CulturaDemocracia y PolíticaGente y Sociedad

La paradoja de Macron

Los franceses están atrapados por esa ilusión de progreso y racionalidad que emergió tras la toma de la Bastilla

El declive de Francia es un género literario desde Mayo del 68. Hay más libros sobre la decadencia del país vecino que sobre la del Imperio Romano. Hace unos días, Enric González vinculaba la fascinación por el psicoanálisis de los intelectuales franceses con su incapacidad para conectar con la realidad social.

La reforma de las pensiones que está sacando a la calle a los indignados ciudadanos tiene mucho que ver con la nostalgia por esa ‘grandeur’ gaullista a la que no han renunciado jamás. Si la enfermedad de los españoles es el cainismo, si los ingleses pecan de hipocresía y los alemanes carecen de imaginación, los franceses siguen aferrados a la imagen de un pasado esplendoroso, vinculado a referentes como Luis XIV y Napoleón, figuras asociadas a su hegemonía en Europa.

Macron no suscita rechazo por cuestionar la viabilidad del sistema, sino por lo contrario: por intentar racionalizarlo en una nación donde paradójicamente se rinde culto a la Razón, donde nació la Ilustración, los jardines son geométricos y Descartes y Voltaire se consideran una institución. Si el romanticismo arraigó en Alemania, el empirismo en Inglaterra y el catolicismo en España, Francia ha sido el único país donde se ha mantenido la fe en el Estado como garante de la felicidad individual.

Es cierto que la historia de Francia ha sido tan turbulenta como la española en los tres últimos siglos. Pero aquí se luchaba por Dios y por la patria, mientras que al norte de los Pirineos se peleaba por causas como la libertad y la razón. Napoleón era un emancipador y Fernando VII quería esclavizar a los españoles.

Los franceses están atrapados por esa ilusión de progreso y racionalidad que emergió tras la toma de la Bastilla y que ha sido transmitida de generación en generación en la ‘école publique’. Se siguen considerando el centro del mundo, ajenos a la globalización y el cambio tecnológico. Y esta mentalidad, mezcla de estatalismo y tecnocracia, empapa a sus dirigentes, formados en la ENA y otras escuelas de elite.

Macron ha querido hacer algo cargado de racionalidad, pero ha chocado con ese inmovilismo anclado en el pasado y sustentado en el poder de los sindicatos y la supremacía moral de la izquierda. Ha violado un tabú que nadie se había atrevido a tocar: ese mito de la ‘grandeur’ que hace impensable cualquier recorte social o reforma que amenace privilegios.

Macron ha querido llevar a las últimas consecuencias el cartesianismo y se ha topado con una reacción visceral de rechazo. Y ello precisamente en nombre de la creencia de que Francia vive en el mejor de los mundos posibles y que cualquier reforma atenta contra esa lógica del progreso y la Razón. Un ensimismamiento que supone un fascinante espectáculo para quienes piensan que la supervivencia es pura adaptación al cambio.

 

 

Botón volver arriba