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La melodía literaria de Leonard Cohen

sem-portada-1133Deben ser pocos los que ignoren que entre Leonard Cohen y Robert Zimmerman, aka Bob Dylan, prosperó una amistad prolongada, intensa y profunda, en buena medida cimentada por aquello que, en días muy recientes, provocó una oleada mundial de discrepancias y adhesiones: si un cantautor puede o no ser poeta de manera simultánea, si es poeta o no lo es en absoluto. Dicho rápidamente: lo que en el caso de Dylan fue regateo mezquino ridículamente disfrazado de un afán purista que ni la propia Academia Sueca tuvo a mal esgrimir, en el de Cohen es unanimidad total, pero a favor suyo. La propia ágora cibernética lo reconoció al repetir, cientos de miles de veces, que si algún compositor “merecía” el Nobel de Literatura, ése era más bien Leonard Cohen.

Sin embargo, y una vez más hermanándolo al respecto con su hermano Dylan –condición fraterna que ambos han afirmado tener y que, como es obvio, no precisa de la sangre al estar fundada en otras razones igual de poderosas–, salvo una minoría de verdad muy pequeña, la gran mayoría sólo habla de oídas cuando pontifica, desde su smartphone, acerca de quién merece qué. De oídas, hay que insistir, pues bien o mal, muchas o unas cuantas, pero conocen las canciones grabadas por Cohen, y aun sin conocerlas han escuchado a otros decir que las letras de esas canciones son auténticos poemas.

Bastante menos conocido es el hecho de que muchas de esas canciones primero –y, por supuesto, siempre– fueron poemas, posteriormente acompañados con música; tan poco sabido como una vieja declaración del nacido a finales de septiembre de 1934 en Westmount, Canadá, quien al principio de su carrera musical reveló que optaba por incorporar el pentagrama debido a que así sería más fácil que su poesía fuese (re)conocida. Lo decía Alguien que desde que era un adolescente había estudiado simultáneamente ambas cosas, música y poesía, que se había fascinado con Federico García Lorca, conocía bien la obra de Walter Whitman, William B. Yeats y demás autores fundamentales de habla inglesa, a los diecisiete años ganó un concurso poético universitario, a los veinte vio su poesía publicada por primera vez en una revista, y a los veintidós vio aparecer su primer poemario, titulado Let Us Compare Mythologies (Comparemos mitologías, publicado en español por la editorial Visor), incluyendo textos escritos desde que apenas tenía quince años de edad. Lo decía también el mismo Alguien que tañía la guitarra acústica desde que era un jovencito, que tocaba música country-folk en The Buckskin Boys, pronto aprendió a tocar la guitarra clásica y más adelante, como es bien sabido urbi et orbi, a partir de 1967 y tras el éxito del álbum Songs of Leonard Cohen, particularmente del hermoso poema/canción “Suzanne”, fue labrando la imagen de legendaria figura musical que no haría sino crecer a lo largo de los últimos cuarenta y nueve años.

 

Escritor que canta

Sépalo quien lo ignorase hasta ahora: Cohen fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2012, naturalmente no por su carrera musical sino, dicho sea con Perogrullo, precisamente por su obra literaria, y quede invalidado cualquier amago de suspicacia consignando aquí los libros escritos por el autor de “Famous Blue Raincoat” y “Sisters of Mercy” disponibles en español y que no corresponden a la traducción de sus letras –que, fuerza es insistir, no por eso son menos poemas–: además del ya mencionado poemario inaugural Comparemos mitologías están La caja de especias de la Tierra, Flores para Hitler, La energía de los esclavos, El libro del anhelo, El libro de los salmos y Parásitos del paraíso, así como las novelas El juego favorito y Los hermosos vencidos.

A Cohen, por lo tanto, es posible conocerlo sin necesidad de darle play a ningún reproductor musical, sin bajar una sola pieza de ITunes o Spotify o, de manera casi arcaica para las generaciones más recientes, sin deslizar un cd en la charola de un estéreo. Eso sí, será necesario que dichas generaciones quieran cambiar –porque de poder, claro que podrían–, así sea momentáneamente, la luz compuesta por los fotones de una pantalla por esa otra luminosidad procedente no de un dispositivo con batería sino de la más cálida y duradera que reposa en las páginas palpables de un libro, y que se enciende apenas es tocada por los ojos de un lector, que es de donde, a final de cuentas, cualquier obra obtiene su más profunda y auténtica luz.

Lo sabía Leonard Cohen, respecto de la mirada pero también por lo que corresponde al oído, y debe haber sido por esa razón que, desde siempre y hasta el final, cantó declamando o al revés, hizo una reiterada lectura musicalizada de su poesía. Con toda seguridad, es de él y de su obra, tanto la escrita como la grabada, de quien con mayor certidumbre puede afirmarse que la poesía sin música sencillamente no es poesía, y que en su caso la confusión entre una cosa y otra, canción y poema, no es confusión sino fusión afortunada. Cualquier otra cosa se antoja imposible para alguien capaz de escribir, entre muchísimas otras líneas de similar lirismo, algo como “y el sol cae como la miel/ sobre nuestra dama de la bahía/ y te muestra dónde debes mirar/ entre la basura y las flores./ Hay héroes entre las algas/ hay niños en la mañana/ que tienden al amor/ y así lo harán siempre/ mientras Suzanne sostenga el espejo”, y cantarlo acompañado solamente de una guitarra, tan grave y tan suavemente que uno acaba por ser otro de esos niños a los que la mítica Suzanne toma de la mano para llevarlos al río.

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