La izquierda y la pérdida de sentido crítico
Una de las consecuencias más llamativas y desagradables del procés es contemplar la progresiva pérdida de sentido crítico en alguna izquierda. Creo que defender la democracia liberal a través de un ideario progresista requiere de ciertas actitudes higiénicas. Dos de ellas son una saludable suspicacia ante los poderosos y un recelo prudente frente a la autoridad. A lo largo de esta escalada independentista que cada día corona nuevos hitos hemos observado como una parte de la izquierda se iba desprendiendo con despreocupación de ellos, hasta instalarse, parece que cómodamente, en este escenario identitario que preside la política española.
Resulta difícil encontrar justificación al proyecto de secesión de Cataluña desde el viejo ideario de la izquierda. El nacionalismo parece la negación de casi todos sus principios: el de solidaridad, el de igualdad entre ciudadanos y también ante la ley, el de justicia, el de progresividad fiscal, el que antepone las personas a los territorios y la integración europea a la disgregación egoísta.
Sin embargo, una parte no despreciable de la izquierda ha puesto en suspenso sus valores para adentrarse en la senda del derecho de autodeterminación y el debate sobre las nacionalidades, orillando su tradicional aspiración de representación de los trabajadores. Echo de menos una izquierda que recuerde que el independentismo catalán es una revolución de ricos. Así lo sugieren todas las variables estadísticas.
También echo de menos esa desconfianza sana ante el poder: en Cataluña, los Mossos d’Esquadra, los mismos que cargaban en las manifestaciones del 15M contra personas pacíficas, provocando en alguna ocasión lesiones graves e irreversibles, son ahora la policía “del pueblo”, y los gobernantes, esos que han hecho de Cataluña la comunidad autónoma con más procesados por corrupción, doblando a sus perseguidores, son los gobernantes “del pueblo”, frente a las élites opresoras de Madrid (Madrid como ente condensador de todas las alegorías del franquismo). La televisión pública que pagan todos los ciudadanos pero solo representa a la minoría independentista es también la televisión “del pueblo”. Y las escuelas en las que los niños catalanes siguen obteniendo resultados modestos en el informe PISA y en las que los alumnos castellanohablantes fracasan el doble que los catalanoparlantes (el 72,5% de quienes repiten curso son castellanoparlantes y la cifra asciende al 90% para los que han repetido dos veces o más) son ensalzadas como factorías de excelencia educacional.
Es evidente que existe una situación de desigualdad en el sistema educativo catalán que deja atrás a quienes tienen como lengua materna el castellano, que son también los de procedencia socioeconómica más humilde. Una esperaría que la izquierda enarbolara la bandera de una educación pública de calidad que no haga distingos por razón de origen. En lugar de eso, la semana pasada tuvimos ocasión de escuchar a Joan Mena, diputado de En Comú Podem, sacralizar la educación pública catalana que él ha recibido, asegurando que eso de la “adoctrinación” es un invento de “liberalistas”. Más allá de lo mucho o poco que le haya aprovechado esa educación ejemplar, ¿alguien se puede imaginar a un partido de izquierdas en Madrid cantando las alabanzas del modelo educativo del PP en la Comunidad? Nadie en su sano juicio lo haría, a pesar de que los niños madrileños obtienen mejores resultados en PISA que los catalanes. ¿O bendiciendo los telediarios de Telemadrid? Por alguna razón son los informativos que menos ven los madrileños. ¿Alguien se imagina a un militante de izquierdas madrileño regalando besos a los policías municipales?
Sin embargo, hay una izquierda convencida de que en Cataluña no hay nada que criticar: la policía, los gobernantes, los medios públicos, la escuela de todos, no cabe mejorar nada. Pareciera que Cataluña hubiera tocado techo. El problema es que una vez se abandona el sentido crítico se esquina también la posibilidad del progreso.
Estos días, a quienes se atreven a denunciar el adoctrinamiento en los colegios de Cataluña se los trata de “racistas”. Advertir contra la instrumentalización política de las aulas se ha convertido en un rasgo de reaccionarios que, solo en el mejor de los casos, son despachados con sorna. Los más respetuosos han ofrecido datos que negarían tal adoctrinamiento. El argumento suele ser que el independentismo también ha crecido entre quienes no se han formado en el modelo educativo de la antigua Convergencia. Sin embargo, eso no zanja la cuestión del adoctrinamiento, solo sugiere que, de estar operando, el adoctrinamiento no es la única variable que explica el auge secesionista. Esto no es sorprendente, habida cuenta de que los procesos sociales tienden a obedecer a una multiplicidad causal. Por otro lado, está la cuestión hermenéutica: los negadores del fenómeno suelen definir el adoctrinamiento como su efecto, cuando lo correcto sería poner el foco sobre la intencionalidad. Que haya esferas de socialización con mayor poder de fijación de valores que la escuela, como la familia, no significa que el nacionalismo no trate de inocular desde las aulas su mensaje segregador, con un impacto difícil de medir.
Pero todo esto es un tema tabú para la izquierda. Así, los mismos que irrumpen en la capilla de una universidad pública, descamisados, batalladores, con el puño en alto, demonizan luego a los que con alguna razón señalan que no es normal que en los colegios haya banderas esteladas ni se haga interpretaciones interesadas del procés o se señale a los hijos de guardias civiles. O que se estudie esa historia desquiciada que va de la “Corona Catalanoaragonesa” a los “Països Catalans de la Unión Europea”. Y los mismos que retiran del Parlament la bandera de España (ese símbolo del periodo más libre, más próspero y más democrático que ha conocido nuestro país) ondean sin sonrojo la estelada que niega sus derechos de ciudadanía a más de la mitad de los catalanes. En este punto es preciso señalar que, aunque quizá no nos gusten las banderas, no todas las banderas son iguales. Y la bandera constitucional, la que representa la ciudadanía común, nuestra carta de derechos y deberes, nuestro espacio de libertades compartidas, no puede equipararse a la bandera de la exclusión y la fractura social.
Hay una izquierda que se pasa la vida hablando del carácter irreformable de España, una España en la que, en cuatro décadas de democracia, ha gobernado la mitad del tiempo la izquierda y la otra mitad la derecha. Nada tiene que decir de que la derecha haya gobernado Cataluña durante 32 de los últimos 40 años, ni de que exista una fractura socioeconómica evidente por razón de origen y lengua materna. No es casualidad que sean las clases medias y bajas, las que hablan mayoritariamente castellano, las que prefieran continuar en España; mientras que las rentas medias-altas y altas, que tienen como lengua materna el catalán, apuestan por la independencia. Que los 25 apellidos mayoritarios en Cataluña sean castellanos, pero no pueda encontrarse ninguno entre las élites. Hay una segregación social por razón de origen de la que la izquierda no quiere hablar. La misma izquierda que brama, y brama bien, si asoma un crucifijo sobre la pizarra de una escuela pública es hoy una madeja de complejos que le impiden ser crítica con el nacionalismo y sus muy escrutables caminos.
Aurora Nacarino-Brabo: (Madrid, 1987) es politóloga y trabaja para Ciudadanos en el Congreso de los Diputados.