La muerte de Rafael Sanzio
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Como en las novelas policíacas, Rafael de Urbino (1483-1520) murió demasiado pronto y en condiciones sospechosas. Pudo ser envenenado por algún rival de amores o un patrocinador ofendido y mal pagado. Cierta leyenda culpa a La Fornarina, Margarita Luti, su amante en esos años. En Roma andaba desatada la lujuria. El papa Julio II, empresario y pornógrafo, entregó a Miguel Ángel muros y techo de la Capilla Sixtina, lo que sólo permitía modelos y ayudantes masculinos, y quiso embarcar también al bello y joven Rafael, pero éste no quiso pasar semanas y meses encerrado en el Vaticano, lejos de las mujeres en general y de Margarita en particular, para colmo sometido a las intrigas de los cardenales.
Las sesiones fornicatorias de Rafael y Margarita eran épicas, y en los intervalos la retrató, quizás con problemas de concentración pues ella no le daba tregua y él no sabía resistir la tentación.
Giorgio Vasari (1511-1574) concluye que, a la edad de treinta y siete, Rafael murió “usado por el placer”. Era el joven rival de otro libertino, además de homosexual y poeta, que decoraba por entonces para el papa una capilla que, abandonada largo tiempo, ahora renacía; el escultor que, como escribe Juan Manuel Roca, descubrió “que en todas las piedras del mundo/hay una estatua dormida”.
La paga era irresistible, pero Rafael se le echó para atrás al pontífice, le devolvió el espléndido adelanto y se encerró con Margarita ya antes retratada como Madona y Galatea. En uno de sus últimos óleos, Ritratto di giovane donna (1519), Margarita desnuda bajo un velo transparente se toca con la mano derecha el seno izquierdo. Antes de cada sesión hacían el amor, así que ese es el retrato de una mujer enamorada y satisfecha. Mucho antes que las Majas de Goya, tiene Rafael su Fornarina vestida (Donna velata, 1514-15) y su Fornarina desnuda (inconclusa a su muerte). Ríos de tinta han corrido sobre la segunda, sus evidencias clínicas, sus errores técnicos, su condición inacabada. Como de costumbre, muchos no bajan de puta a la Fornarina; pero ella, hija de un panadero de la rivera opuesta del Tíber, era una mujer libre y sensual de belleza imperfecta y no poca inteligencia que amaba a su pintor con esa fluidez renacentista donde la fidelidad era un principio desdibujado.
Los pintores frances del Ottocento se obsesionaron con el episodio. Tan sólo Ingres realizó tres sugerentes óleos; en uno La Fornarina aparece sentada sobre las piernas de Rafael, que ya no pinta pues tiene las manos ocupadas en otra cosa. Así como Rafael la usó como Galatea, en el cuadro de Ingres el artista le mete mano literalmente a su obra maestra.
Tuvieron que llegar los rayos x para descubrir que la joven del retrato lleva puesto un anillo de matrimonio, ocultado luego por el artista o por alguno de sus discípulos, quienes antes y después de la muerte del maestro se tomaron demasiadas libertades con sus muros y lienzos. El cuadro lleva una firma peculiar, digna de Durero. La muchacha tiene atado al brazo desnudo una cinta azul donde se lee “Raphael Urbinas”, bordado en hermosos caracteres. Él murió en la primavera de 1520. Ella en un convento dos años después, en condición de viuda. En el siglo XX se probó que fue su esposa, aunque no existen registros del enlace.
Rafael tenía todo, como un rockstar: atractivo, genial, libre y amado-odiado por el poder y el público. En su época, el arte italiano afloja las correas del tema religioso y dentro y fuera de la temática cristiana acomete con libertad multitud de alegorías, sugerencias y travesuras plásticas de contenido erótico. Como en pocas ocasiones durante la era cristiana, a lo largo de ese siglo se pintaron libremente penes (más que coños), pechos, nalgas, etcétera. La Fornarina, prácticamente desnuda en el retrato, posa la mano libre sobre su sexo, como reservándolo a los ojos de su amado.
Se ha dicho que ni que fuera tan bonita, que no corresponde al concepto de belleza femenina del período, incluso en el mismo Rafael. De ahí su su encanto: bella, desde luego, pero quizás la mujer más real del primer Renacimiento. Rafael no la inventa, ni la retoca, como sí lo hizo con su Fornarina vestida. La copia del natural, adorándola.
El pintor muere en condiciones extrañas en su estudio. Sus pupilos y las autoridades remueven el cuerpo de un bello Cristo crucificado por el deseo y el amor para darle sepultura. En Las heroínas del mal (1979) el cineasta Walerian Borowczyk prefiere presentar como asesina a la hija del panadero, viuda negra que envenena a su hombre con un pastelillo irresistible. Quizás la versión elegida por Borowczyk pierde el punto, en su afán por hacer un picante guiñol de enredo, muy al modo de sus provocativos “cuentos inmorales”. Sería más sugerente un relato de pasión loca tipo El imperio de los sentidos (1975), de Nagisa Oshima. ¡Lo maté porque era mío!
La novela policial de Rafael merece un tratamiento más ambiguo, como propone Vasari. ¿Por qué no un suicidio acordado, a la Romeo y Julieta, donde ella sobrevive, aunque no por mucho tiempo? Un giro trágico. No un vulgar cornudo, sino un artífice a la altura de todas las bellezas del mundo.