La libertad de Joan Manuel Serrat
Para Camila, Leo, Gaia; para Mabel;
para Isabel Muñoz; para la familia De la Torre
Hernández; para Víctor Farías, para Edurne.
Una escalera
NO era común que la poesía se cantara. Al menos para mí. Ni siquiera podía comparar con claridad la música que entonces escuchaba con aquella incursión en mis oídos y sensibilidad, pero había algo muy básico: las canciones de todos los días no tenían esas imágenes narradas, esa lírica desplegándose entre violines y cascabeles. “Era la gloria vestida de tul/ con la mirada lejana y azul/ que sonreía en un escaparate/ con la boquita menuda y granate/ y unos zapatos de falso charol/ que chispeaban al roce del sol…” Canciones como “De cartón piedra”, cuya sonoridad podía llegar a ser tan seductora y voluptuosa como la historia del enamoramiento de un maniquí que termina en locura. Había en esas canciones imágenes de mujeres que servían para contrarrestar los efectos del melodrama de la balada romántica. Aunque todavía de matriz romántica, las mujeres que se simbolizaban en la voz de Serrat salían del lugar sufriente, de la abnegación y del erotismo idealizado y frustrado de las baladas de cantantes como Camilo Sesto o Julio Iglesias. Eran todo lo contrario: tenían defectos, no se bañaban, eran huesudas, huían de sus casas para ser felices en otros lados; incluso percibía que, por momentos, mis hermanas se sentían más cómodas en estas canciones. Quizá la que mostraba con mayor nitidez este giro era “Penélope”, escrita por Augusto Algueró. Una clara referencia a la Odisea de Homero en la que esta Penélope del siglo XX no sólo no reconoce a Ulises ni a su cicatriz en el muslo, como sí lo hace la anciana Euriclea (ama de llaves y nodriza de Ulises) y cuyo énfasis en este pasaje se lo debemos a Erich Auerbach, la imagen homérica de Penélope se ve alterada porque ella definitivamente ya no espera a Ulises. Cuando parece que el Ulises de esta canción regresa, Penélope le dice “tú no eres quien yo espero”, se vuelve a sentar en el banco de pino verde en la estación del tren, con sus tacones y su bolsa color marrón.
Haz clic en «Watch on YouTube para oír «Penélope»:
Todas estas canciones venían en un disco que no era propiamente un álbum concebido ex profeso sino una antología; tenía en la portada el rostro en pintura de Serrat y se hacía llamar La colección. En 1984, la voz de Joan Manuel Serrat proviene de este álbum que sale de los acetatos de mis hermanas, una recopilación de su trayectoria hasta ese momento. Yo no sabía que Serrat se había exiliado un año en México, en 1975, después de que hizo unas declaraciones en contra de la agónica dictadura de Francisco Franco en España. Tampoco sabía que sus primeras canciones las había hecho en catalán y que esa manera de protestar contra el monolingüismo monárquico de la dictadura era también una afirmación bicultural de la música. Yo sólo sabía que en esos temas había poesía, otra forma de la balada, incluso algo de rock progresivo mezclado con sonidos de tradiciones actuantes en Serrat, como el flamenco, la música andaluza y catalana, un antagonismo melódico contra el fascismo, melancolía mediterránea, consignas libertarias que se enredaban con metáforas sutiles sobre la vida cotidiana de enamoramientos que poco a poco se volverían paradigmáticos, ternuras expresionistas sobre la infancia y la adolescencia; en fin, había un mundo que empezaba a actuar en mi mundo.
Sin embargo, el tema más perturbador de La colección para mí fue “La Saeta”, un poema de Antonio Machado cantado por Serrat. Desde que comienzan el redoble del tambor y la voz litúrgica de Serrat, empieza y se refuerza en mí una actitud herética y agnóstica que nunca me ha abandonado: “Dijo una voz popular: quién me presta una escalera para subir al madero, para quitarle los clavos a Jesús El Nazareno.” Hablar de Jesús en otro tono y desde otra perspectiva, la de esa “voz popular”, la idea de bajar el cuerpo de Cristo de la crucifixión y colocarlo en cualquier lugar que no fuera esa cruz…en la mar, por ejemplo, eran cuestiones con las que yo no estaba familiarizado en un ambiente conventual más bien tradicional y bucólico: el símbolo de todo esto fue para mí la escalera, me daba vértigo concebir que alguien pudiera usar esa escalera para tomar la altura de la crucifixión y desatar el cuerpo. Muchos años después volvería a recordar, en una Semana Santa en Valladolid, España, esa liturgia popular de cuerpos del Nazareno desplegados por todos lados y en todas las posiciones, ocupando de otra manera el espacio mundano. La cristología popular, ese Cristo de los gitanos de la canción de Machado y Serrat, siempre se me insinuó como un desacato a la imagen misma de la crucifixión. Puedo decir que es uno de los comienzos de mi proceso de secularización. Otro fue la película Nazarín, de Luis Buñuel, que se resume en la escena en la que Nazarín voltea a ver uno de los cuadros más perturbadores que haya registrado el cine iberoamericano: la imagen de Jesús riéndose como un hereje. Creo advertir que en ese tiempo ya estaba en condiciones de recibir los llamados de lo profano: había sido monaguillo en la iglesia de Santa Catarina y alegremente se derrumbaba en mí el significado litúrgico de las imágenes religiosas.
Nunca tuve un “Tío Alberto”, como en la canción de Serrat. No había un perfil semejante en mi familia y en ninguna cercana; el tío más cercano a esta actitud libertaria fue mi tío Antonio: beatlemaníaco, nadador incansable, sobreviviente del Festival de Avándaro, con una potente motocicleta en la que se enredó mi tobillo derecho con los rayos de la llanta, en una tarde de dolor infinito. Fue lo más parecido a un mecenazgo espiritual pero, sobre todo, de actividades temerarias. Creo que más bien el tío Alberto de Serrat se volvió un arquetipo del tío o familiar liberal y culto que introduce ciertas conductas y hábitos modernizadores: un gitano, o no gitano (payo), burgués con reminiscencias monárquicas. Un liberal de la cultura y la poesía, “entre la ruina y la riqueza”, se dice que un mecenas socarrón y valseador en la vida real: Alberto Puig Palau, un catalán que nació en 1908, fabricante de tejidos. Lo que sí teníamos eran tías cantoras, tiernas y socarronas, que corrían de un lado a otro tratando de conservar el frágil equilibrio familiar y que se quitaban como podían a maridos golpeadores, que se abrían paso en la vida con cinco o seis hijas e hijos y que también representaron durante mucho tiempo los efectos simbólicos de esta canción en mí.
Un decir
La conexión de la Nueva Canción que representaba Serrat con la poesía de Antonio Machado fue inmediata y profunda en mí; la poesía cantada no sólo era posible, era un camino nuevo, un imán que atraía posibilidades casi insólitas entre el decir y el cantar. Precisamente todo esto se concentraba en la adaptación del poema “Cantares”, de Machado, en una pertinente elección de versos del extenso poema original que es evidente que fueron pensados para producir un efecto amplificado en el canto: cada verso se volvía una expresión emblemática al ser cantado, los “mundos sutiles” de la poesía se consagraban en su dimensión popular al ser interpretados por la voz de Serrat. Después escuché una y otra vez el disco dedicado a Antonio Machado, su gran lección se reforzó: no había camino… y había que seguir, inventándose todo, empezando por el camino mismo o los caminos que se afirmaban como imperecederos.
El disco con los poemas de Machado es también una de las experiencias más trágicas del decir y cantar poéticos: no se puede obviar la canción que Serrat compone para expresar los momentos finales de Machado, después de su peregrinaje en la persecución de republicanos por Franco a través de la frontera con Francia: “Soplaban vientos del sur/ y el hombre emprendió viaje./ Su orgullo, un poco de fe/ y un regusto amargo fue/ su equipaje./ Miró hacia atrás y no vio/ más que cadáveres sobre/ unos campos sin color./ Su jardín sin una flor/ y sus bosques sin un roble./ Y viejo/ y cansado,/ a orillas del mar/ bebióse sorbo a sorbo su pasado./ Profeta/ ni mártir/ quiso Antonio ser./ Y un poco de todo lo fue sin querer./ Una gruesa losa gris/ vela el sueño del hermano./ La yerba crece a sus pies/ y le da sombra un ciprés/ en verano./ El jarrón que alguien llenó/ de flores artificiales,/ unos versos y un clavel/ y unas ramas de laurel/ son las prendas personales,/ del viejo,/ y cansado,/ que a orillas del mar/ bebióse sorbo a sorbo su pasado./ Profeta/ ni mártir/ quiso Antonio ser./ Y un poco de todo lo fue sin querer”.
Ese pueblito francés, ese “campo sin color” que fue la playa de Argelers, el campo de concentración donde Machado y su madre pasaron sus últimos días, donde no había más que cadáveres, la misma tumba de Machado en Coulliure, Francia: símbolos trágicos cantados por Serrat que ayudaron como nadie a difundir la obra de Antonio Machado en una época de la cultura de masas que estaba a punto de transformarse en neoliberalismo; así nos llegaron a muchos las primeras noticias de lo que fue el ascenso del fascismo español y de la dictadura de Franco; los campos de concentración para republicanos en la costa mediterránea de Francia.
Siempre oculté mi gusto por Serrat porque llegué a él cuando ya habían sonado bastante sus canciones por México y América Latina, eran emblemas de una época y yo asumí que era el derecho de generaciones más grandes venerarlas y tararearlas.
Un adiós
El disco Mediterráneo (1971) de Serrat puede ser entendido y disfrutado de varias maneras. Es un disco que transforma el mar Mediterráneo en un personaje, la voz autobiográfica le canta a su niñez en esa playa, olor y luz en el primer amor que se ensancha en un pasado vivo, más presente
que el presente mismo, “entre Algeciras y Estambul”, entre juegos y penas, el “sabor amargo del llanto eterno”: el Mediterráneo es para Serrat un “alma profunda y oscura”. Ya el historiador francés Fernand Braudel había estudiado el Mediterráneo como un sujeto histórico que tenía su complemento geopolítico, económico y cultural en el desierto del Sahara. Esa llanura líquida entró en un tiempo histórico de larga duración (longue durée) en la interpretación de Braudel de 1949 (El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II). Con Serrat, en 1971, ese sujeto líquido y eterno cuenta ya con su poética popular cantada.
Otro disco que me conmovió de Serrat, un Serrat bajo el relieve de cierta madurez poética y sonora, fue Sombras de la China (1998). Un álbum donde el mar, el sueño, el amor y la poesía se vuelven a articular en un decir de imágenes estilizadas por los diferentes ritmos ya consolidados en las canciones de Serrat: flamenco y balada, piano y acordeón. Dos poemas, uno de Luis Cernuda (“Más que a una mujer”), otro de Eduardo Galeano (“Secreta mujer”), son adaptados bajo cierta cadencia rítmica que marca todo el disco.
Después vinieron los momentos de un Serrat digamos que más excéntrico, de duetos y tríos, de covers y nuevas versiones. En esos años posteriores a las Sombras de la China, Serrat visitaba México y América Latina con una constancia notable, mientras en mí se iba apagando el deseo de verlo cantar en vivo aquellas primeras canciones que tanto escuché en la soledad de los caminos agnósticos que se abrieron después. Tengo la impresión de que esa poesía cantada se quedó en mí de manera oblicua, nunca en la superficie. La poesía con música de Serrat generó algunos arquetipos que con el tiempo disfruté cada vez que los lograba identificar: los cantores de fiestas que a la menor provocación echaban al viento sus versiones de las canciones Serrat, el arquetipo del novio cantor que enamora a la familia y a la sociedad con su espíritu libertario; mujeres con tacones y bolsas, que ya no esperaban a nadie, menos a Ulises, entre ellas algunas de mis tías, y que se habían transformado en veteranas firmes con voces apacibles. Las canciones de Serrat se durmieron en mí, en un sueño también apacible.
Me resigné a pensar que jamás escucharía en vivo aquella poesía cantada, pero los adioses nunca son como uno los planea o los espera. Serrat anunció una gira de despedida que pasaría por el Zócalo de Ciudad de México. Mi hija y su novio, y una de sus mejores amigas, que recorrieron estas canciones y poemas como parte de otra generación que, para mi asombro, también recaló en el primer Serrat, serían quienes me acompañarían el viernes 21 de octubre de 2022, cuando Serrat salió a cantar por última vez en México. La generación de mi hija lo escucharía cantar por primera y última vez, igual que yo. Vi muchos rostros conocidos bajo la fina lluvia de ese viernes, metáforas del tiempo y de los caminos. Ahora pienso: quizás los más viejos, los de la generación de Serrat y de la mía, se estaban despidiendo también a su manera, en vida, de la vida, de la poesía y de la música que alguna vez tuvo su propia mitología; la poesía de Machado, un espíritu libertario y antifascista, alegre y socarrón que corría desde el Mediterráneo hasta nuestras propias historias de amor, ahora que ya nadie nos espera en la banca de pino verde de alguna estación de tren.
Haz clic en «Watch on YouTube» para ver el concierto de Serrat en el Wizink Center de Madrid (14.12.2022):