La peligrosa indiferencia de los buenos
Una información falsa que se viraliza; gente que decide creerla, complicidad por acción u omisión.
Dos semanas atrás el estupor llegó desde Comodoro Rivadavia. Una turba enardecida había asesinado a golpes y patadas, después de incendiarle la casa, al padre de un joven al que acusaban de haber abusado sexualmente de un nene de 12 años. Como si el horror del abuso y del linchamiento no fueran suficientes, la noticia tenía una vuelta de tuerca aun más perversa: la víctima declaró que el acusado no era el responsable de la agresión. Un inocente muerto, otro inocente huérfano de padre en cuestión de segundos, la vivienda del hombre destruida y un rumor, una noticia falsa propagada por WhatsApp desencadenando la tragedia.
Días más tarde, en una suerte de sinfín alucinante, el espanto se redobló cuando la policía detuvo al joven que el nene abusado reconoció como culpable: era uno de quienes había instigado el linchamiento. Perversión por partida doble o triple, que estremece y hiela la sangre. Una afirmación que se echa a rodar y se viraliza en segundos, vecinos dispuestos a darle crédito sin más. Complicidad en la acción, complicidad en la omisión. La venganza como motor. “El ojo por ojo sólo hará que el mundo completo quede ciego”, sostenía Gandhi.
La pretensión de hacer justicia -o injusticia- por mano propia es tan antigua como el hombre, y ha adoptado formas diversas. Aunque está algo discutido, se suele atribuir a Charles Lynch el origen del término inglés “lynching”, del que proviene “linchamiento”. Hijo de inmigrantes cuáqueros irlandeses, Lynch era un agricultor de Virginia (EE.UU.) que, allá por el siglo XVIII, se dedicó a la política y se convirtió en juez. Revolucionario y partidario de la independencia de Estados Unidos ordenó encarcelar y ahorcar, sin juicio previo, a un grupo de leales al Rey.
Con el tiempo se denominó linchamiento a la ejecución -o a su intento – de una o más personas por parte de una multitud sin instancia legal previa. Este tipo de prácticas ha ido creciendo en frecuencia y en virulencia no sólo en nuestro país sino en toda la región y, disparados por fake news circulantes en redes sociales, en muchos otros lugares del mundo.
Se calcula que en los últimos 27 años se consumaron en México más de 400 linchamientos; en tan sólo seis meses de 2018 fueron asesinados en India veinticinco hombres acusados del rapto de chicos, según una falsa acusación difundida en cadenas de WhatsApp. Hace apenas unos días hubo en Francia decenas de detenidos entre quienes, con palos y cuchillos, salieron a la caza de gitanos, en virtud de un rumor que los señalaba como culpables del secuestro de chicas, aun cuando no había ninguna desaparición de menores denunciada ni evidencia alguna de ese delito.
Muchas son las causas que confluyen en este fenómeno, con mayor preponderancia de unas u otras según los contextos: desde la sensación de impunidad y la falta de confianza en la Justicia, como ocurre en nuestra región, hasta la discriminación, el temor o la intolerancia por cuestiones étnicas o religiosas, pasando por la descomposición del tejido y los lazos sociales en un mundo que se siente cada vez más amenazado, más replegado sobre sí mismo, dondela noción del semejante ha dado paso a la de un otro, un diferente que se constituye en presencia intimidante, en enemigo, con la desconfianza y el recelo impregnándolo todo. Y desde esa lectura poco importa que la ley, las instituciones o los distintos estamentos de una sociedad funcionen o no.
Muchas veces el descrédito está fundado en la evidencia; muchas otras, no. Sin poner en práctica el juicio crítico, apelando a lo más brutal y primitivo, se impone la ley de la selva. Y ahí, además de las del Estado, entran a tallar las responsabilidades individuales. Decía Martin Luther King: “Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos”.