La mandrágora de Albert Rivera
Lo último que he hecho en Florencia ha sido visitar la tumba de Maquiavelo en la Santa Croce. Sus restos reposan bajo lo que parece el más pomposo de los epitafios y, en realidad, es la expresión de un desafío permanente al pensamiento político: «Tanto nomini nullum par elogium». O sea, «ningún elogio podrá expresar la grandeza de este hombre».
Desde hace cinco siglos los más notables filósofos e historiadores de las ideas, de Spinoza a Hegel, de Fichte a Gramsci, de Althusser a Isaiah Berlin, de Macaulay a Marx, han tratado de responder, cada uno a su manera, lo que Benedetto Croce planteó como «una questione che forse non si ciuderà mai: la questione del Machiavelli».
¿Es El Príncipe un «manual para gánsteres», como decía Bertrand Russsell, o un «vademecum para estadistas», como sugería Mussolini? Probablemente las dos cosas. Tal vez por eso, Federico el Grande consideraba a su autor un «enemigo de la humanidad»; pero reconocía que seguía sus enseñanzas, inducido por Voltaire.
¿Era Maquiavelo un cínico utilitarista, un humanista angustiado, un patriota florentino que anteponía el bien de su ciudad a cualquier otra consideración, un precursor del totalitarismo, un visionario de la fuerza del carisma en la era de los medios de masas, el «primer malvado maestro con el que -al decir de Pablo Iglesias- todo estudiante de política debería caminar» o, sencillamente, un pragmático que nos obliga a ver las cosas como son y no como nos gustaría que fueran? Esta es la «cuestión que no se cerrará nunca»; y reflexionar sobre ella en el recinto de la Santa Croce es la única alternativa digna a marearse, como le ocurrió a Stendhal, por la acumulación de tanta belleza bajo sus naves.
¿Es El Príncipe un «manual para gánsteres», como decía Bertrand Russsell, o un «vademecum para estadistas», como sugería Mussolini?
En las próximas semanas se hablará, desde otra perspectiva, de esta fascinación por el renacimiento en Florencia, por razones insospechadas para mí, hasta muy poco antes de emprender el viaje. Pero hoy quiero subrayar el contraste de la «grandeza» de Maquiavelo con la pequeñez de las miserias en que quedó atrapado y el ingenio con que las afrontó.
Maquiavelo sirvió, como diplomático, a la República Florentina que había sustituido, a finales del siglo XV, al poder de los Medici; y cayó en desgracia cuando estos fueron repuestos, por la fuerza de las armas, en 1512. Exilado la mayor parte del tiempo en un pueblecito de las afueras de Florencia, la «miserable aldea de San Casciano», donde sólo podía cazar pájaros y echar horas en la taberna, jugando a los dados, tuvo que refugiarse en la escritura. Es entonces cuando elabora El Príncipe, obra inédita hasta después de su muerte. Y, exactamente, de enero de 1518 es su confidencia epistolar a su amigo Giovanni Vernacci: «La suerte se ha portado conmigo tan mal como ha podido; de manera que estoy reducido a tal estado que soy de poco provecho para mí y de menos para los demás».
Sin embargo, en este momento que él resume con la expresión «post res perditas» –“todo se ha perdido”- es cuando Maquiavelo se reinventa como dramaturgo, escribiendo, precisamente hace ahora quinientos años, La Mandrágora, una comedia que le proporcionará con su estreno el éxito y la popularidad que nunca le darán en vida sus ensayos.
En su prólogo escénico, el autor se disculpa por ocuparse de lo que ocurre entre un amante desdichado, un marido cornudo y una mujer insatisfecha. «Si todo esto no os parece digno del gran Maquiavelo –aclara-, no tengo fuera de ello a dónde volver los ojos: todo me lo han prohibido». Y a continuación añade: «Pero, ¡cuidado! si alguno cree tenerme cogido por los pelos, le advierto que yo también sé hablar mal de los demás».
Es su gran golpe de efecto, su genial salida por la tangente para escapar del ostracismo: «La Mandrágora es la comedia de una sociedad en la que El Príncipe es la tragedia», ha escrito su biógrafo Pasquale Villari.
«La Mandrágora es la comedia de una sociedad en la que El Príncipe es la tragedia», ha escrito su biógrafo Pasquale Villari
La trama es bien sencilla. El viejo abogado Nicias, tontorrón donde los haya, quiere tener hijos con su joven esposa Lucrecia, por la que bebe los vientos el seductor Calímaco. Con ayuda de un alcahuete y un fraile corrupto, Calímaco se hace pasar por médico y convence a Nicias de que su mujer será fértil si ingiere una poción de mandrágora -la mítica hierba medicinal, asociada también a los aquelarres-, con la particularidad de que el primero que yazca, a continuación, con ella, morirá irremisiblemente. La solución a ese problema será capturar al primer vagabundo a mano que, naturalmente, es el propio Calímaco disfrazado. Y así es como el joven amante consigue hacer feliz a Lucrecia.
Más allá de las risas que provocaban las procacidades, hábilmente dosificadas por Maquiavelo, algunos críticos vieron enseguida que el político caído aludía, a través de Nicias, al gonfaloniere o primer ministro Piero Soderini, bajo cuyo régimen había servido, mientras que Calímaco encarnaba al emergente Lorenzo II de Medicis, con quien quería congraciarse, y Lucrecia representaba a la propia ciudad-Estado de Florencia.
La descripción que uno de sus coetáneos hizo de Soderini como un hombre «grave, elocuente, ingenioso, de poco ánimo y entendimiento poco firme» bien podría cuadrarle al estaférmico Rajoy, pero es la perspectiva de Lucrecia-Florencia-España la que más fomenta la extrapolación. «Yo creo que es bueno lo que favorece a la mayoría», dice en el tercer acto uno de los intermediarios. «Cuando hay un bien seguro y un mal incierto, no se debe renunciar al bien por miedo a aquel mal«, añade poco después el segundo.
Como puede comprobarse, a través del sondeo de SocioMétrica que EL ESPAÑOL está publicando estos días, el cierre en falso de la crisis catalana, fruto de las extemporáneas elecciones autonómicas, convocadas cobardemente por Rajoy, está polarizando las actitudes en torno a la cuestión nacional. Mientras crece el porcentaje de quienes abogan por jugarse la unidad de España al cara o cruz de un referéndum pactado, también aumenta -o más bien se dispara- el respaldo a Ciudadanos, como única fuerza que parece tener un proyecto claro para preservarla.
El cierre en falso de la crisis catalana, fruto de las extemporáneas elecciones autonómicas, convocadas cobardemente por Rajoy, está polarizando las actitudes en torno a la cuestión nacional
Con su irrelevancia en Cataluña, el PP es hoy tan incapaz de garantizar la estabilidad política como Nicias de hacer feliz a Lucrecia. El partido de Rajoy ha dejado de ser un instrumento adecuado para «favorecer a la mayoría» y, por eso, sus bases se están pasando en masa al de Albert Rivera. Un cambio de gobierno sería, en este contexto, «un bien seguro» cuya obtención sólo precisa ya de la mandrágora que lo catalice. En una democracia constitucional, ese es el papel que desempeñan las elecciones generales.
Como explica un amigo de muchos años, la situación de Rajoy es, a estas alturas, la del explorador blanco, cocido a fuego lento en la olla de una tribu de caníbales: «Alrededor hay varios círculos de guerreros, políticos, periodistas y público en general que dan vueltas danzando y cantando, pero sólo el que está más cerca puede meter la cuchara en la olla. Albert ha metido ya la cuchara en la olla; y a ver qué pasa ahora…«.
La situación recuerda mucho a la abortada legislatura del 93 al 96 en la que el «váyase, señor González» de Aznar sirvió de detonante a las elecciones anticipadas de la «amarga victoria». Rivera debe tener muy en cuenta el precedente de ese órdago porque, como dice el viejo proverbio francés, «le vin est tiré: il faut le boire». Cuando el vino está servido, hay que bebérselo.
De hecho, así es como interpreta Isaiah Berlin la principal recomendación maquiavélica, que emerge por igual de El Príncipe y La Mandrágora: «Una vez que te embarcas en un plan para transformar una sociedad, debes llevarlo a cabo, al coste que sea: titubear, retroceder o dejarse atenazar por los escrúpulos es traicionar la causa que has elegido».
La situación de Rajoy es, a estas alturas, la del explorador blanco, cocido a fuego lento en la olla de una tribu de caníbales
Incluso compartiendo el diagnóstico de Pablo Iglesias de que «para el consejero florentino el poder, antes que nada, es un instrumento de producción de hegemonía ideológica de un grupo contra otro» -lástima que en su libro Maquiavelo frente a la gran pantalla el líder de Podemos raramente hable de Maquiavelo y nunca se mire en su espejo-, habrá que convenir que ni todas las ideologías ni todas las hegemonías son iguales. Cuanto viene proponiendo Ciudadanos, en materia de regeneración democrática y preservación de la España constitucional, con separación de poderes y limitación de mandatos, es a la vez lo suficientemente atractivo y tranquilizador como para pedir a sus dirigentes que no vacilen en utilizar todos los recursos legales para acelerar el cambio político que necesita España.
No es que en la formación naranja haya déficit de adrenalina o, menos aún, de estrógeno político; pero, como dice Shakespeare en Julio César, «en el océano de las cosas humanas hay una marea que conviene aprovechar para alcanzar la fortuna… tal es la pleamar en la que bogamos ahora; si la desaprovechamos, comprometeremos nuestra suerte». La marea está aquí, la pleamar es ésta. Sólo forzando unas elecciones generales, antes de las municipales y autonómicas de 2019, en las que la implantación territorial y el clientelismo primarán sobre el proyecto político, conseguirá Calímaco que Lucrecia ingiera la mandrágora.
El momento es ahora. Hay que terminar de una vez con este trote cochinero hacia la nada. Hay que frenar la decadencia democrática de España. Hay que cambiar el paso y encauzar el ansia de renovación desatada en estos meses. 2018 debe ser el año para volver a empezar. Para hacer Historia, además de conmemorarla. Así echo yo mi cuarto a espadas; y nadie podrá decir, por utilizar la expresión de Maquiavelo que más deslumbraba a Althusser, que no he ido esta semana «diettro alla verità effettuale della cosa».