La noche que Hannah Arendt escuchó a Fidel Castro
El líder cubano dictó una conferencia magistral en la Universidad de Princeton en 1959
Los archivos de la Universidad de Princeton guardan una historia que ayuda a comprender la deriva totalitaria de la Revolución Cubana y la difícil lectura que hizo Occidente de ese fenómeno latinoamericano y caribeño. En abril de 1959, el primer ministro de la nueva Cuba, Fidel Castro, y su delegación se desviaron de su itinerario de Washington a Nueva York en una primera visita a Estados Unidos, organizada por la American Society of Newspapers Editors, y pasaron un par de días en la Universidad de Princeton.
La visita de Castro a Princeton fue facilitada por varios profesores e instituciones de la Universidad: el historiador Roland T. Ely, estudioso de la economía cubana y autor de los clásicos La economía cubana entre las dos Isabeles (1960) y Cuando reinaba su majestad el azúcar (1963); el embajador Paul D. Taylor, presidente de la American Whig Cliosophic Society, que extendió la invitación a los cubanos, y la Woodrow Wilson School, cuyo programa de Civilización americana había organizado por esos mismos días de abril de 1959 un seminario titulado The United States and the revolutionary spirit.
Castro pronunció la conferencia magistral de ese seminario, el lunes 20 de abril de 1959, en la noche. Según las notas que tomó el embajador Taylor, el premier cubano comenzó disculpándose de tener que hablar ante un grupo de expertos y propuso que lo escucharan como a un revolucionario práctico, como a alguien que no estudiaba sino que producía una revolución. Al decir de Castro, la Revolución Cubana había derribado dos mitos de la historia latinoamericana del siglo XX: que era posible vencer a un Ejército profesional, poseedor de armas modernas, y que también era posible revolucionar al pueblo cuando este no estaba hambriento.
La segunda observación es interesante, a la luz del relato oficial de la historia cubana, que, en el último medio siglo, ha insistido en presentar la sociedad de la isla, anterior a 1959, bajo el triple flagelo del “hambre, la miseria y la explotación”. Curiosamente, en abril de 1959, Fidel Castro decía a los profesores y estudiantes de Princeton que una de las originalidades de su revolución era que había triunfado en un país latinoamericano con un relativo bienestar social. La cubana, según aquel Castro, había sido más una revolución política y moral contra una dictadura corrupta que una rebelión de clases, de pobres contra ricos. Por eso había sido apoyada por el “95% del pueblo”, generando un fenómeno de “unanimidad de opinión”, inédito en la historia de Cuba.
Este análisis permitía a Fidel Castro sumarse al debate sobre Estados Unidos y el “espíritu revolucionario”, entre historiadores, filósofos, sociólogos y economistas de Princeton. El tema central en aquel seminario y en buena parte del pensamiento filosófico e histórico, en Estados Unidos durante la Guerra Fría, era el paralelo entre las revoluciones norteamericana, francesa y rusa, como modelos contrapuestos de cambio social. Según las notas de Taylor, en su conferencia Fidel Castro sostuvo que la cubana se inscribía más en la tradición de 1776 que de 1789 o 1917 porque no alentaba el choque de clases. Tampoco proponía la confrontación con Estados Unidos, ya que preservaba la distancia del comunismo y sugería una defensa de los intereses nacionales de Cuba que Washington podía aceptar porque se enmarcaba en su propia tradición independentista.
Uno de los profesores que intervino en ese seminario y que, probablemente, escuchó a Fidel Castro aquella noche del 20 de abril de 1959 fue la filósofa alemana Hannah Arendt. Justo en 1959, la autora deLos orígenes del totalitarismo (1951) y La condición humana (1958) había sido contratada como profesora en Princeton y comenzaba a investigar la historia de las revoluciones francesa y norteamericana. La ponencia que Arendt presentó en el seminario fue el punto de partida de su ensayo On revolution (1963). En los agradecimientos de este libro, Arendt comentaba que la idea del volumen había surgido durante aquel seminario sobre “Estados Unidos y el espíritu revolucionario”, organizado por el programa de Civilización americana de la Woodrow Wilson School de Princeton.
En su libro, Arendt sostenía que el enlace histórico entre la revolución y la guerra, dos fenómenos, a su juicio, radicalmente distintos, había distorsionado los objetivos básicos de la tradición revolucionaria moderna, que eran la libertad y la felicidad. La ventaja que, a su entender, conservaba la revolución de 1776 en Estados Unidos sobre la francesa y la rusa era que, al enfrentar la “cuestión social” de la igualdad por medio del derecho constitucional, había logrado aquellos objetivos históricos. El jacobinismo y el bolchevismo, en cambio, producían una desconexión entre justicia y ley —lo que Ferenc Feher conceptualizará luego como “revolución congelada”— que alentaba el despotismo y dilapidaba el legado moral o el “tesoro perdido” de la revolución.
A pesar de haber escrito su libro entre 1959 y 1963, en Nueva York, una ciudad donde se debatió intensamente la radicalización comunista de la Revolución Cubana, Arendt no hizo alusiones a Cuba o a Fidel Castro. De hecho, la filósofa solo se refería a América Latina una vez en su ensayo y lo hacía para colocar la experiencia de las revoluciones del Tercer Mundo, en el siglo XX, más en la tradición francesa y rusa que en la norteamericana. Podría elaborarse un argumento similar al de Susan Buck-Morss en relación con la falta de alusiones a la revolución haitiana en la Fenomenología del espíritu de Hegel, pero es muy probable que en aquel silencio hubiera tanto prejuicio colonial como rechazo al totalitarismo comunista, aún en una región tan dominada e intervenida por los imperios atlánticos como el Caribe.
En otros momentos de su libro, Arendt hablaba de las “dictaduras de un solo partido” y de los regímenes burocráticos de la Unión Soviética y Europa del Este como nuevas formas de tiranía. En 1963, esa parecía ser la elección racional de los dirigentes cubanos, por lo que las palabras de Fidel Castro, aquella noche en Princeton, debieron sonarle, cuatro años después, como un perfecto embuste. Según aquel Castro, la diferencia entre la Revolución Cubana y la francesa y la rusa era que, en estas, “un pequeño grupo había tomado el poder por la fuerza e instaurado una nueva forma de terror”, mientras que en aquella un pueblo entero se había movilizado por “odio a una dictadura”.