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La izquierda en Cuba y el silencio

En una misma semana, el Estado cubano lanza una razzia contra ese sector de la sociedad que, pese a todo, se resiste a elegir entre el sometimiento, el exilio o el silencio.

Somete a presiones intensas a ONG toleradas, cineastas independientes, profesores universitarios; amenazando en todos los casos con parar su actividad. Secuestra al artista y gestor cultural Luis Manuel Otero Alcántara, al cooperativista campesino y periodista independiente Osmel Ramírez, a los activistas comunitarios Roberto Jiménez y César Iván Mendoza.

Ratifica tres años de prisión domiciliar a la economista Karina Gálvez, incautando su casa. Maltrata en prisión a Rolando Cáceres. Gente sencilla y noble, cubanos mestizos de origen humilde; nunca discípulos de Goebbels o terroristas de ISIS. Gente con la que usted compartiría un café y una charla amena. Todo en una misma semana.   

Y en esta misma semana nos enteramos de homenajes bolcheviques en La Habana. Homenajes no oficiales, de quienes quieren hacer «socialismo desde abajo». Lo que suena muy bien, dado el capitalismo salvaje que avanza en la Isla. Pero vemos poca —o nula— solidaridad y denuncia de la represión imperante entre quienes dicen militar en una izquierda diferente.

Mis preguntas son: ¿es posible ser una cosa sin hacer la otra? ¿Hasta cuando podemos hablar de Lunacharski sin denunciar la censura a la Bienal de la Habana? ¿Se pueden tener orgasmos troskistas recordando 1917 y espasmos vocales que acallan la solidaridad con los reprimidos?  

Ser de izquierda se define por la posición intelectual y práctica ante ciertos temas —diversidad sexual, equidad social, libertades públicas— antes que por la lealtad a dogmas y tótems. Si usted se regodea con homenajes a una revolución de trabajadores pero simultáneamente enmudece mientras un régimen —que, para colmo, se reclama pariente lejano de aquella revolución— reprime a trabajadores concretos del país donde vive, ¿que clase de izquierda es?  

Hace un tiempo, en los colectivos de izquierda que integramos la red Observatorio Crítico, denunciábamos atropellos contra cubanos de diversa filiación. Reclamábamos por la libertad de cátedra y los derechos laborales de compañeros asediados por sus ideas o activismo social. Empujamos para discutir la censura de Estado, más allá la fórmula cómoda del llamado Quinquenio Gris, cuando amagaron con resucitar a los represores de los años 70. Nos solidarizamos simultáneamente con los campesinos asesinados en Brasil y con la delegada del Poder Popular Sirley Ávila, reprimida por defender a sus electores en una comunidad rural cubana.

Nada de eso sucedió sin costo, pero quiero recuperar lo (poco) que logramos sin permiso de nadie. Procesando nuestros miedos, incoherencias, lentitudes y retrocesos… Y, hasta que sucedió, parecía imposible.   

Cuba está hoy más conectada que nunca. Sus intelectuales tienen más movilidad, redes y oportunidades que en ningún momento de la historia. El descrédito del discurso oficial es proporcional a su temor y afán represivos. La gente común ha manifestado su molestia con la situación imperante en pequeñas (y cada vez más frecuentes) protestas populares y putea al Gobierno en las guaguas. Nadie tiene que llamar a la Bastilla, pero vale la pena que quienes quieran seguirse llamando intelectuales y de izquierda revisen el sentido de ambas palabras y el alcance de sus (in)acciones.

Tal vez solo quieran decir que son gente de letras, que quieren vivir en paz. Cosas ambas muy respetables. Pero no hablen entonces de la emancipación en abstracto mientras otros, a su lado, sufren o denuncian el atropello concreto. Salvemos, al menos, la verdad de las palabras. Por ahí se empieza. 

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