Democracia y Política

La legitimidad de la era liberal

img_art_6579_795El pensamiento político de los anglosajones siempre ha tenido en el liberalismo un punto de acuerdo. Lentamente, esta concepción del mundo, basada en las libertades individuales, el imperio de la ley y las elecciones libres, convenció al resto de los pensadores europeos que por generaciones apostaron por filosofías políticas totalitarias: el fascismo y el comunismo.

Durante gran parte del siglo ha mediado un abismo entre la filosofía política del mundo anglófono y la de Europa continental. Sobra decir que este abismo no se abrió de la noche a la mañana: su origen puede rastrearse a inicios del siglo XIX, cuando surgieron por primera vez en Europa los estilos marcadamente nacionales de reflexión filosófica, en la época posterior a la Revolución Francesa.

Hasta el siglo XVII los pensadores europeos habían compartido un idioma común, el latín, que les permitía comunicarse directamente con sus contemporáneos modernos e indirectamente con los pensadores de la Edad Media y la Antigüedad. Ya en el siglo XVIII, el latín comenzó a caer en desuso; no obstante, la perspectiva de la Ilustración se había generalizado lo suficiente para permitir que las obras de las Luces se apreciaran en toda Europa. Kant leía a Hume, Hume leía a Holbach y todos leían a Rousseau. Pero después de la Revolución, esta extensa comunidad de pensamiento se desintegró, y en su lugar se desarrollaron diversos círculos independientes más estrictamente definidos por el idioma y el enfoque. Las filosofías alemanas de Schelling y de Hegel, por ejemplo, no podían traducirse de manera plausible al vocabulario inglés de Bentham y Mill. Las dos constelaciones heterogéneas que hoy llamamos filosofía «continental» y «angloamericana» —una surgida del idealismo alemán, la otra del escepticismo y el empirismo británico—deben su nacimiento a este desarrollo del XIX que podría llamarse el «nacionalismo filosófico».

La separación de la filosofía política en las dos tradiciones tiene, sin embargo, causas más concretas, y no sorprende que hayan sido políticas. También aquí debemos volver la vista al siglo XIX para entender lo que ocurrió. Es un lugar común en la historia que el pensamiento político moderno americano y británico no ha salido de la reducida órbita del liberalismo. Esta ha sido ciertamente la opinión de los observadores continentales desde Tocqueville, quienes por mucho tiempo han manifestado un asombro surgido del ánimo de admiración o de crítica ante nuestro supuestamente incorregible temperamento liberal. Durante los últimos dos siglos, las ideas liberales y el gobierno liberal han sobrevivido a la era revolucionaria, a la era industrial y a la era de la guerra total. Aquellos de nosotros que vivimos en los países liberales no pensamos que todo haya sido armonía a lo largo de su historia, pues de inmediato nos vienen a la mente nuestros conservadores y nuestros disidentes radicales. No obstante, hemos de reconocer que aun nuestros pensadores más conservadores y radicales rara vez se han apartado de los principios fundamentales de la política liberal: el gobierno limitado, el imperio de la ley, las elecciones multipartidistas, un poder judicial y civil independiente, el control civil de la fuerza militar, los derechos individuales de libertad de asociación y culto, la propiedad privada, etcétera. Nuestras luchas políticas más encarnizadas —sobre el sufragio en Inglaterra o sobre la esclavitud y los derechos civiles en los Estados Unidos— se han librado por la aplicación de estos principios y la estructura de dichas instituciones, rara vez por su legitimidad. En esto tenía razón el libro tan calumniado de Louis Hartz The Liberal Tradition in America (La tradición liberal en América, 1955). Todavía hoy, cuando nuestros filósofos políticos discuten los principios de libertad, igualdad o «comunidad», las instituciones básicas del gobierno liberal generalmente se dan por hecho. Independientemente de la diversidad y las discusiones que encontramos en la historia de nuestro pensamiento político, lo cierto es que nunca se han desarrollado en él tradiciones antiliberales coherentes.

En el continente sí las hubo. Indudablemente, la historia del pensamiento político continental desde la Revolución Francesa es en buena parte la historia de las diferentes especies nacionales de iliberalismo en oposición a los principios fundamentales antes enumerados, si bien por razones diferentes. Todas nacieron poco después de la Revolución, que provocó una amarga división entre los pensadores continentales en torno a su legado. En ningún país dejaba de encontrarse un partido contrarrevolucionario que defendiera a la Corona y a la Iglesia con la mira puesta en restaurar su autoridad, mientras que del otro lado siempre había un partido igualmente decidido a instaurar formas de socialismo o democracia más radicales para completar lo iniciado por la Revolución Francesa. Aunque lo que ambos partidos compartían se fue reduciendo a su hostilidad frente al liberalismo, ésta no sólo bastó para relegarlo a todo lo largo del siglo XIX, sino que además logró distorsionar la idea original del liberalismo: sus preconizadores acabaron entendiéndolo como una doctrina estrechamente económica, y sus opositores como una doctrina política destinada a defender los intereses económicos de las clases medias en ascenso. En la Europa del siglo XIX, el liberalismo llegó a convertirse en una etiqueta partisana o partidista, en vez de ser un término usado para designar un tipo de régimen moderno. Es cierto que, para fines de siglo, Francia, Italia y Alemania habían logrado construir regímenes constitucionales que eran «liberales» en muchos aspectos. Pero esto sólo se logró equilibrando delicadamente las distintas fuerzas políticas iliberales, no convirtiendo a los europeos en liberales. En Estados Unidos y Gran Bretaña las reglas fundamentales de la política liberal casi siempre fueron tomadas por consenso, mientras que en el continente fueron el resultado de un amargo compromiso que no satisfizo casi a nadie. No hubo lo que posteriormente se llamaría « cultura política» y pocos pensadores la promovieron. Y para los primeros años de la Segunda Guerra Mundial todos estos gobiernos cuasi liberales se habían esfumado.

La división en el pensamiento político moderno en Occidente fue, pues, efecto de las experiencias políticas diversas de Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa continental durante el siglo y medio posterior a la Revolución Francesa —y en ocasiones contribuyó a ellas. El «nacionalismo filosófico» no surgió en el vacío. Sin embargo, una de las paradojas de la vida intelectual de la posguerra es que este «nacionalismo» persistió, aunque las condiciones políticas que originalmente lo habían alimentado comenzaron a desaparecer. En el siglo XIX, las diferencias sobre el principio político también reflejaban diferentes historias políticas: Gran Bretaña y Estados Unidos tenían una experiencia ininterrumpida del liberalismo; Europa continental apenas si la había conocido. Pero en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Francia, Alemania Occidental e Italia se convirtieron en florecientes repúblicas liberales. Esto no se logró de un día para otro, ni el éxito estuvo nunca garantizado. Pero la historia política de la Europa de la posguerra ahora se presenta básicamente como la historia de su liberalización, una liberalización tanto de instituciones como de usos y costumbres públicas. Independientemente del tipo de pruebas por las que en la actualidad deben pasar los gobiernos en Europa occidental (y son muchas), no son las pruebas típicas que atormentaron al liberalismo europeo desde tiempos de la Revolución Francesa. Son pruebas que surgen de las propias estructuras políticas liberales europeas, y muchas de ellas también se presentan en Estados Unidos y Gran Bretaña.

De cualquier manera, el pensamiento político siguió teniendo en el continente una orientación totalmente antiliberal después de la guerra. Su versión derechista quedó marcada por la experiencia fascista y desapareció casi de inmediato sin dejar huella; pero el antiliberalismo de izquierda de tendencias socialistas o comunistas resurgió fortalecido de la experiencia de la guerra. Las causas fueron muchas y difieren de un país a otro, pero los resultados son similares. En Alemania, las obras de los marxistas de los treinta —George Lukacs, Max Horkheimer, Theodor Adorno, Ernst Bloch— cobraron nueva vida y los jóvenes pensadores, como Jürgen Habermas, las reanimarían posteriormente. En Italia se publicaron los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci, que se convirtieron en los textos clave para entender las relaciones entre la política y la cultura italiana. Y en Francia, el marxismo se convirtió, según dijo Jean-Paul Sartre, en el «horizonte insuperable» de la época, y eso siguió siendo a pesar de las reinterpretaciones a la luz del existencialismo, el surrealismo, la lingüística estructural e incluso la psicología freudiana. En pocas palabras, si bien las sacudidas de la historia del siglo XX habían dejado intacta la idea liberal y hasta la habían fortalecido en Estados Unidos y en Inglaterra, el pensamiento político liberal tenía pocos campeones en el continente. Si bien en la práctica Europa continental comenzaba a compartir la experiencia angloamericana de la democracia liberal, en teoría seguía considerando el liberalismo indigno de un estudio favorable.

Así pues, por décadas se libró una especie de Guerra Fría en la filosofía política. Los pensadores del continente pasaban estudiadamente por alto los textos de los liberales norteamericanos e ingleses, y esta cortesía era correspondida. No obstante, desde mediados de los sesenta se tradujeron y comenzaron a discutirse los escritos contemporáneos de varias de estas figuras del continente en los círculos académicos angloamericanos. Aunque este avance podía haber sido indicativo de un debate más amplio sobre el carácter de la era liberal, sólo parecía transferir esta Guerra Fría a nuestro frente nacional. Las diferencias entre aquellos que empleaban el lenguaje de la filosofía analítica para tratar problemas internos del liberalismo y aquellos que criticaban las sociedades liberales contemporáneas desde un punto de vista más histórico y con diferentes vocabularios —así fuera el del marxismo, el estructuralismo francés o la teoría crítica alemana— resultaron ser profundas. Pese a las repetidas manifestaciones de comprensión y respeto mutuos, se han desarrollado desde entonces dos formas independientes de concebir las tareas y los métodos de la filosofía política en el interior del mundo angloamericano.

El verdadero desastre de esta Guerra Fría filosófica fue el daño sufrido por los mismos antagonistas, que paulatinamente se hicieron tan provincianos como los pensadores de la era del elevado «nacionalismo filosófico«. No es que los partidarios de los enfoques liberales y continentales en los Estados Unidos y Gran Bretaña no dialogaran entre sí; lo han hecho, o al menos han tratado. Más bien, al dialogar casi exclusivamente entre ellos han ido perdiendo el contacto con lo que actualmente se piensa, se escribe y se vive en el continente. Los intelectuales europeos a menudo se muestran sorprendidos de que entre nosotros se siga debatiendo hoy en día en torno a un canon establecido de autores «continentales» aceptados que destacaron hace ya casi 25 años. Independientemente de cómo se disponga de estas obras e independientemente de su valor, resulta claro para cualquiera que esté familiarizado con el pensamiento continental contemporáneo en sus idiomas originales que los europeos mismos han pasado a nuevos asuntos y enfoques. En Europa, el «nacionalismo filosófico» está en decadencia. No sólo se está traduciendo y leyendo con mayor seriedad que nunca el pensamiento anglosajón; los filósofos continentales también están repensando sus propias tradiciones de pensamiento político, tanto las de la época de la posguerra como las que se remontan a la Revolución Francesa. Esto conlleva una mirada crítica a los métodos, el lenguaje y el juicio de dichas tradiciones —y en particular lo que Fritz Stern alguna vez llamó (refiriéndose a Alemania) los «fracasos del iliberalismo». Aunque no se refleja en las obras traducidas al inglés que actualmente circulan, el pensamiento político del continente vive una gran transición. Se tiene la impresión de que la Guerra Fría en la filosofía política ya no cuenta con la participación de los mejores cerebros del continente, sino que se ha convertido en un asunto meramente angloamericano. -—

Traducción de Rossana Reyes

© Introducción al libro New French Thought.
Political Philosophy, de Princeton University Press.

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