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La lucha por mejorar las tasas de vacunación entre los latinos en Nueva York

Enormes disparidades persisten en los niveles de inmunización entre las comunidades de la ciudad.

Este invierno, mientras la pandemia avanzaba, Myrna Lazcano sintió la necesidad de aislarse de los demás. Lazcano, una activista comunitaria mexicana de cuarenta y cuatro años que vive en el este de Harlem, había pasado gran parte del 2020 respondiendo a las llamadas de amigos, vecinos, conocidos e incluso desconocidos en apuros. A partir de marzo del 2020, las peticiones de ayuda por las crecientes redadas de inmigración dieron paso a solicitudes urgentes de comida, dinero y servicios funerarios. Cuando una vecina y su marido cayeron gravemente enfermos por el coronavirus, preguntaron si Lazcano se haría cargo de sus dos hijas pequeñas en caso de que murieran. Después de que uno de los compañeros de trabajo de su hermano muriera a causa del virus, su cadáver permaneció en su apartamento durante doce horas antes de ser recogido. “Puede que no sean familia de sangre”, dijo Lazcano recientemente, “pero tuvimos muchas bajas en esta guerra”.

Lazcano, que tiene el pelo corto y oscuro y un porte sereno, comparte un apartamento de una habitación con su marido y sus dos hijas, de trece y diecinueve años. En la última semana de enero, su hija menor, Michelle, dio positivo en la prueba del virus. Lazcano, que es diabética, perdió el sentido del gusto a los tres días. Le aparecieron ronchas rojas en el pecho y en la nuca. Los dedos de los pies se le pusieron morados, los ojos y las piernas se le hincharon y le faltaba el aire. Pero dudó en ir al hospital. Tras perder su trabajo de limpieza en la primavera pasada, Lazcano había dejado de pagar el alquiler: debía a su casero más de catorce mil dólares y las facturas se acumulaban. A medida que sus síntomas se prolongaban durante meses, su temor aumentaba. Bajo la impresión de que podría ayudar, finalmente decidió vacunarse. “Es como cuando te preguntan: ‘¿Y con qué quieres que te martirice?’ ”, dijo, medio en broma, refiriéndose a un dicho mexicano: “¿con látigo o chicote?”.

Después de que la ciudad de Nueva York comenzara la primera fase de su distribución de vacunas, en diciembre, las autoridades de salud publicaron un desglose detallado de las tasas de vacunación por grupos demográficos, que mostraba inmensas disparidades. El número de blancos vacunados era cinco veces mayor que la de los latinos o los negros, quienes, respectivamente, constituyen casi un tercio y un cuarto de la población de la ciudad. Las autoridades locales retiraron los datos temporalmente, alegando que eran incompletos. Pero los críticos acusaron a la ciudad de cometer el mismo error de la primavera de 2020, cuando retuvo la información sobre las tasas de mortalidad e infección por grupos demográficos. Hasta la fecha, los latinos tienen casi el doble de probabilidades de morir por el coronavirus que los blancos, y representan la mayor parte de las infecciones por COVID-19 en la ciudad.

A Lazcano le pareció sospechoso el número desproporcionado de víctimas de la pandemia entre las minorías. También la rapidez con la que las farmacéuticas habían desarrollado una vacuna. Muchos de sus familiares y amigos en Estados Unidos y México compartían preocupaciones similares. “Le tienen miedo al líquido”, dijo. En entrevistas, docenas de latinos que viven en Nueva York expresaron su escepticismo sobre el desarrollo de las vacunas, pero la principal razón que citaron para no vacunarse fue la falta de acceso. Cuando la vacuna se ofreció por primera vez, algunas personas no sabían dónde pedir una cita o a quién pedir ayuda. Y los que sí lo sabían se quejaban de los obstáculos a los que se enfrentaban: la mayoría de ellos tenían más de un trabajo y no tenían tiempo para buscar un turno; otros no tenían una buena conexión a internet en casa o no se atrevían a llamar a la línea directa de vacunación, debido a su limitado dominio del inglés.

Los miembros de la comunidad indocumentada de la ciudad se enfrentaron a obstáculos aún mayores. Rebecca Telzak, subdirectora del grupo de defensa de inmigrantes Make the Road New York, dijo que, en las primeras etapas de la campaña de vacunación, muchas personas no pudieron obtener los documentos necesarios para demostrar que tenían derecho a la vacuna debido al tipo de trabajo que realizan. “Las personas que trabajan sin papeles y no se sienten cómodas yendo a su empleador para que les dé una carta tienen muchas dificultades para vacunarse”, dijo Telzak. Muchos también temen ir a un sitio patrullado por la policía o administrado por la Guardia Nacional. “Por lo general, esa es la gente a la que no quieren enfrentarse o con la que no quieren lidiar”, observó Lorena Kourousias, directora de Mixteca, una organización sin fines de lucro con sede en Brooklyn que atiende a la comunidad latina. “Estamos ante lo que vemos una y otra vez con diferentes problemas: barreras sistémicas al acceso de la comunidad a servicios básicos”.

Para Kourousias, la estrategia de la ciudad denotaba desconocimiento sobre la comunidad. Las intenciones de las autoridades locales eran buenas, dijo, pero estaba claro que no habían tenido en cuenta quiénes estarían al margen. Cuando el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, anunció que los empleados de los restaurantes podrían recibir la vacuna, en febrero, Kourousias alquiló un bus y llevó a treinta trabajadores al lugar de vacunación masiva en el Javits Center. Muchos preguntaron si tenían que pagar por la vacuna o si ponérsela permitiría a los funcionarios de inmigración declararlos carga pública, una táctica que el gobierno de Donald Trump había utilizado para negar el estatus de residente permanente a los inmigrantes. El gobierno de Joe Biden detuvo la práctica, pero el miedo persiste en la comunidad. Los sitios no administrados por el gobierno presentaron sus propios retos. “CVS, por ejemplo, pedía los números del Seguro Social”, dijo Telzak. “Y eso causó mucha confusión y miedo en la comunidad inmigrante”.

Esta primavera, el Departamento de Salud e Higiene Mental de la ciudad amplió su estrategia de vacunación, apoyándose en un número creciente de organizaciones no gubernamentales, centros religiosos y consulados. “Hay una falta de confianza en el gobierno, así que parte del compromiso es ser transparente y reconocer que tenemos que ganárnosla de nuevo”, me dijo Torian Easterling, jefe de equidad del departamento. “Se trata de llegar donde esté la gente”. En abril, el departamento fletó un bus de vacunación móvil para llegar a los repartidores de comida y trabajadores de restaurantes en Sunset Park, Bed-Stuy, Harlem y otros barrios. También abrió centros de vacunación a los que las personas mayores podían acudir sin cita previa, y ha gastado dos millones de dólares al mes en una campaña en medios de comunicación en español. Aun así, los representantes de algunas de las zonas más afectadas de la ciudad dijeron que quedaba mucho por hacer para mejorar el acceso.

El alcalde Bill de Blasio incluyó a Corona, en Queens, en una lista de treinta y tres barrios prioritarios, pero a mediados de marzo, solo el nueve por ciento de sus adultos habían recibido una primera dosis de la vacuna. En comparación, la tasa promedio en el conjunto de los cinco distritos era del veintitrés por ciento; en los barrios ricos y predominantemente blancos, como Breezy Point, Queens, y una parte del Upper East Side, en Manhattan, era del cincuenta y cinco y cuarenta y uno por ciento, respectivamente. Para el congresista Adriano Espaillat, que representa a partes del norte de Manhattan y del Bronx, el problema no era tan solo que las tasas de vacunación fueran escandalosamente bajas, sino que una nueva variante del coronavirus parecía haberse originado en Washington Heights. Cuando hablamos a finales de marzo, Espaillat me explicó que ésta se había convertido en la variante dominante. “Para el gobierno es más fácil decir: ‘Vayamos a estas grandes instituciones y distribuyámosla allí’, pero el impacto que eso tendría a nivel local es menos efectivo”, añadió Espaillat, argumentando que era esencial asociarse con las clínicas del barrio. “Realmente hace falta hacer presión en toda la cancha”.

Alo largo de la pandemia, Juan Carlos Ruiz, un pastor mexicano de la iglesia El Buen Pastor, en Bay Ridge, Brooklyn, ha trabajado sin cesar para ayudar a los miembros de su comunidad a capear la crisis. Ruiz, cuyo perfil se publicó en esta revista el año pasado, ha repartido alimentos, organizado funerales y participado en manifestaciones para exigir más ayuda para los más necesitados. Cientos de personas han cruzado por las puertas de su iglesia cada día para recibir una comida o recoger una caja de alimentos. Sin embargo, cuando comenzó la campaña de vacunación de la ciudad, le costó encontrar personas en su comunidad que tuvieran previsto vacunarse. “Entonces, les pregunté: ‘¿Se vacunaría en la iglesia?’”, recuerda Ruiz, “invariablemente, su respuesta fue ‘sí’ ”.

A partir de marzo, Ruiz convirtió su iglesia en un centro de vacunación. Una mañana reciente, el pastor, de cincuenta y un años, delgado y con una barba castaña, contestaba llamadas de personas que esperaban recibir una de las quinientas vacunas que se administrarían esa semana. En una sala amplia a la derecha del altar, las enfermeras estaban sentadas en dos mesas plegables. Un flujo constante de personas entraba, rellenaba su papeleo y esperaba pacientemente para recibir una dosis de la vacuna de Johnson & Johnson. La mayoría de ellos hablaban un inglés vacilante; algunos no sabían leer ni escribir. Muchos habían contraído el virus anteriormente, y prácticamente ninguno tenía un seguro de salud. “Están al margen de todo”, dijo Ruiz.

A eso de las nueve de la mañana, Wendy Reza llegó junto con cuatro miembros de su familia. Solo su tío, de más de setenta años, tenía una cita. Susurrando, el tío le preguntó al pastor si Reza podía vacunarse en su lugar. Explicó que Reza había contraído el virus en abril del año pasado, cuando otro tío—un repartidor—llegó a casa enfermo y contagió a los trece miembros de la familia, que comparten una casa de cuatro habitaciones. A sus veintisiete años, Reza lleva años luchando contra la diabetes y la hipertensión. Tras contraer el virus, fue hospitalizada y pasó un mes conectada a un respirador. “No podía hablar”, recuerda. “Si necesitaba algo, tenía que escribirlo”. Con el tiempo, recuperó la voz, pero caminó con un bastón durante casi un año.

A media tarde, Jorge Ospina, un pastor de una iglesia vecina, llegó para recibir su dosis. Ospina, que es colombiano, delgado y de baja estatura, se preguntaba cómo calmar los temores de sus feligreses: compartir su propia experiencia desde el púlpito tenía que ser parte de la respuesta. “Muchos tienen preocupaciones legítimas sobre la vacuna”, dijo, con una mirada pensativa. Delante de él, estaba Juana Torres, una cincuentona sociable que es matrona de la iglesia de Ospina. Sus amigas habían oído que algunas personas habían muerto o sufrido graves efectos secundarios tras ponerse la vacuna. “No quieren ser uno de ellos”, dijo Torres, con un aire de lamento. Otros no podían correr el riesgo de perder un solo turno de trabajo. “Sencillamente, no pueden permitírselo”, añadió.

En el tercer piso de la iglesia, nueve mujeres participaban en una clase de bordado. Sentadas en un círculo, las mujeres reían e intercambiaban chismes mientras dibujaban animales sobre mascarillas de algodón blanco. Comenzaron a reunirse en la primavera del año pasado, cuando la mayoría perdió su empleo debido a la pandemia. Ese día, gran parte de su conversación giró en torno a las vacunas. “Cada vez que le marco al pastor, me dice: ‘¡María José, la vacuna!’ ”, dijo una pequeña y exuberante mujer de treinta y seis años, imitando la exhortación de Ruiz a recibir una dosis.

Una bordadora a la izquierda de María José explicó que no se vacunaría porque su marido estaba en contra. Dos de sus sobrinos eran autistas, dijo, y ella creía, erróneamente, que su síndrome estaba relacionado con las vacunas infantiles. Algunas de las mujeres citaron las mismas noticias a las que se había referido Torres: una persona que murió a los pocos minutos de recibir la vacuna, u otras que experimentaron efectos secundarios duraderos. Se produjo un silencio que María José rompió en cuestión de segundos. “Bueno, señoras, yo la verdad”, dijo, con el aire de quien está a punto de revelar un secreto. “¡Solo estoy esperando a ver si a la gente le empiezan a salir alas!”. La sala se llenó de risas.

De vuelta al área de vacunación, el ambiente era jovial. Una enfermera había conseguido extraer nueve dosis adicionales de los viales, y Ruiz estaba al teléfono animando a la gente a llegar a la iglesia lo antes posible. Leonardo, un hombre delgado de unos veinte años, de Guatemala, llegó en pocos minutos. Ruiz me explicó que la familia de Leonardo era una de las miles que pertenecían a la comunidad indígena k’iche’—pocos de ellos querían oír hablar de la vacuna. “Temen que sea para colonizarlos”, dijo Ruiz. Leonardo es considerado un líder en la comunidad y Ruiz confiaba en que ayudaría a correr la voz. “Le marque el otro día”, dijo Ruiz. “Y le dije: ‘Necesito que seas el primero’ ”.

Tres meses después de que la ciudad comenzara la vacunación, Heidi, la hija mayor de Myrna Lazcano, llegó a casa con buenas noticias. Una trabajadora social se ofrecía como voluntaria en La Morada, un restaurante oaxaqueño en el Bronx donde trabajaba Heidi, para ayudar a cientos de personas a conseguir citas para la vacuna, y había anotado el nombre de Lazcano. Meses después de convertir su restaurante en un comedor social, los propietarios de La Morada le pidieron a Karina Ciprian, una trabajadora social que conocían, que hablara sobre las vacunas con las familias que acudían a recoger las cajas de comida. Ciprian me dijo que muchas de las familias tenían problemas para superar las barreras lingüísticas o tecnológicas.

Ahora que las vacunas están disponibles para todos los neoyorquinos mayores de doce años, las barreras de acceso se han reducido: la gente puede acudir a muchos centros de vacunación sin necesidad de pedir cita, y el número de clínicas móviles crece cada semana. Sin embargo, las disparidades persisten. Las tasas de vacunación han aumentado en toda la ciudad, como en el distrito financiero, donde cerca del noventa por ciento de los adultos han recibido su primera dosis. Pero siguen siendo bajas en los barrios predominantemente latinos o negros, como Corona y East Harlem, donde el número de adultos que ha recibido al menos una dosis no alcanza el sesenta por ciento.

A Lazcano le sorprendió el número de latinos que siguen muriendo cada semana a causa del virus, y el hecho de que la desconfianza hacia las vacunas siga predominando en la comunidad. La breve suspensión de la vacuna de Johnson & Johnson después de que causara raros coágulos de sangre en algunas mujeres supuso un revés. Su uso se reanudó a los diez días, pero muchos miembros de la comunidad seguían preocupados por su supuesta letalidad; algunos incluso creían que ésta era intencional. La última vez que el pastor Ruiz ofreció la vacuna en su iglesia, a principios de mayo, solo fueron setenta personas, y cientos de viales quedaron sin usar. Su mensaje a la comunidad era el mismo que el de Lazcano: no hay duda de que el virus es mucho más letal que la vacuna.

Cuando Lazcano fue a vacunarse, en una escuela católica del Bronx, le pidió asu hija Heidi que le hiciera una foto. Quería compartirla con los demás, para desmitificar una experiencia temida por muchos. Ese día, una de sus vecinas llamó preguntando por una caja de comida que Lazcano le iba a dar. “Te marco luego. Me están vacunando”, dijo Lazcano. Unas horas después, la vecina volvió a llamar. “¿Te dolió?”, le preguntó. “¿Cómo y dónde la consigo?”. Lazcano cree que cuantos más latinos reciban la vacuna, más personas de la comunidad se animarán. “Si somos experimento ya se verá”, dijo. “A fin de cuentas, nadie sabe si el agua está caliente o fría si no mete los pies”.

 

(Traducción de inglés a español por Sabrina Duque.)

 

La versión en inglés de este artículo, “The Struggle to Improve Vaccination Rates Among Latinos in New York, se publicó el 22 de mayo de 2021.

 

Stephania Taladrid, escritora asociada, se unió a la redacción de The New Yorker en 2017.

 

 

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