La ópera toma el poder
Más allá de pasatiempo para aristócratas, la ópera ha sido reflejo de la vida real y herramienta de poder. Una muestra en el Victoria & Albert recorre su historia
Contar la historia de la ópera en una exposición es un empeño tan ambicioso que solo podía osar acometerlo un museo tan desmesurado como el londinense Victoria & Albert, del que bien cabría afirmar que ningún artilugio, creación, invención o diseño humanos ‒pasados, presentes o futuros‒ le es ajeno. Su centenar y medio de galerías contienen virtualmente cualesquiera productos artísticos, artesanales o manufacturados producidos en nuestro planeta durante los últimos cinco mil años, lo que se traduce en una oferta tan hiperbólica que una sola vida no parece suficiente para poder examinar y asimilar todo lo que allí se exhibe: más de 2,3 millones de objetos, según admisión propia.
Esa cifra va a aumentar mínima, pero sustanciosamente, desde hoy hasta el 25 de febrero, que es el período de tiempo durante el cual podrá visitarse la exposición Ópera. Pasión, poder y política que ha organizado el museo para iniciar la singladura de su flamante Sainsbury Gallery, en colaboración con la Royal Opera House. Su recorrido no arranca por el principio ni acaba por el final, pero no es tarea fácil resumir la historia de la ópera en tan solo siete obras, con la dificultad añadida de que las ciudades que van asociadas a cada una de ellas tampoco podían repetirse. Así, aunque las primeras óperas, o protoóperas, se crearon y se representaron en Florencia y Mantua, la ciudad elegida como punto de partida es Venecia, una opción muy plausible si se recuerda que allí se inauguró, en 1637, el primer teatro de ópera público, al que podía accederse mediante el pago de una entrada: el San Cassiano. En él estrenaría Claudio Monteverdi dos años después Il ritorno d’Ulisse in patria, aunque la ópera elegida por Kate Bailey, la comisaria de la exposición, y Robert Carsen, su director artístico, no ha sido esta, sino L’incoronazione di Poppea, representada en el segundo teatro público construido en la ciudad adriática, el SS Giovanni e Paolo, en 1643, el año de la muerte del compositor.
Y lo cierto es que la última ópera que compuso Monteverdi (que había participado también décadas antes en los primeros balbuceos operísticos con L’Orfeo) encaja como anillo al dedo con el subtítulo de la exposición, ya que en su trama se dan la mano justamente poder, pasión y política como pocas veces es posible verlos entrelazados sobre un escenario. Con esta ópera, además, Monteverdi y su libretista, Giovanni Francesco Busenello, abandonaban olimpos y otros territorios mitológicos griegos y, no sin dejar de tomarse generosas licencias, llevaban por fin la ópera a ras de suelo, decantándose por personajes históricos de carne y hueso de la Antigua Roma. No son pasiones muy edificantes las que cuenta la ópera, en la que también, en contra de las convenciones habituales, los villanos (Nerón y Popea) parecen salirse al final con la suya. Pero, al margen de que la historia se encargaría de no absolverlos, esto invita a una posible lectura política: los regímenes imperiales son proclives a todo tipo de abusos y desmanes, y es mejor recelar de ellos. Venecia ‒casi no hace falta recordarlo‒ era una orgullosa república y los personajes depravados de L’incoronazione di Poppea parecen blancos interpuestos de unos dardos dirigidos más bien al imperio de los Habsburgo y a Roma, dos de los enemigos seculares de La Serenísima. La ópera se compuso, de hecho, en plena Guerra de los Treinta Años: nada es únicamente lo que parece.
En el otro extremo de su arco temporal, Bailey y Carsen sitúan a Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, de Dmitri Shostakóvich, asociada en este caso a la ciudad en que vio la luz el 22 de enero de 1934: Leningrado. Tampoco su protagonista, Katerina Izmáilova, es un dechado de virtudes ni un modelo a imitar, pero ello no impidió que la ópera se representara con inmenso éxito durante más de dos años no solo en la Unión Soviética, sino también en varias ciudades de Europa y América. La considerada como la primera gran ópera soviética vio truncada, sin embargo, su triunfal trayectoria cuando Iósif Stalin, quién si no, se interpuso en su camino. Fue a verla representada en el Teatro Bolshói de Moscú el 26 de enero de 1936 y tanto él como su comitiva se fueron antes de que comenzara el cuarto acto: un mal presagio. Dos días más tarde, Pravda publicaba ‒o, mejor, escupía‒ un editorial en forma de invectiva ad hominem titulado Caos en vez de música en el que denigraba por completo la obra maestra de Shostakóvich, tildada de “música vociferante y neurasténica” compuesta para halagar los “gustos depravados de los públicos burgueses”. Ópera y compositor cayeron inmediatamente en desgracia, como noveliza Julian Barnes en El ruido del tiempo. Lo de menos es si Stalin escribió o no personalmente la diatriba (todo apunta a que lo hizo un oscuro funcionario, sin duda con sus parabienes o sus apostillas); lo relevante es que, también aquí, aunque mucho más desordenada y cruelmente, se mezclaron ópera, pasión, poder y política en un cóctel molotov que le estalló inopinadamente a Shostakóvich en plena cara y de cuya explosión nunca llegaría a recuperarse. Lady Macbeth fue, de hecho, su segunda y última ópera, a pesar de que nació llamada a iniciar una trilogía o tetralogía en torno a figuras femeninas representativas de distintos momentos de la historia rusa. Su sino es un ejemplo inequívoco del “arte amordazado por la autoridad”, como se lee en el verso del Soneto nº 66 de Shakespeare, al que, no por casualidad, Shostakóvich pondría música en 1943 como el quinto de sus Seis Romances sobre versos de poetas británicos, op. 62.
‘Milano’, imagen de la serie ‘Fratelli d’Italia (2005-2016), de Matthias Schaller, que ha fotografiado más de 150 teatros de toda Italia.
Entre los crímenes de Nerón y de Katerina, la exposición da un pequeño respiro al visitante. Primero con Rinaldo de Handel, inseparable de Londres no solo por el hecho de haber sido la primera ópera compuesta por el alemán para la capital inglesa, sino también por haber inaugurado en 1711 la lista de las óperas italianas creadas ex profeso para los escenarios londinenses: en este caso, el Queen’s Theatre en el Haymarket. Su libreto, inspirado libremente en la Gerusalemme liberata de Torquato Tasso, incluía la presencia de monstruos y dragones, además de plantear grandes exigencias escénicas (los efectos especiales del Barroco, muy bien reproducidos en la sala correspondiente con una rudimentaria escenografía cinética), sobre todo en el tercer acto, con la súbita desaparición de la montaña en que se encuentra el palacio de la hechicera Armida. El empresario del teatro, Aaron Hill, dejó claros sus objetivos: “No ahorrar ni los esfuerzos ni el dinero que sean necesarios para lograr que estos Entretenimientos florezcan con su debida Grandeza, de modo que no tenga yo la Culpa si la Ciudad carece a partir de ahora de una Diversión tan noble”. Y concluía diciendo que había resuelto ofrecer un “Drama que, por medio de diferentes Incidentes y Pasiones, permita que el Potencial de la Música pueda variar y desplegar su Excelencia, y llenar la Vista con Panoramas más deliciosos a fin de procurar a Ambos Sentidos igual Placer”. Gracias a la soberbia intuición teatral de Handel, y a la belleza de sus arias, el experimento funcionó, y muy bien, pues Rinaldo se repuso en varias ocasiones, marcando el rumbo de la vida operística londinense y de la propia evolución artística del compositor durante más de dos décadas.
Tras el lejano exotismo de la Primera Cruzada, la siguiente escala nos lleva a un ámbito que nos resulta más cercano y familiar: Le nozze di Figaro de Mozart, la ópera bufa que inaugura la trilogía compuesta por Wolfgang Amadeus Mozart a partir de libretos de Lorenzo da Ponte, tres de las cimas incontestables del género. La ciudad asociada es, en este caso, Viena, donde se estrenó también la última ópera compuesta por el músico salzburgués, La flauta mágica, que justamente estos días se representa en la Royal Opera House en la producción de David McVicar. Al igual que en Don Giovanni, en Le nozze di Figaro colisionan de lleno el Antiguo Régimen y el nuevo orden que nacería de resultas de la Revolución Francesa. La obra de Beaumarchais tuvo que sortear la censura tanto en el París de Luis XVI como en la Viena de José II y solo la astucia de Da Ponte en la elaboración del libreto (orillando los pasajes más vitriólicos de la comedia original) evitó que la ópera padeciera idénticos problemas: “He omitido y acortado todo aquello que pudiera ofender a la sensibilidad y la decencia de un espectáculo presidido por Vuestra Soberana Majestad. Por lo demás, en lo que respecta a la música, hasta donde yo puedo decirlo, parece de una belleza prodigiosa”, escribió Da Ponte al emperador. Aunque las grandes soflamas están ausentes (como el soliloquio de Figaro en que arremete contra la nobleza del quinto acto original), la semilla revolucionaria se mantiene incólume. No es de extrañar que el personaje que interpreta Tim Robbins en Cadena perpetua decida emitir un dúo del tercer acto de la ópera (“Che soave zeffiretto”) por los altavoces de la prisión de Shawshank para aliviar a sus compañeros de cautiverio. Uno de ellos, Ellis Boyd Redding (Morgan Freeman), el narrador de los hechos, confiesa “no tener ni idea hasta hoy de lo que estaban cantando esas dos señoras italianas. […] Aquellas voces se elevaban más altas y más lejos de lo que nadie osaría soñar en un lugar tan gris. Era como si un hermoso pájaro hubiera entrado aleteando en nuestra monótona jaula y hubiera logrado que se esfumasen esos muros y que, durante el más breve de los momentos, hasta el último hombre que había en Shawshank se sintiera libre”.
‘Va pensiero’ se convirtió en el himno oficioso de una Italia que, cuando se compuso, soñaba con la liberación
La historia se completa con los dos grandes nombres de la ópera decimonónica –Giuseppe Verdi y Richard Wagner−, representados no por sus mejores obras, sino por dos títulos con inequívocas resonancias políticas: Nabucco y Tannhäuser. La primera, porque constituye un caso paradigmático de utilización de personajes del pasado (en este caso, bíblicos) para denunciar e intentar transformar el presente. Fue el primer gran éxito de Verdi y su coro “Va pensiero”, cuya inmensa fama posterior lo revestiría de ribetes legendarios, ha acabado convirtiéndose en el himno oficioso de una Italia que, cuando se compuso, soñaba con zafarse de las garras del invasor. La exposición acoge el manuscrito autógrafo, casi patrimonio nacional. Tannhäuser, con las pasiones contrapuestas de su protagonista, llegó a París en 1861, 16 años después de su estreno alemán y al tiempo que se empezaba a construir el nuevo teatro de ópera en el Palais Garnier, un ostentoso símbolo del Segundo Imperio. La ópera desató un gran escándalo entre conservadores y progresistas, entre los garantes del París tradicional y los precursores de la futura ciudad moderna y transgresora. Entre estos últimos se encontraba entonces Charles Baudelaire, que, embriagado por la música de Wagner, se refirió al “orgullo y la dicha de comprender, de dejarme penetrar, invadir, una voluptuosidad verdaderamente sensual, y que se asemeja a la de elevarse en el aire o mecerse sobre el mar”.
Y la penúltima parada es Dresde, la ciudad en que estrenaría más óperas Richard Strauss y donde se representó por primera vez el 9 de diciembre de 1905 su Salome. La princesa judía forma parte de una ilustre saga de mujeres trastornadas, pertenecientes todas a la progenie de Isolda, la gran precursora, entre las que destacan la innominada monologuista del monodrama Erwartungde Schönberg o la Electra del propio Strauss. Es fácil imaginarlas en el diván de Freud, desgranando deseos y frustraciones, inaugurando un siglo xx en el que las mujeres dejan ya de ser comparsas al albur de los hombres para afirmarse como personajes libres, complejos y autónomos. Y de esta Salome que se regodea sexualmente con la cabeza ensangrentada de Jokanaán a la homicida Katerina Izmáilova de Shostakóvich media ya solo un paso.
Vista de la sala dedicada a Leningrado en 1934 en la muestra del Museo Victoria & Albert.
Pero Lady Macbeth queda demasiado lejos de nuestro aquí y ahora. La historia que traza la exposición concebida por Kate Bailey se detiene, o queda interrumpida, demasiado pronto, por más que un breve epílogo titulado “Pasión mundial” intente disimularlo con un bucle de proyecciones en vídeo de fragmentos de óperas de George Gershwin, Francis Poulenc, Benjamin Britten, Philip Glass, Karlheinz Stockhausen, John Adams, Kaija Saariaho y George Benjamin. Olvidándonos quizá del pie forzado del hermanamiento con una ciudad, hubiera sido quizá deseable continuarla con Die Soldaten de Bernd Alois Zimmermann (que se verá esta temporada en el Teatro Real), con Gawain o The Minotaur de Harrison Birtwistle, con Le Grand Macabre de György Ligeti, o con la breve pero sustanciosa y muy creíble What Next? de Elliott Carter. O incluso, por qué no, con la malhadada Gloriana, del más grande operista británico, Benjamin Britten, que también se verá pronto en el Teatro Real y que, con Isabel I como protagonista, y compuesta como parte de los fastos que acompañaron la coronación de Isabel II, no solo aúna pasión, poder y política, sino que guarda relación con dos monarcas que, por la longevidad de sus reinados, nos remiten sin quererlo a la reina Victoria, que da nombre al museo que acoge la muestra.
Ilustración para ‘Salomé’ (1907), de Aubrey Beardsley.
Casi nada de lo que ha podido aquí leerse se cuenta tal cual en la exposición del Victoria & Albert Museum, que, fiel a la filosofía de la institución que la acoge, proporciona un contexto eminentemente visual y marcadamente didáctico: está llamada a satisfacer, deleitar y abrir los ojos a un público muy amplio, no a los especialistas. El texto lo brinda un espléndido catálogo prologado por Kasper Holten, el padre de la idea original y hasta hace pocos meses Director de Ópera en la Royal Opera House. En él escriben con desigual tino cantantes (Danielle de Niese, Plácido Domingo), directores de orquesta (Simone Young y Antonio Pappano, que figura también como director musical de la muestra) y de escena (Robert Carsen, Graham Vick), escenógrafos (Michael Levine), compositores (Unsuk Chin), libretistas (David Henry Hwang) y musicólogos (Wendy Heller, Roger Parker). Y en los auriculares que se entregan al público al comienzo las músicas que se escuchan van cambiando con solo desplazarse de una sala a otra, aportando lo que Bailey, en la presentación a la prensa del pasado miércoles, calificó de una “experiencia inmersiva”.
La mejor lección que puede extraer el visitante al salir es que la ópera no ha sido un mero entretenimiento de aristócratas, ni un simple pasatiempo de lujo para clases adineradas, ni una ocurrencia extravagante en la que la gente canta cuando ama, e incluso cuando muere, sino que, desde su nacimiento mismo, fue un fiel reflejo de la vida real, una sofisticada manifestación urbana, una seña de identidad, un instrumento al servicio del poder, e incluso una herramienta política en sus manos, pero también un arma para denunciarlo, aunque siempre ha acabado imponiéndose ‒y perdurando‒ su condición de radiografía sonora y tridimensional de las pasiones humanas, de todas las pasiones humanas. La ópera, aun mucho antes de que Richard Wagner acuñara el término, ha sido, es, y todo apunta a que seguirá siendo, lo más parecido que ha logrado crear el ingenio humano a la obra de arte total. Por eso a nadie puede extrañar que, como tal, vaya a instalarse plácidamente durante cinco meses en el que es quizás el museo total por antonomasia. Fuera de la colección permanente del Victoria & Albert Museum coinciden estos días, por ejemplo, exposiciones temporales sobre Pink Floyd, el modisto Balenciaga o el contrachapado como “material del mundo moderno”. En medio de esta mezcolanza infinita, la ópera y su naturaleza múltiple y solidaria brillan a partir de hoy en su interior con una luz diferente a todas.
‘Opera. Passion, Power and Politics’. Victoria & Albert Museum. Londres. Hasta el 25 de febrero de 2018.