La lengua que me hizo ser yo
El próximo 21 de febrero se celebra el Día Internacional de la Lengua Materna, que se llama así no porque sea la que habla la progenitora, sino porque es la herramienta a partir de la que reconocemos el mundo.
No sé cuándo fue la última vez que tuvisteis un recién nacido en brazos. Lo que sé es que, por mucho tiempo que haga, no se os habrá olvidado la sensación de indefensión y ternura que desprenden. Y es que los humanos nacemos de forma prematura, cuando todavía no somos capaces ni de sujetar nuestra cabeza, no hablemos de caminar o buscar nuestro alimento. Somos, sin lugar a dudas, los seres vivos que nacen menos capaces de sobrevivir solos, los que más necesitamos del resto de la especie para salir adelante.
El motivo fundamental de esta vulnerabilidad del humano recién nacido está en su cerebro. Cuando somos adultos, nuestras neuronas se organizan en redes para funcionar. Sin embargo, en el momento del nacimiento estas relaciones todavía no se han establecido. Será la experiencia la encargada de organizarlas. Nuestros bebés aprenden a entender los estímulos visuales cuando son expuestos a la luz; aprenden a moverse mientras interactúan con el espacio; aprenden a vivir viviendo. Y en ese descubrimiento maravilloso de lo que es la vida, estamos nosotros (los adultos) acompañándoles, cuidándoles para que no mueran antes de tiempo y, por supuesto, hablando.
Y así, al tiempo que sus neuronas aprenden a reconocer el mundo, aprenden la lengua (o las lenguas) que hablamos los adultos. Con el mismo esfuerzo con el que aprenden las palabras, aprenden la mayor parte de los conceptos asociados a ellas. Las lenguas que hablan sus cuidadores son el cicerone que les acompaña y les guía: “¿Oyes, cariño?: un perrito en la calle”; “Mira allí: viene el abuelo a vernos”. Y esa lengua (o lenguas) de nuestra infancia se convierten, sin remedio, en parte de nosotros. Un modo de mirar, un modo de entender, un modo de pensar. Las llamamos lenguas maternas no porque las hablen nuestras progenitoras, sino porque son nuestras madres, el kilómetro cero de lo que fuimos y somos.
Esa es la razón por la que pensar y hablar en lengua materna (a diferencia de lo que pasa con las segundas lenguas) nunca cansa. Porque es parte de nosotros mismos, es nuestro hogar, y utilizarla es como andar con ropa de casa y zapatillas. A partir de ella, además, aprendemos todas las demás. De este modo, el aprendizaje de lenguas extranjeras no es, en su inicio, más que un ejercicio de traducción. ¡Atención, profesores de segundas lenguas!: no la echéis de las clases de vuestros primeros cursos. Como muy bien nos enseñó Mar Galindo en La lengua materna en el aula de ELE (ASELE, 2012), el aprendiente va a usar su lengua materna con independencia de lo que su profesor/a le diga porque le es útil. Aprovechadla por tanto, en la medida de lo posible, como ayuda y mediador de aprendizaje.
Pero vayamos un paso más allá. Si aceptamos que todos los seres humanos somos dignos e iguales, debemos entender que todas las lenguas maternas lo son igualmente. Primero porque son lo que somos, pero además, porque no son más que variaciones de una única y maravillosa facultad, aquella que nos hace humanos: el lenguaje. No entender que la lengua materna es parte de lo que somos está en la base de muchos de los prejuicios lingüísticos que emponzoñan nuestras relaciones.
Hablar la lengua materna es lo natural, lo que demanda nuestro cerebro. Así, cuando veas a un humano hablando su lengua materna, no busques más razones a su conducta. Por el contrario, si alguien cambia de código y usa tu lengua materna para asegurar la comunicación, considéralo como un acto de cortesía que se ha de agradecer, a ser posible, con un acto de reciprocidad lingüística. Aprende, aunque sea, a saludar y a dar las gracias en su lengua. Por otra parte, no podemos olvidar que los seres humanos somos vulnerables: nos ataca la enfermedad, tenemos problemas legales, peligra la estabilidad de nuestra familia. Y es precisamente en esos momentos difíciles cuando es más importante que podamos comunicarnos en nuestra lengua materna. No critiques las leyes que aseguran ese derecho.
El 21 de febrero es el Día Internacional de la Lengua Materna. Os dirán que se celebra la dignidad de las lenguas. Ahora ya sabéis que, en realidad, se celebra la dignidad de sus hablantes nativos.