coronavirus durante su mandato. La tragedia sólo genera en él desafío. El lema de Trump podría ser: «No te preocupes, enfádate».
Cuando Trump y sus hijos hablan de los sacrificios que hizo su familia para servir al público, no están hablando de sus angustiosas noches deambulando por los pasillos de la Casa Blanca. Hablan de dinero.
La cuestión es que la empatía y la duda -la sensación de que no estamos satisfaciendo las necesidades críticas de los demás- son las cosas que realmente nos pasan factura. Mientras que la insensibilidad clínica puede ser la fuente de la juventud, de la que Trump ha estado bebiendo toda su vida.
No sé ustedes, pero yo prefiero a un presidente encorvado y arrastrando los pies bajo el peso de sus cargas que a otro que parece no sentirlas en absoluto, cualquier día de la semana.
Es cierto que Trump parece notablemente en forma para un hombre de su edad. Pero lo que está roto no se puede arreglar.
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NOTA ORIGINAL:
The Washington Post
The unbearable lightness of being Donald Trump
The presidency didn’t age Trump the way it does everyone else. That tells you something about him.
Matt Bai
Given the cratering approval ratings for JD Vance, you would think former president Donald Trump’s advanced age would be getting a lot of attention, just as President Joe Biden’s did before he stepped out of his campaign.
And yet, Trump’s age isn’t generating much alarm for voters or news organizations, in part because, unlike Biden, he comes off as surprisingly robust. Trump’s supporters might see this as affirmation of his superhuman strength — or even, after last month’s assassination attempt, of divine will. I see it as connected to whatever personality disorder he manifests.
Before we get to that, let me just stipulate that Trump is, objectively speaking, old — and there are moments when he really seems it. Maybe you’ve seen this YouTube video of him hitting the links with pro golfer Bryson DeChambeau. Trump spends much of the time wheezing through his words, his waxen face pulled tight; he reminds me of Christopher Walken in “Dune.”
But you know, he’s still golfing at 78 — and pretty well at that. And Trump still managed to give a convention speech last month, largely extemporaneously, that ended up being more like a filibuster. Sure, he ranted and meandered like a guy you might cross the street to avoid if you saw him downtown after dark, but there’s nothing new about that.
There’s no escaping the fact that Trump still seems a good deal younger than Biden. He appears to be nourished by a bottomless wellspring of rage.
What makes this so remarkable is that Trump has already been president, a job known to sharply accelerate the aging process. It’s possible we overstate this phenomenon; just because we all saw President Barack Obama’s hair turn white, for instance, doesn’t mean it would have been any less white had he been, say, an insurance broker. If I showed you a picture of me from eight years ago, I’m pretty sure you’d think that writing columns exacts its own horrible price.
But I think it’s fair to say that the strain of the presidency shows itself in pretty much everyone who leaves the office — in worry lines in the face, gauntness from lack of sleep, creaking backs and failing knees.
Ronald Reagan, who was about Trump’s age when he left office, hurtled into Alzheimer’s disease. Lyndon B. Johnson died a frail man at 64, just four years after leaving the White House. Bill Clinton, who was only 52 when he completed his second term, developed a serious heart condition soon after.
Watch any video of Biden four years ago, and you’ll have the odd sensation of having turned back the clock by a decade at least. It was the visual effects of Biden’s aging, rather than evidence of any cognitive decline, that doomed his candidacy from the moment he appeared on the debate stage in June.
Why does the presidency have this effect? It’s not the late nights and endless flights (although that probably doesn’t help). It’s the physical burden of awesome responsibility. Every decision seems to involve bad options and worse; some cost livelihoods, others actual lives. Add to this the toll it all takes on a family (in Biden’s case, the very public prosecution of his only surviving son), and you can see why a normal person isn’t built to withstand it.
But this is where Trump is truly not normal. I’m trying not to be cruel here, but it’s not exactly breaking new ground to say that he seems to lack for something innately human — the basic capacity to internalize other people’s pain. As president, Trump never betrayed remorse or apologized, never seemed to take personally the 800,000 Americans who died from the coronavirus on his watch. Tragedy breeds in him only defiance. Trump’s motto might be: “Don’t worry, be angry.”
When Trump and his children talk about the sacrifices their family made to serve the public, they aren’t talking about his anguished nights spent roaming the halls of the White House. They’re talking about money.
The point is that empathy and self-doubt — the feeling that we’re failing to meet the critical needs of others — are the things that really take a toll on us. Whereas clinical callousness may well be a fountain of youth — from which Trump’s been guzzling his entire life.
I don’t know about you, but I’d take a president stooped and shuffling under the weight of his burdens over one who seems not to feel them at all, any day of the week.
It’s true that Trump seems remarkably fit for a man his age. But what’s broken can’t be fixed.