La miseria como método de dominación en Cuba
No debe creerse que el estado actual de descomposición nacional sea un subproducto, algo que 'sucedió' cuando, construyendo el socialismo, el castrismo terminó edificando este infierno.
En 1989, aun teniendo delante el fracaso del bloque soviético como evidencia empírica —la imposibilidad teórica del socialismo se conoce desde los años 30— Fidel Castro decidió mantener en su Cuba un sistema refractario a toda propiedad privada y toda libertad económica que no fueran las suyas.
Por si se necesitaba más confirmación del error que era mantener la economía estatalizada y exacerbar la refriega con Estados Unidos, los buenos resultados que estaban obteniendo chinos y vietnamitas solo pocos años tras abandonar el socialismo y hacer un esfuerzo diplomático para pulir su áspera relación con Washington, no dejaban dudas de que era ese, y no la «construcción del socialismo», el camino hacia la prosperidad.
Sabían Castro I y sus cómplices que lo que Cuba necesitaba era exactamente lo contrario a lo que, con premeditación y alevosía, ellos cometieron en un flagrante acto de paíscidio agravado. Y es que tanto aquel sociópata como sus herederos actuales estaban convencidos de que más tiempo les duraría el poder sobre este pueblo descuajeringado, dependiente del Estado y la emigración, que sobre una sociedad civil próspera que, afincada en la propiedad privada, inevitablemente generase focos de poder alternos al castrismo.
Aunque la extrema miseria en la que con toda intención han hundido al país es fuente potencial de inestabilidad política, es muchísimo más fácil apaciguar a un pueblo hambriento de pan y electricidad —o amedrentarlo a tonfazos— que lidiar con una sociedad próspera que comience a pensar en libertades, peligrosamente conectada por vínculos económicos y familiares a la mayor democracia conocida.
No debe creerse, entonces, que el estado actual de descomposición nacional sea un subproducto, algo que «sucedió» cuando, construyendo el socialismo, terminaron edificando este infierno. Esta Cuba de escombros, basureros y reguetón es resultado directo de que Fidel Castro y su banda, aun sabiendo que el sistema impuesto era incompetente para crear riquezas y bienestar, y por lo tanto empobrecía, mataba y destruía, decidiesen conservarlo incluso cuando acababa de fracasar en Europa y en Asia se había abandonado, para mantener a la población en modo supervivencia pensando con el estómago.
Y sí, tal genocidio han cometido cargándole el muerto —¡los miles de muertos!— al embargo norteamericano. Pero no es por la terquedad de Washington manteniendo esa política —que es parte de la esperanza de que esta pesadilla alguna vez termine en Cuba— que el castrismo ha tenido coartada en su crimen, sino por los cientos de gobiernos que por ingenuidad, ideología o interés, legitiman con reconocimiento y normalidad institucional el poder de la mafia que ha secuestrado esta nación.
Parapetados detrás del «bloqueo», Fidel Castro y cómplices no solo han mantenido un sistema perverso y empobrecedor, sino que han saboteado activamente cualquier oportunidad de desarrollo en Cuba, como demuestra su relación con China.
El tamaño y necesidades de aquella economía asiática, al menos desde el año 2000, garantizaba comprador para todo ron, tabaco, níquel y otros minerales, productos del mar, bienes agrícolas y derivados de la caña. Para cualquier cosa que Cuba produjese no faltaba demanda de un buen pagador que con barcos y bancos propios es inmune al embargo, un socio comercial que, además, podía proveer todos los insumos, piezas, repuestos, maquinarias y tecnologías que necesitara Cuba para producir desde tuercas a azúcar y electricidad. ¿Y qué ha pasado?
Un intercambio que podía transcurrir totalmente ajeno a cualquier efecto del embargo, lubricado además con el petróleo y otros recursos espoleados a Venezuela para facilitar la producción cubana de bienes, no ha cuajado porque al castrismo no le interesa desarrollar al país ni siquiera bajo control estatal.
Entre 1992 y 2006, mientras el resto de Hispanoamérica quintuplicaba sus exportaciones a China, las de Cuba quedaban planas dada la incapacidad del país de producir más para exportar más. De 2006 a 2008 China aumentó su demanda, disparándose los precios de las materias primas, y durante par de años el valor de las exportaciones cubanas a ese país también se quintuplicaron; pero mientras los demás países hispanoamericanos continuaron exportando cada vez más hasta a día de hoy volver a triplicar lo que a China venden, desde 2008 las exportaciones cubanas han ido menguando hasta ser hoy apenas un tercio de lo que fueron en aquel año.
¿Donde terminaron los más de mil millones exportados en 2008? ¿Por qué, entrando dinero, entrando tecnología, todo sin que el embargo pudiese decir ni pío, ese comercio cayó tan abruptamente? Todo esto casi diez años antes de que Trump llegara a la Presidencia y «recrudeciese el bloqueo».
El castrismo tiene otro socio políticamente friendly —como los soviéticos en los 60—, pero impide que el sector privado se desarrolle aprovechando la locomotora china, mientras que las ineficientes empresas estatal socialistas, atosigadas por normas-cadenas, víctimas de su propio Gobierno, están condenadas a fenecer entre óxido, papeleo, corrupción y estímulos morales.
Le bastaría al castrismo —Cuba es otra cosa— comerciar con China y Rusia para evitar caer en la vergonzosa indigencia actual, pero aunque desde estos dos aliados no han cesado los requerimientos para que La Habana le baje unos decibelios a su modelo centralista, en el Palacio de la Revolución hacen oídos sordos a sus aliados —confiando en que no le dejarán morir—, como mismo hacen oídos sordos a un pueblo que estaría desamparado si no fuese por quienes emigraron.
Para garantizar su poder, primero Fidel Castro y ahora los facinerosos de Raúl, eligen dejarnos morir como náufragos en una isla, impidiendo que prospere la economía de este país potencialmente rico. Durante los último 36 años, el castrismo ha comprado poder pagando con las miserias materiales de los que vivimos dentro, y con los dolores espirituales de los que pudieron irse en cuerpo, pero no en alma.