La pérdida que no cesa
'Queda retratada la indiferencia de Madrid hacia la causa de nuestras libertades en la reunión de los reyes con miembros de una tramitada sociedad civil, y no con legítimos opositores.'
Desde las terrazas del Castillo del Morro de Santiago de Cuba, el rey Felipe VI contempló las aguas que guardan los restos de la escuadra española derrotada por los norteamericanos en la guerra de 1898. En su arenga antes del combate, el almirante Cervera diría entonces que esas aguas «han sido y son de España».
La ocasión invitaba a las reflexiones. El castillo que Felipe II ordenó construir en siglo XVII ante el declive del poderío naval español, fue escenario de la caída del poder colonial de la Corona en América. «Más se perdió en Cuba», dicen todavía los españoles para aliviar lo mismo una olla derramada que la extracción de una muela. Acaso la reflexión sobre los errores que llevaron ayer a la pérdida de la «Siempre Fiel Isla de Cuba» pudiera suscitar la reflexión sobre los errores que hoy comprometen los lazos de mañana.
Mucho se habló de la necesidad de evitar que Felipe VI coincidiera en La Habana con los dictadores de Nicaragua y Venezuela. Como si hubiera una licencia ética para coincidir con los dictadores en residencia. El rey es el jefe de Estado de España. Su carácter neutral en la política interna no le quita a una visita suya un preciso contenido en la política externa. Ilustra este aspecto, por ejemplo, la unánime y puntillosa condena de la izquierda iberoamericana cuando el rey Juan Carlos I visitó Argentina en 1978 bajo la dictadura de Jorge Rafael Videla.
Todos sabemos que este viaje se decide a voluntad de la peregrina constelación izquierdista presidida por Pedro Sánchez. Para el sector extremo de la base del PSOE, así como para Unidas Podemos, es una confirmación de la «esencia» progresista del proyecto. Una seña de identidad. La dictadura cubana, a su vez, consiguió una ocasión para exponer estabilidad, accesibilidad y el teatro de apertura política y económica. Sobre todo, estrechó sus lazos con el mundo empresarial español. Esto último desarma en alguna medida la cautela de inversionistas extranjeros frente a la incapacidad castrista de pagar sus deudas y la presión de las sanciones impuestas por la Administración Trump.
Hay que aplaudir, sin duda, el discurso del rey en la cena ofrecida a sus anfitriones en el Palacio de los Capitanes Generales. Lo dijo claro y directo: sin democracia no hay desarrollo ni paz ni futuro. Pudo haber dicho menos. Sus palabras tienen que haber irritado por igual a los jerarcas cubanos y a La Moncloa. No por eso rebasan una dimensión ritual.
Cuba sufre desde hace 60 años la más larga y represiva dictadura en la historia de Iberoamérica. Promotores del narcotráfico y el terrorismo, Fidel y Raúl Castro han sembrado el caos, la miseria y el dolor como ningún otro poder en la región. ¿Debe recordarse el apoyo a ETA y otros movimientos terroristas en Europa? El rey puede creer que dijo algo excepcional, pero los cubanos solo escuchamos lo obvio.
Nada que aplaudir, sin embargo, en el encuentro con los empresarios. Ambos monarcas han sido constantes en su defensa del mundo del trabajo en España. La misma reina Leticia, que conoció Cuba como turista en 1994, es única en su género al exigir del protocolo una estricta jornada de ocho horas, de lunes a viernes. Hubiera sido consistente que el rey pidiera a sus compatriotas un mejor trato hacia los cubanos que trabajan en sus instalaciones; algunas de ellas robadas por la dictadura a ciudadanos españoles.
Hubo días en que los titulares de la visita de Felipe VI compartían primeras planas con las noticias de la arbitraria detención, sin habeas corpus y sometido a tortura, de José Daniel Ferrer, uno de los principales líderes de la disidencia. Queda retratada la indiferencia de Madrid hacia la causa de nuestras libertades en la reunión de los reyes con miembros de una tramitada sociedad civil, y no con legítimos opositores.
España perdió las que hoy son nuestras aguas, nuestras tierras. Pero nos dejó casi todo lo que somos. ¿Por qué el empeño en seguirnos perdiendo?