La izquierda que más gusta a la derecha
El nuevo primer ministro griego dijo nada más ganar las elecciones una frase lapidaria: “El círculo vicioso de la austeridad se ha acabado”. Su ministro de Finanzas, Yanis Varoufakis, ha precisado el significado de sus palabras. Este viernes, como se sabe, se negó a reconocer la autoridad de la troika (FMI, Comisión Europea y BCE) como interlocutor del Ejecutivo heleno.
Varoufakis debe gestionar ahora una ingente cantidad de deuda pública equivalente a 319.000 millones de euros (175% del PIB), de los cuales alrededor del 80% está en manos de los Gobiernos europeos. Si hay quita, el dinero saldrá del bolsillo de los contribuyentes europeos, no de los hedge funds o de los fondos de pensiones privados, que hace tiempo huyeron de Grecia.
Se verá si Tsipras es capaz de cumplir su profecía. Pero por el momento hay una cosa clara. El auge de Syriza, y de Podemos en España, ha creado una nueva correlación de fuerzas en la izquierda clásica. Aquella que un día fue hegemónica, la que representaba la Internacional Socialista, se ha convertido en un zombi que pulula por las cancillerías europeas animada tan sólo por el espíritu de Willy Brandt, pero despojada de toda fuerza transformadora.
Así, al menos, es como se observa esta nueva realidad en Moncloa, donde Rajoy acaricia una idea: las dentelladas que se darán en los próximos meses entre sí el PSOE (convertido casi en un partido regional), lo que quede de Izquierda Unida y la formación de Pablo Iglesias garantizan que el PP volverá a gobernar tras las elecciones generales. Con la ley D’Hondt en la mano, un 32%-34% de los votos puede dar una mayoría muy escasa, pero suficiente, para formar Gobierno siempre que la segunda y tercera fuerza se repartan de forma similar su espacio político. Los restos electorales van al partido ganador.
Veremos, igualmente, si eso sucede. Pero lo que también está fuera de toda duda es que hay una izquierda que le gusta a la derecha, y que no es otra que la que está condenada al fracaso. Incluso ganando elecciones.
Ya se cruzan apuestas en algunos centros de poder sobre cuándo volverá a ganar Nueva Democracia en Grecia –esta vez por mayoría absoluta– si Syriza (o Podemos en España) pretende echarle un pulso a la troika con alguna intención de ganarlo. Probablemente, porque se suele echar en saco roto una vieja advertencia del ex primer ministro sueco Göran Persson, quien sostenía que “un país que debe una barbaridad de dinero ni es soberano ni tiene democracia porque no es dueño de sí mismo”.
Inmorales sacrificios
Persson, que es socialdemócrata, fue quien se obsesionó con reducir el endeudamiento de su país. Precisamente, porque de esa manera Suecia sería dueña de su futuro sin depender de instituciones multilaterales que imponen inmorales sacrificios a los países intervenidos (la célebre condicionalidad a cambio de préstamos). Lula lo entendió bien en Brasil, y eso es lo que explica que olvidara rápidamente sus planteamientos iniciales.
Pensar que en plena globalización un país puede vivir al margen de los flujos internacionales de capitales –sin tener si siquiera una moneda propia o recursos naturales bien gestionados– es, simplemente, volver a sacar en procesión el cadáver de la Albania de Enver Hoxha. Como alguien dijo, los experimentos en política suelen acabar en revoluciones, mientras que los experimentos en economía acaban siempre en pobreza.
¿Quiere decir esto que el nuevo Gobierno griego está condenado al fracaso? En absoluto. Como en España en el caso de Podemos, su futuro dependerá de su capacidad de entender la realidad económica y social del país y el momento histórico que atraviesa. La existencia de movimientos especulativos –la prima de riesgo se ha ido hasta los 1.114 puntos– forma parte del ritual de los mercados, pero al final el pragmatismo tiende a imponerse siempre que Syriza no caiga en el error de pensar que una economía cerrada al exterior es la solución.
El problema que se plantea es que pasar de las musas al teatro exige la reelaboración del discurso político. Y eso no fácil. El partido de Pablo Iglesias lo ha construido –imitando a algunos gobiernos populistas latinoamericanos– a partir de la insatisfacción que ha generado entre los ciudadanos la gestión de la cosa pública. Es decir, que ha llegado allí donde el sistema político no ha cumplido sus promesas electorales, lo que lógicamente ha provocado un enorme malestar de la ‘gente’.
Las marchas contra los recortes en sanidad o educación son el mejor ejemplo. Buena parte de la población se ha visto marginada por ajustes que han perjudicado sobre todo a los colectivos que más necesitan de las prestaciones públicas. Precisamente, quienes son más vulnerables en función de su nivel de rentas. Y Podemos lo ha capitalizado desde la ausencia de ideología (ni de derechas ni de izquierdas) a través de un discurso transversal basado en un buen diagnóstico, pero carente de soluciones. Y las que propone tienen más que ver con la revolución industrial que con las de la sociedad del conocimiento. Centrar el discurso político en la soberanía nacional, como hacen Podemos y Syriza (aliado de un partido nacionalista), es lo menos parecido a la modernidad. Claro está, salvo que España y Grecia fueran Suiza o Noruega y la sociedad se rigiera por leyes calvinistas.
Sin duda que a corto plazo se trata de una estrategia inteligente, aunque tenga dosis de populismo. Las demandas ciudadanas insatisfechas son infinitas, y por eso quienes intentan capitalizarlas políticamente (abrazando cualquier reivindicación por disparatada que sea elaborando programas electorales a la carta) lo que en realidad hacen es demagogia. O expresado de otra forma, se sustituyen ideas por sentimientos. Peronismo en estado puro.
De Solbes a Rato y de Rato a Solbes
Ernesto Laclau, el profesor argentino que más ha teorizado (y defendido) ese discurso ‘postmarxista’, sostenía que el populismo lejos de ser un obstáculo, “garantiza la democracia, evitando que ésta se convierta en mera administración” de los recursos públicos. Y en parte no le falta razón. Cuando los gobiernos caen en la alternancia no en la alternativa –de Solbes a Rato y de Rato a Solbes– el sistema político se degrada por ausencia de soluciones (tasas de desempleo superiores al 20% en Grecia y España), y eso es lo que explica la eclosión de los movimientos populistas nacidos para canalizar el descontento provocado por instituciones que o no funcionan o son simplemente corruptas.
El problema de los populismos, sin embargo, radica en que en su construcción teórica olvida uno de los anclajes fundamentales que explican la prosperidad europea desde 1945. Y que no es otro que la política de alianzas entre el viejo proletariado industrial y las clases medias urbanas. O lo que es lo mismo. El pacto histórico entre la socialdemocracia y la democracia cristiana explica el auge de los Estados de bienestar en Europa en la segunda mitad del siglo XX. Y ello permitió crear tras la desolación de la guerra un extraordinario territorio de prosperidad que se ha quebrado en parte con la aparición en el concierto económico mundial de los países de bajos salarios. Ese pacto llegó, incluso a EEUU, donde Nixon proclamó ufano en 1971: “Ahora todos somos keynesianos”.
Como ha escrito Ludolfo Paramio, el símbolo de esta transformación doctrinaria fue el Programa de Bad Godesberg (1959), en el que se definió al Partido Socialdemócrata de Alemania como partido de todo el pueblo. El cambio no solo reflejaba el abandono de la idea de que la clase trabajadora industrial llegaría a ser mayoritaria, sino sobre todo la nueva idea de que se podían promover políticas que beneficiaban a la vez a la clase trabajadora y a las clases medias. Algo parecido a aquel compromiso histórico del que hablaba Enrico Berlinguer.
Este sistema de clases medias –dispuestas a pagar impuestos elevados siempre que reciban retornos en términos de prestaciones públicas de calidad y en cuantía suficiente– es ahora el que pretenden sustituir los nuevos populismos por un modelo de carácter dual (los ricos y los pobres, la casta y la no casta) que necesariamente lleva a la creación de una nueva mayoría social que obtiene sus rentas de los recursos públicos, ofreciendo la falsa idea de la existencia de un Estado protector, cuando en realidad se trata de un Estado meramente asistencial y políticamente clientelar. Un modelo inicialmente válido para países sin clases medias pero que suponen un retroceso en economías avanzadas.
Tanto el éxito de Podemos como de Syriza dependerá de adaptar sus planteamientos a la realidad europea, mucho más compleja que la que emana de los regímenes latinoamericanos. De lo contrario, habrán sido simples pasajeros en el viaje de la historia. Y lo que es todavía peor. Nadie es capaz de conocer hoy las imprevisibles consecuencias que puede tener –tanto en Grecia como en España– una decepción generalizada sobre el funcionamiento del sistema político y de la propia democracia.