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La ovación sospechosa

Lo que deberíamos reivindicar es un cambio de mentalidad

Es sorprendente lo que ha ocurrido con Plácido Domingo. La defensa en torno al tenor ha sido tan abrumadora que las que han visto, en este caso, arrebatada su presunción de inocencia han sido las nueve mujeres que señalaron un mal comportamiento en el artista. A ocho de ellas se les reprochaba no dar la cara; a Patricia Wulf, en cambio, darla. Ocho testimonios eran falsos porque se escondían cobardemente en el anonimato; el noveno era falso porque respondía a un afán de notoriedad. Se celebraba como una victoria contra el #MeToo cuando un teatro manifestaba su apoyo al artista, y también la declaración de esas cantantes que alzaban su voz para decir, “conmigo fue un caballero”. Se glosaba una vez y otra la vieja idea de que las mujeres jóvenes son muy aficionadas a rondar a los maestros y a deslizarse en sus camas para, a cambio de sexo, conseguir un empujoncito profesional. La ovación de Salzburgo vino a confirmar algo que no quiere ser puesto en duda: el sistema funciona, y a nuestros maestros, genios, directores, no se les discute su honorabilidad.

Hay algo incompleto, erróneo, en centrar los abusos de poder en el terreno sexual, porque en un mundo tan opaco como el de la música clásica, sobre el cual el público solo llegar a conocer a las estrellas del star system internacional, la cúspide de todo el entramado, es casi lógico ignorar los episodios de humillación, manipulación y autoritarismo que se dan en un sistema en el que los artistas comienzan casi adolescentes y pasan a depender artística y emocionalmente de sus maestros. Ocurre en otros ámbitos, pero en este se advierte un componente clasista que tiene que ver con la práctica de un arte considerado sublime: los que se encuentran dentro de un grupo tan selecto no están dispuestos a que los aires de otros sectores más populares perturben un concepto caduco y abusivo de autoridad que se ha respetado hasta el presente. Lo sexual es, por así decirlo, el terreno más farragoso porque hay una inercia cultural a seguir entendiéndolo como un intercambio de favores entre un genio y sus pupilas o pupilos, más aún cuando a la posición de poder se une el reconocimiento artístico que puede influir en trayectorias de aspirantes tan esforzados.

No habría estado de más que, desde la perspectiva de quienes frecuentan el mundo de este arte exquisito, hubiera habido algo más que una exculpación incuestionable, y a otra cosa mariposa. En estos tiempos en que los derechos laborales están continuamente vulnerados, y dado que en ese universo tanto capital se mueve, por qué no investigar sobre aquellos abusos que son aceptados y que niegan una práctica musical más coherente con los tiempos y, sí, más democrática. Pero solo se contempla la absolución o la condena. A mi juicio, más que poner el acento en el aspecto punitivo, que condena a los señalados a una desproporcionada muerte social, muerte en vida, habría que considerar que la ventilación de estos interiores alfombrados puede contribuir a cambiar el engranaje. Las ovaciones desproporcionadas en estos casos contienen un profundo mensaje reaccionario, que descorazona a quien sufre cualquier abuso de autoridad. Cuando Plácido Domingo declaró que “las normas y valores por los que hoy nos medidos, y debemos medirnos, son muy distintos de cómo eran en el pasado”, provocó que sus amigos le reprocharan una defensa tan pobre, casi autoinculpatoria. Sin embargo, yo aprecié ese gesto de honestidad, tal vez no calibrada. Y es esa actitud de cambio de mentalidad la que deberíamos reivindicar.

 

 

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