La mentira histórica
Zapatero, de infausta memoria presidencial, aquel prescindible personaje que nos devolvió como actualidad a una guerra fratricida, abrió heridas que el paso del tiempo había cerrado e instaló el odio entre nietos que sus abuelos habían sanado, habrá recibido en Venezuela –allí viajó como un cobrador del frac–, con el alborozo del inane, la aprobación de un nuevo capítulo de su nefasta aportación a la realidad española: la Ley de Memoria Democrática, nacida de su invento, la llamada Ley de Memoria Histórica, en una innovación de su discípulo Sánchez, deseoso de superar a su maestro.
Aquella iniciativa de Zapatero no figuraba en su programa electoral de 2004 y tampoco la mencionó como objetivo en su discurso de investidura. Nadie lo pedía. Quiso dividir a los españoles y, desde aquel bodrio legal, impropio desde su nombre porque, como nos enseñó Gustavo Bueno: «El concepto de memoria es esencialmente subjetivo, psicológico, individual: la memoria está grabada en un cerebro individual y no en un cerebro colectivo». Y remachó: «La tarea del historiador no consistirá tanto en recuperar la memoria histórica tal cual sino en demoler la memoria deformada».
Es vergonzoso que, camino de los noventa años de concluir la guerra, aquel tremendo episodio permanezca latente en la sociedad española en buena medida gracias a quienes decidieron avivarlo. Entre las falacias para no pasar página figura en vanguardia esta nueva «memoria democrática» más letal aún que la «memoria histórica». Como su antecesora trata de convertir en vencedores a quienes perdieron la guerra y en perdedores a quienes la ganaron en el imposible ejercicio de pasar por la historia una goma de borrar de modo que sólo aparezca como verdadero lo que a una parte, y no al todo, les conviene.
Desde aquella ley de 2007 el Gobierno socialista subvencionó a asociaciones, fundaciones, sindicatos y otros chiringuitos con decenas de millones de euros, ya en época de crisis económica aunque negada. Si la «memoria histórica», ahora «memoria democrática», no se mantuviese viva se acabarían las subvenciones. Esa relación no es inocente. Rajoy se había comprometido a derogar aquella ley y tanto el profesor Alejandro Muñoz Alonso como yo, ponentes de la ley en el Senado, fuimos testigos de ello. No la derogó. Un error que trajo consecuencias.
Pese a que Zapatero antes y Sánchez después desean que se les tenga por padres de esa mirada redentora al pasado, a quienes perdieron la guerra se les reconoció en los aspectos asistenciales, económicos y de reconocimiento social desde la llegada de la democracia. Se promulgaron una serie de leyes específicas y decretos para tratar de compensar las situaciones sufridas en la guerra y en la posguerra por personas afectas al bando republicano, la parte de España controlada por el «Frente Popular». Son una decena de normas.
Tras aquella legislación anterior sorprende que al aprobarse la referida ley en 2007 quedaran aún tantos afectados que no hubiesen solicitado lo que se conoció como «apertura de las fosas» de sus familiares. Más sorprende que el problema se mantenga todavía en 2022. De hecho, de las subvenciones concedidas hasta la salida de Zapatero del Gobierno sólo un 28,2 por ciento del total se destinaron a labores de localización, excavación, exhumación e identificación de víctimas. El 71,8 por ciento restante se destinó a otros menesteres: congresos, seminarios, ciclos de conferencias, estudios… En definitiva a nutrir las arcas de las asociaciones y otras entidades favorecidas.
Se ha repetido que la llamada «memoria democrática» pretende la reconciliación entre los españoles. Es falso. Se trata más de una venganza. Con el referéndum de 1976 y la Constitución de 1978 se consiguió una reconciliación que no debería haber tenido retorno. Entonces la izquierda se sumó a ella y se produjeron declaraciones de significados dirigentes, desde Carrillo a Felipe González y a Tarradellas, manifestando que quedaban cerradas las heridas.
La ley que acaba de aprobar el Senado, con visible influencia de Bildu que consiguió insólitamente alargar sus efectos hasta los años ochenta del siglo pasado, supone la legalización de la mentira histórica. De lo que se trata es de dar cerrojazo a la Transición dañando la Constitución y los valores que representa. Las naciones que mienten su Historia no la merecen. El tema da para mucho y habré de volver a él.
Juan Van-Halen