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La necesidad de quedarse en Venezuela

CARACAS — A finales del año pasado, el profesor Vincenzo Piero lo Monaco, decano de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela (UCV), informó que renunciaría al cargo que desempeñó durante trece años: obligado por las circunstancias ante la imposibilidad de convocar elecciones debido a los numerosos dictámenes del Tribunal Supremo de Justicia no tuvo más alternativa que ejercer el decanato por cuatro veces el lapso originalmente estipulado en la ley.

En Venezuela no puede hacerse ninguna consulta para renovar a las autoridades de las universidades autónomas. Lo Monaco rindió, pues, su última memoria y el día de su renuncia dio a conocer el lamentable estado de una de las facultades de la primera universidad pública del país. Esa mañana nos enteramos de que en la Escuela de Educación, por ejemplo, se robaron los cables del sistema eléctrico, lo cual retrasó el cierre del semestre. También, que dieciocho docentes de la Escuela de Idiomas renunciaron como consecuencia de la drástica merma en sus condiciones de vida: ni siquiera pueden adquirir la llamada “canasta básica” debido a la depauperación de sus salarios. Entre 2017 y 2018 —remató Lo Monaco— setenta profesores y treinta empleados administrativos dejaron sus cargos en la facultad, a los que se suman los jubilados cuyas plazas no pueden suplirse por falta de recursos.

En los últimos veinte años, la maquinaria política venezolana ha ido cercenando económicamente a la universidad. La situación de la UCV revela la gravísima crisis que atraviesan todas las universidades autónomas y experimentales venezolanas: sin personal suficiente, sin insumos, pagando salarios irrisorios (en mi caso, 13,52 dólares estadounidenses mensuales), la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central languidece en medio de la estampida de alumnos y colegas de todas las ramas que abruma a varios países latinoamericanos. La crisis de la universidad es un reflejo de la que sufre el país: para este año, estima la ONU, más de cinco millones de personas habrán salido de Venezuela.

Quienes hemos decido quedarnos nos resistimos a dejar la comunidad pedagógica, con todos los peligros —físicos y económicos— que ello implica. Es una decisión que en medio del caos social que reina en el país puede ser interpretada como un riesgo inútil o una apuesta desquiciada. Hace años que Venezuela no ofrece condiciones de vida dignas: acá se sobrevive. Pero en la sobrevivencia hay, sin embargo, motivos para no cejar.

Este 2019 corresponde jubilarme. No obstante, me resulta difícil acoger la baja. Buena parte de los profesores más jóvenes, la generación académica que en un escenario normal debería asumir las tareas de mi departamento, salieron hacia Estados Unidos, el Cono Sur o Europa para completar su formación y terminaron quedándose en los centros donde culminaron sus posgrados. Caracas solo les ofrece penurias y bancarrota.

Si este es el panorama, ¿por qué no debería tomar el beneficio ganado en más de veinticuatro años de servicio ininterrumpido en la academia e invertir los días venideros en aires más respirables, menos inseguros? A fin de cuentas no recae en una sola persona la solución de un problema colosal, tanto más sabiendo que no se vislumbra enmienda por parte del gobierno. Entonces, ¿para que insistir?

Todo lo que soy se lo debo a la UCV. No se trata de un simple agradecimiento corporativo o de un insensato vínculo irracional: soy un docente que encontró en la investigación literaria el sentido de su mundo. Enfermo de literatura, el hallazgo lo obtuve en los espacios de la Escuela de Letras. Pero no es solo eso. Tiene que ver con algo menos asible que el examen de una obra. La universidad logró sacarme de la populosa barriada en la que crecí —donde la pobreza lucía como un atavismo insuperable— y me permitió entender que algunos profesores tenemos una responsabilidad que supera cualquier gesto político. Resistir es una actitud moral cuando se juegan los valores civiles. Un bien, me parece, que debo arraigar en los que todavía persisten en el salón de clases.

Trabajadores de la Universidad Central de Venezuela se dirigen a una protesta contra el gobierno de Nicolás Maduro, en octubre de 2018Credit Cristian Hernández/EPA-EFE vía Rex

De manera que para continuar trabajando en la universidad asumo —extramuros— encargos diversos: edito libros, hago recesiones, corrijo manuscritos originales, guío clubes de lectura. El ingreso reunido ayuda a mantener mi despacho de profesor, a postergar la cesantía, a seguir dando clases y dirigir proyectos y tesis.

¿Financio estúpidamente la parte de la debacle que me toca? Quizá. Y aunque sé que hay dictaduras que celebran sesenta años, no puedo hacer otra cosa: leo y busco en qué punto o dónde se extravió Venezuela.

Hace dieciocho años, los recursos aprobados para la UCV representaban el 1,37 por ciento del presupuesto nacional, pero en 2018 la cifra se redujo a 0,1 por ciento. El día de su renuncia, Lo Monaco recordó que la Asamblea Nacional Constituyente de Nicolás Maduro siguió con esa tendencia y solo aprobó un porcentaje ínfimo del presupuesto universitario solicitado para 2019. Como miembros de la universidad, como venezolanos, no hay nada que hacer: seguiremos barriendo —profesores y alumnos— las aulas, los laboratorios y las oficinas; seguiremos donando papel y luminarias. Seguiremos aguardando a que el hambre toque la puerta y nos arroje fuera de los límites nacionales o, peor aún, que nos mate.

No sé cómo terminaré el año que inicia ni cuánto tiempo podré postergar mi jubilación. Pero estoy seguro de que hago lo correcto: no abandonar las clases ni los compromisos académicos mientras la vocación que me ata a esta tierra maltratada y a la universidad continúe rigiendo mis días.

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