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La Lupe: el evangelio según La Yiyiyi

Ella era como una nube. Esa es la mejor comparación posible: una nube. Pero no esas tiernas, esponjaditas, blancas como algodón de azúcar. No. En la vida y en escena era una nube del otro tipo. De esas que dan pavor con tan sólo avistarlas. Oscuras, con intención de escupir tinta al menor descuido, con la barriga indigestada de relámpagos y truenos. Su lluvia era así: imprevista, torrencial, no sólo de lágrimas, sino también de improperios, chillidos que sonaban a bisagras secas, zapatos con tacones de vértigo, sostenes, pelucas, uñas postizas, sortijas, zarcillos, pestañas de plástico (o no), medios fondos, turbantes, capas, diademas, collares con perlas esparcidas al detal y manotones como aspas de ventilador.

 

 

¿Las víctimas? Los músicos y el público más cercano.

Porque eso sí hacía Lupe Victoria Yoli Raymond (alias La Lupe; alias La Yiyiyi). Cuando estaba en pleno frenesí, con esos ojos blancos del trance del desamor, se creía sus canciones y, víctima del odio y despecho de cada verso, la emprendía a zapatazos contra el pianista o bongosero más cercano, que en su delirio representaba a todas las maldades del sexo masculino.

¿Se imaginan terminar una pieza en su instrumento mientras una histérica les arranca las patillas? Se tenía que ser muy guapo o amante del arte por el arte para aguantar esa prueba extra musical.

A La Lupe se le definió de mil maneras. Para algunos era un “colapso nervioso vestido de mujer”. Guillermo Cabrera Infante llegó a catalogarla como un “fenómeno fenomenológico”. Quizás en su natal San Pedrito, un pueblo muy cerca de Santiago de Cuba, ella era tan solo una loca que había que enderezar.

Por eso a nadie le debe de extrañar que haya sido su viejo quien le exigiera sacar una carrera antes de inventar con el cabaret. Y La Lupe, pese a su rebeldía, lo hizo: se graduó de maestra. No hay nada de raro en eso: tanto en las aulas escolares como en las jaulas nocturnas se aprende. En las primeras, los trucos de los libros; en las segundas, los de la vida y los humores. La Lupe sabía que ese estrado lleno de noche y sinvergüencería, sería su promontorio para ensayar su propio sermón de la montaña.

Ahora, su interpretación de «Puro teatro». (Hacer clic en «Watch on YouTube»):

 

 

Allí comenzaría su magisterio.

Hay recuentos de vida que piden el desorden. Éste parece hacerlo. No es nada fácil sacrificar tramos de la biografía de La Lupe. Esos en los que su primer esposo la expulsa del trío Tropicuba pistola en mano y casi desnuda en plena calle, después de sorprenderla en pleno desove con un cantinero. Tampoco que en ese local llamado La Reda atrajera como a peces a personalidades del tenor de Marlon Brando, Ernest Hemingway, Simone de Beauvoir, Tennessee Williams, Picasso o Jean-Paul Sartre por el sólo placer de verla en sus arrebatos. O, mejor aún, el momento de su partida de Cuba en 1962, porque a Fidel le parecía bastante contrarrevolucionaria su estampa de puta (su libertad artística, pues).

“Él dijo que yo le estaba robando atención a su revolución, y que me tenía que ir. Cuando hay revolución, no puede andar por ahí alguien como Benny Moré o como yo. Le quitamos toda la atención. Yo existo para todos, no me limitan las revoluciones. ¡Soy para todo el que tenga soul!”, respondió a gritos a la Rolling Stone en 1972.

 

 

Hay que decir que su aterrizaje no fue tan fácil. De ser la soberana del botiquín cubano, a no encajar ni en México ni en Miami hay un largo trecho. ¿Y cómo podía hacerlo? Ya se dijo que La Yiyiyi aporreaba a los músicos y a sus instrumentos, cosa que ya de por sí tiene sus bemoles, pero no se mencionó otro detallazo: la mujer se empelotaba en escena si la llegaba a poseer el ritmo. Hay registros de La Lupe pegándole con una teta al micrófono, otros en los que elevaba pantaletas y sostenes; incluso existen los que la presentaban de nalgas peladas, aplastada contra la pared.

 

 

¡Con todo esto pa’ qué más revolución!

Dicen que cuando se fue a Nueva York, y logró ser reclutada por Mongo Santamaría, sus presentaciones en el Apollo dejaban en pañales a las de James Brown o a cualquier leyenda del frenesí. La mujer corría y se deslizaba de rodillas mientras la orquesta seguía con la canción. Luego gritaba, se mordía el borde de las manos hasta sacarse sangre, se cacheteaba con gusto, se arañaba por todos lados y desprendía las cortinas del lugar. Los tramoyistas del sitio, que de seguro habían visto de todo en su vida, se escondían con estos alaridos, cuando el huracán se acercaba: “¡Cuidado, que ahí viene la loca! ¡Échate a un lado, que te puede dar un sopapo!”.

Ver los videos de su época dorada es toda una experiencia. Los músicos se las ingenian para mantener las melodías, mientras ella grita, patea maracas, lanza puños a varios objetivos, suelta gallos de todas las espuelas y corre como una demente. La lógica del mecanismo parece ser una: cada quien está en su vaina en esos shows. Pero por alguna extraña ecuación todo encaja perfecto. Las piezas suenan sólidas y el desorden se acopla como un guante. Debe haber algún principio físico en eso. Uno que debería bautizarse con el nombre de esta mujer. Sería interesante explicar la montaña rusa de esta vida gracias a la ciencia.

Porque La Lupe era lunática fuera y dentro de escena. Cuando Tito Puente la reclutó entre sus filas, ella se hizo reina. El timbalero dejó de lado su prejuicio hacia el descuido vocal en el estilo de la cantante, y decidió arrebatársela a Mongo Santamaría para ver qué salía. Y salió petróleo. A mediados de los años 60 hicieron discos como Tito Puente swings/The exciting Lupe sings, Tú y yo y El Rey y Yo. Es la época del verdadero acabose. Las entradas se agotaban para verlos, los álbumes desaparecían de las discotiendas, el bolero Qué te pedí se transformaba en clásico instantáneo, los reconocimientos arreciaban, las entrevistas en medios norteamericanos eran cosa frecuente y, no menos importante, el dinero llegaba por chorros. La Lupe fue proclamada como la “reina del latin soul”. Para entonces, no tenía rival. Celia Cruz era el anverso débil de la moneda. Y la Yiyiyi gozaba su fama sin medida. Gastaba fortunas de puro pecado. ¿Qué no? Bueno, entonces, habría que sacar la compra de la mansión de Rodolfo Valentino y las cientos de pieles que adquiría con la paga de una noche de actuación. Además, en esos años la mujer contrajo nupcias por segunda vez, ahora con el cantante Willie García, bajo una férrea condición: “Usted ni trabaje porque a su hembra lo que le sobra es plata para mantenerlo, ¿oyó?”.

Y, como ya es normal en estas historias de fama y fortuna, su divismo se estaba haciendo insoportable en la orquesta de Puente. Cuentan que llegaba a deshoras, con la sangre atestada de drogas, grababa como le daba la gana y todos tenían que amoldarse a sus caprichos. Para colmo de colmos, ganaba más dinero que el propio director del grupo musical. El desenlace era el esperado: la expulsión de la díscola. Lo que siguió a esto no se sabe si podía ser tan esperado: La Lupe grabó el tema Oriente con unas líneas que no tenían desperdicio por los obuses que les lanzó a Puente y a Celia Cruz: “Y yo que le daba todo a mi jefe Tito Puente / Se me fue con la del frente, y solita me dejó/ Ay, ay, ay, Tito Puente me botó, me botó”.

Después de estos excesos es normal que la desgracia asome. Pero lo cierto es que La Lupe, aunque estaba cayendo, tardaría lo suyo para el platanazo. Por eso en esa parábola descendente hubo cientos de episodios memorables. Sus trabajos como solista no decepcionaron. Tite Curet Alonso la protegió al darle canciones como La tirana, Fíjense, Avanza y vete de aquí, Carnaval o Puro teatro. Y eso sin contar con sus versiones de éxitos de Los Beatles, Doors, Sam Cooke o Janis Joplin, muchos de estos aparecidos en el álbum The Queen does her own thing.

 

 

 

Fue un momento estrambótico, como casi todos los de ella. Su pronunciación de la lengua de Shakespeare distaba de ser parecida a la de un profesor de Oxford. De su boca salía un carnaval de palabras en torbellino, cuyo exotismo no dejó de interesar al otro público. Los psicodélicos quisieron ampararla, de repente por el efecto que daba esa lenguarada pasada por LSD. Por eso aparecieron las invitaciones a festivales en donde compartiría cartel con Iron Butterfly o Jethro Tull. Y en medio de esa preferencia también habría que añadir aquella postración del Village Voice, que llegó a publicar sin recato: “Ella es Janis, Aretha y Edith Piaf mezcladas en una. Canta baladas mejor que Piaf, y canciones movidas como las otras dos, con locura añadida. Pudiese ganar una fortuna en el ámbito del rock. La Lupe es devastadora, y parece que se está devastando a sí misma. Jim Morrison, toma nota”.

Sobre esta devastación existe un episodio que los memoriosos agradecerán: el del programa de Dick Cavett. Este show, que tuvo a gente invitada como Hendrix, Zappa o Lennon, también le dedicó una emisión a La Yiyiyi. No tiene desperdicio. Ella sale dorada de la cabeza a los pies, con un turbante, una batola y una comparsa de bisutería del mismo color. Parece la novia de bajo presupuesto de la estatuilla del Oscar. La cosa es que, mientras chilla el Afro Blue, se deshace de la bata, de sus zapatos de tacón y del turbante. También se da golpes en la panza y agita las tetas como si quisiera desprenderse de ellas. Al final queda en un mono enterizo tallado al cuerpo, con un escote tan amplio en su espalda que da cuenta del comienzo de la raja entre sus nalgas. La loca camina, oronda, después de su exorcismo musical, se agarra sus lolas, muestra una cesta dorada y le regala unas tortitas de Morón, hechas por ella misma, a un sorprendido Cavett con estas palabras: “La moral no es alta, pero es abundante”. El gringo las toma y, qué carajo, después de eso se va con La Lupe a cantar Allá en el rancho grande, mientras comienza a empelotarse como lo hizo su invitada.

Esos serían sus últimos momentos estelares. Porque lo que vino después fue más error que ensayo. La Lupe fue reclutada como una más por los santeros de Nueva York. Y este tipo de cosas trajeron tela. Por ejemplo, su participación en la obra de Broadway Two gentlemen from Verona de Shakespeare, tornó en desastre. La ogra, frasquitera como ella sola, se amarró a la cintura una cabuya con una piedra de Shangó para la buena suerte. Salió a cantar, y en mitad del tema se le desanudó el ingenio que, hay que decirlo, cuando cayó produjo el estrépito propio de una explosión (y no de sabor). Dicen que la gente, después de escuchar el grito desmayado de la intérprete, casi se infartó de la risa. Pero a ella como que no le hizo gracia enterarse de su posterior despido por magia negra.

Y ya que estamos: después se le ocurrió decir en una entrevista que Celia Cruz y su esposo eran paleros (o sea, supuestos bichos malucos que joden con el lado oscuro de los santos). No se sabe si fue por eso, pero para entonces la otra se había transformado en la Guarachera de América, ficha importante de la Fania y con una legión de adoradores, mientras que a La Yiyiyi se le cerraban las puertas del cielo (más no las del infierno). Habría que imaginar lo que padeció quien antes era considerada diosa. Y más aún cuando su marido, sumido en los pozos de la esquizofrenia, casi la mató a tubazos en su casa. Ah, y otra cosa más, antes de que no quepa en el siguiente párrafo: las velas para sus santos ardieron más de lo debido hasta producir el papá de los incendios en su morada.

Pero eso no es todo. Aún tendrían que pasar más cosas en su vida: la muerte de su pareja, el embargo de la mansión de Rodolfo Valentino, el adiós a sus carros de marca, diamantes y joyas, su confinamiento en un apartamento del Bronx, los intentos por retomar su éxito en Venezuela y también los de su carnal Tito Puente por resucitarla. Pero todo fue inútil. A la mujer le dieron la espalda. Ya era un despojo loco, a cuestas con su hija Rainbow (del vástago René poco se sabe), que llegó a vivir en refugios de vagabundos, gracias a cheques de la asistencia social y de alguna ayuda esporádica de sus amigos músicos, que ya echaban en falta tanta furia y taconazos en escena.

 

 

Los esplendores habían dado paso a las miserias.

Si ella hubiera sido un simple mortal como quien esto escribe, de seguro hubiera puesto un disco de La Lupe y se hubiera abrazado a una rocola para llorar el despecho. Pero su extravagancia tenía sus límites. Además todavía faltaba la última raya para la tigresa: la de la nochevieja de 1984. Porque fue ese día el de la caída, mientras arreglaba su casa para recibir el año. Sí, el de la caída que la dejó en silla de ruedas y sin esperanzas de mover un pie en lo que le restaba de aliento.

Las cosas malas suelen llegar en tromba, como un río crecido. Eso lo sabe todo el mundo. Sin embargo, también los aguaceros dan tregua cuando el día escampa. La calma en las costas de Lupe Victoria Yoli Raymond vino de la manera más inesperada para los menos agudos: de la mano de la iglesia evangélica. Sus paisanas y cantantes Blanca Rosa Gil y Xiomara Alfaro la llevaron al templo en donde se produjo el milagro. Ante un público al que por primera vez le dio temor de encarar, a La Yiyiyi la interpelaron. Un pastor evangélico le preguntó si creía en Dios, le puso la mano en la frente y la soltó como quien suelta un saco de ñames. Un silencio cubrió a la histeria. La negra yacía en el suelo sin esperanzas. Alguien, por fin, rompió la quietud y le preguntó cómo se sentía. Ella se paró y dijo: “Mira, chico, si supieras que no tan mal”. Los fanáticos enmudecieron aún más. Y La Lupe comenzó a dar saltos como un sapo y a correr como un venado, cuando se dio cuenta de la ayuda del Señor.

Y si creen que Madonna cambia mucho su imagen, entonces, habrá que explicar lo que sucedió después: la mujer se consagró al estudio de las escrituras, cantó sólo en los templos, renunció a los escotes, rechazó ofertas para relanzar su carrera y cesó de pintarrajearse la cara. Ya había dejado de ser una estrafalaria montaraz para convertirse en otra del tipo religioso. Y por eso se hizo referencia a lo de los menos agudos: La Yiyiyi volvió pachanga a la Biblia en esas grabaciones en las que adaptó los boleros de siempre pero por cantos a Jehová. En todos se escuchan sus gritos orgásmicos bajo lo que ella pudo entender del lema: Dios es amor. ¿O acaso el ser pentecostal no es otra manera de ser desaforado?

Esta reinterpretación sarcástica de Sor Juana Inés de la Cruz vivió feliz en su nueva mutación. Dicen que se sintió la mujer más dichosa del mundo, incluso, la noche antes de morir de un infarto en el tránsito de un sueño profundo. Eso sucedió en un día tan extraño como ella misma: el 29 de febrero de 1992.

¿Por qué atraen tanto estas vidas? ¿Qué hay de morboso en ellas? ¿Por qué la gente se empeña en Lavoe y no en Blades? ¿Por qué más en La Lupe que en Celia? ¿Por qué el desorden llama más que el reposo? Hay principios para todo. El más preciso sobre esta ogra lo dio su amigo y compositor Tite Curet Alonso: “Ella misma es el arte barroco: dinamismo, distorsión y decoración”.

¡Alabado sea el Señor!.

 

 

 

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