La perdurable sabiduría de Max Weber
La política democrática es una lucha despiadada, advirtió hace 100 años
En enero de 1919, Múnich se encontraba en un estado de confusión. La revolución de noviembre del año anterior había barrido al rey de Baviera, instalando un régimen precario encabezado por un periodista mesiánico de izquierda radical, Kurt Eisner. Como en gran parte de Alemania después de la primera guerra mundial, facciones rivales de izquierda y derecha luchaban por el poder en las calles. En Berlín, las luminarias comunistas Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg fueron asesinadas cuando los líderes del partido socialdemócrata utilizaron a grupos paramilitares («Freikorps») para afirmar la autoridad de su incipiente gobierno. El mismo Eisner pronto sería asesinado a tiros por un nacionalista reaccionario.
La República de Weimar estaba naciendo como murió, con sangre. El 28 de enero, en este ambiente febril, Max Weber hizo una de las contribuciones más importantes a la teoría política moderna, con una conferencia titulada «La política como vocación» («Politik als Beruf»). Inquietantemente relevante en la demagógica era actual, es un mapa tan valioso para el paisaje político contemporáneo como lo fue, hace 100 años, para el de Weber.
Una destacada figura de la vida intelectual alemana del siglo XX y fundador de la moderna disciplina de la sociología, Weber dio su charla a una asociación de estudiantes de tendencia liberal sobre el tema del liderazgo político y la vida política. La política, les dijo, es una forma distinta de actividad, con sus propios imperativos brutales. Significa una «perforación lenta y fuerte a través de placas duras», una lucha incesante entre los líderes y las élites del partido. Quien se involucra hace un pacto con «poderes diabólicos«; no hay autoridad moral para guiarlos, y no hay otra opción que ensuciarse las manos, a veces incluso ensangrentarlas. Como se sabe, Weber definió al estado como el órgano que reclama el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Su audiencia no podía esperar consuelo de esta realidad inflexible. Por delante yacía «una noche polar de heladas tinieblas y durezas».
El problema con los santos
El severo realismo de Weber no era meramente académico. Despreciaba a Eisner, a quien incluía entre los «literati», y consideraba un ejemplo del tipo de líder guiado únicamente por la determinación de mantenerse fiel a sus principios, cualesquiera que fueran las consecuencias. Esta «ética de la convicción», argumentó Weber, era el sello de santos, pacifistas y revolucionarios puristas que podían culpar al mundo, a la estupidez de otros o a Dios mismo por el impacto de sus acciones, siempre y cuando hubieran hecho lo correcto. La contrastó con una «ética de la responsabilidad», que exigía que los políticos se responsabilizaran por los resultados de sus acciones, haciendo compromisos morales para lograr tales resultados, si fuera necesario. La maldad puede fluir de las buenas obras, sabía Weber, tanto como al revés.
Para Weber, el verdadero líder político -para quien la política es una vocación- se caracteriza por tres cualidades: pasión, sentido de la responsabilidad y sentido de la proporción. El líder tiene una causa; no es un «fanfarrón con poder», cuyas políticas infundadas conducen a ninguna parte. Por el contrario, los que están marcados para el liderazgo político tienen una columna vertebral ética y un sentido interno de propósito. Pero esto se combina con un juicio sobrio y un profundo sentido de la responsabilidad. Juntas, estas cualidades producen políticos que pueden poner su «mano en la rueda de la historia». Es «genuinamente humano y profundamente conmovedor» cuando (como Martín Lutero) tales líderes dicen: «Aquí estoy, no puedo hacer otra cosa.» Los lectores modernos pueden estar nostálgicamente de acuerdo.
Weber era un nacionalista liberal que creía que el destino de Alemania era la razón de ser central de la política. Su preocupación por el carácter y la ética de los políticos reflejaba su creencia de que su país se enfrentaba a un momento de gran peligro y necesitaba un liderazgo fuerte y capaz como el que destacó en su conferencia de Munich. Alemania había sido mal dirigida en la guerra y estaba amenazada por la subyugación de sus vencedores. Weber no estaba por encima de pedir a sus estudiantes que se resistieran a la ocupación por la fuerza; daba alas a sentimientos irredentistas. Pero lo que más le interesaba era cómo Alemania podía producir estadistas capaces de guiarla para salir del caos de la derrota y el conflicto civil. Pudo haber perdido su lugar como potencia mundial, pero aún así tenía su honor.
Sin embargo, las apelaciones al poder de la tradición no funcionaron más. El Káiser había abdicado y la monarquía había desaparecido. Una nación moderna que sigue el camino democrático, argumentó Weber, tenía dos opciones: un gobierno de burócratas y camarillas parlamentarias que actuaban por interés propio y «vivían de» la política; o una «democracia de liderazgo» en la que un líder carismático, «viviendo para» la política, comanda una máquina de partido que puede movilizar a los votantes. La democracia de masas, sabía Weber, siempre significaba gobernar mediante las élites. Pero los votantes tenían la opción de elegir entre los tipos responsables e irresponsables. Admiraba la capacidad de William Gladstone para dominar tanto el Parlamento como el Partido Liberal; pero para Alemania abogaba por un presidente elegido directamente que estuviera por encima de las facciones mezquinas de la política parlamentaria y de los feudos de los territorios federales.
Esto se convertiría en uno de los legados más polémicos de Weber a la política alemana. Participó activamente en los debates públicos sobre la Constitución de Weimar y fue reclutado para una comisión oficial encargada de redactarla. Su apoyo a un presidente «cesarista», o «dictador plebiscitario de las masas», suscitaría más tarde la crítica de que prefiguraba el derrocamiento de la República de Weimar por los nazis, a pesar de que las propuestas de Weber mezclaban elementos parlamentarios con otros elegidos directamente, y seguían siendo liberales, no autoritarias.
La jaula de hierro
Weber murió de gripe española en 1920, pero «La política como vocación», y los artículos periodísticos que escribió al mismo tiempo, permanecieron como piedra angular de los debates alemanes sobre la democracia y el derecho constitucional durante el resto del siglo XX. En el pensamiento angloamericano, su charla se convirtió en un clásico de la teoría política después de haber sido traducida al inglés y publicada en Estados Unidos luego de la segunda guerra mundial. Se ha leído comúnmente como una conferencia en dos partes: una es un estudio científico de los partidos y líderes modernos, y la otra es una meditación sobre la ética del liderazgo político. Ha tenido una gran influencia en la tradición realista de la teoría política, que hace hincapié en el papel de los Estados y los intereses por encima de los valores y ha experimentado un resurgimiento en los últimos años.
Un siglo después, las ideas de Weber todavía ayudan a dar sentido a la política. En las democracias gobernadas por élites que luchan entre sí por el poder, al tiempo que hablan de la igualdad o la libertad, y que a veces despliegan medios violentos para perseguir sus objetivos, sus argumentos siguen siendo terriblemente convincentes. Su fría valoración de la demagogia es útil para comprender el surgimiento de autoritarios carismáticos que dirigen máquinas de partido obedientes. Las payasadas de Vladimir Putin, Viktor Orban o Recep Tayyip Erdogan no le habrían sorprendido.
Tampoco la reciente caída en desgracia de los líderes «responsables» del centro, para quienes el pragmatismo y la gestión tecnocrática no han estado a la altura de las exigencias de una época turbulenta. Weber, después de todo, insistió en la centralidad de la pasión y la lucha por el poder en la política. Donald Trump, por su parte, es una frágil composición de tipos weberianos, no obviamente poseídos de una ética de convicción, pero sostenidos en el poder por una máquina del Partido Republicano y su propio carisma peculiar. Sin duda habría repelido y fascinado a Weber en igual medida.
La «Política como Vocación» sigue inspirando a aquellos que quieren entender la política como es, no como ellos quieren que sea. Sin embargo, el realismo como el de Weber también puede parecer una aceptación del statu quo. Sus críticos de izquierda creían que estaba atrapado en una jaula de hierro de su propia creación, incapaz de ver cómo las mareas de la historia podrían abrir posibilidades a un cambio radical.
Uno de los estudiantes que asistió a sus clases en Munich en 1919 fue Max Horkheimer, uno de los fundadores de la Escuela de Teoría Crítica de Frankfurt. Muchos años más tarde comentó sobre una conferencia de Weber: «Todo era tan preciso, tan científicamente austero, tan libre de valores, que nos fuimos a casa completamente pesimistas.» Esa acusación se ha hecho eco a lo largo de los años y apunta a un dilema al que todavía se enfrentan todos los practicantes de la política democrática: ¿se puede ser realista y radical al mismo tiempo?
Traducción: Marcos Villasmil
NOTA ORIGINAL:
The Economist
Max Weber’s enduring wisdom
Democratic politics is a remorseless struggle, he warned 100 years ago
In january 1919 Munich was in turmoil. Revolution in November of the previous year had swept away the King of Bavaria, installing a ramshackle regime headed by a messianic journalist of the radical left, Kurt Eisner. As in much of Germany in the aftermath of the first world war, rival factions of left and right battled for power on the streets. In Berlin the communist luminaries Karl Liebknecht and Rosa Luxemburg were murdered as Social Democrat party leaders used Freikorps paramilitaries to assert the authority of their fledgling government. Eisner himself would soon be shot dead by a reactionary nationalist.
The Weimar Republic was being born, as it would die, in blood. On January 28th, in this febrile atmosphere, Max Weber made one of the most important contributions to modern political theory, in a lecture titled “Politics as a Vocation” (“Politik als Beruf”). Eerily relevant in today’s age of demagoguery, it is as valuable a map to the contemporary political landscape as it was, 100 years ago, to Weber’s.
A towering figure of 20th-century German intellectual life—and a founder of the modern discipline of sociology—Weber gave his talk to an association of liberal-leaning students on the theme of political leadership and political life. Politics, he told them, is a distinct form of activity, with its own brute imperatives. It “means slow, strong drilling through hard boards”, a ceaseless struggle between leaders and party elites. Anyone who gets involved makes a pact with “diabolical powers”; there is no moral authority to guide them, and no option but to get their hands dirty, sometimes even bloody. Famously Weber defined the state as the body that claims a monopoly on the legitimate use of force. His audience could expect no comfort from this unyielding reality. Ahead lay “a polar night of icy darkness and hardness”.
The trouble with saints
Weber’s stern realism was not merely academic. He was contemptuous of Eisner, whom he numbered among the “literati”, and considered an exemplar of the type of leader guided solely by a determination to stay true to his principles, whatever the consequences. This “ethic of conviction”, Weber argued, was the hallmark of saints, pacifists and purist revolutionaries who could blame the world, the stupidity of others or God himself for the impact of their deeds, as long as they had done the right thing. He contrasted that with an “ethic of responsibility”, which demanded that politicians own the results of their actions, making moral compromises to achieve those results if necessary. Evil things can flow from good deeds, Weber knew, just as much as the other way round.
For Weber, the true political leader—one for whom politics is a vocation—is characterised by three qualities: passion, a feeling of responsibility and a sense of proportion. The leader has a cause; he or she is not a “parvenu-like braggart with power”, whose baseless policies lead nowhere. On the contrary, those marked out for political leadership have ethical backbones and an inner sense of purpose. But these are combined with sober judgment and a deep sense of responsibility. Together these qualities produce politicians who can place their “hand on the wheel of history”. It is “genuinely human and profoundly moving” when (like Martin Luther) such leaders say: “Here I stand, I can do no other.” Modern readers may wistfully agree.
Weber was a liberal nationalist who believed that the fate of Germany was the central raison d’être of politics. His preoccupation with the character and ethics of politicians reflected his belief that his country faced a moment of great peril and needed strong, capable leadership of the kind he celebrated in his Munich lecture. Germany had been badly led in the war and was threatened with subjugation by its victors. Weber was not above calling on his students to resist occupation by force; he gave succour to irredentist sentiments. But he was chiefly interested in how Germany could produce statesmen able to guide it out of the turmoil of defeat and civil conflict. It might have lost its place as a world power, but it still had its honour.
Appeals to the power of tradition would no longer work, however. The Kaiser had abdicated and the monarchy was gone. A modern nation following the democratic path, Weber argued, had two options: rule by bureaucrats and parliamentary cliques acting from self-interest and “living from” politics; or a “leadership democracy” in which a charismatic leader, “living for” politics, commands a party machine that can mobilise voters. Mass democracy, Weber knew, always meant rule by elites. But voters had a choice between responsible and irresponsible kinds. He admired William Gladstone’s ability to dominate both Parliament and the Liberal Party; but for Germany he advocated a directly elected president who would stand above the petty factions of parliamentary politics and the fiefs of the federal territories.
This was to become one of the most contentious of Weber’s legacies to German politics. He was active in public debates about the Weimar constitution and was recruited to an official commission given the task of framing it. His support for a “Caesarist” president, or “plebiscitary dictator of the masses”, would later draw criticism that it prefigured the overthrow of the Weimar Republic by the Nazis, despite the fact that Weber’s proposals mixed parliamentary and directly elected elements, and remained liberal, not authoritarian.
The iron cage
Weber died of Spanish flu in 1920, but “Politics as a Vocation”, and the newspaper articles he wrote at the same time, remained touchstones for German debates on democracy and constitutional law for the rest of the 20th century. In Anglo-American thought, his talk became a classic of political theory after it was translated into English and published in America after the second world war. It has commonly been read as a lecture in two parts: one a scientific study of modern parties and leaders, the other a meditation on the ethics of political leadership. It has been hugely influential in the realist tradition of political theory, which emphasises the role of states and interests over values and has experienced a revival in recent years.
A century on, Weber’s insights still help make sense of politics. In democracies governed by elites who struggle with each other for power, while paying lip service to equality or liberty—and who sometimes deploy violent means to pursue their goals—his arguments remain grimly compelling. His cool appraisal of demagoguery is useful for understanding the rise of charismatic authoritarians who command obedient party machines. The antics of Vladimir Putin, Viktor Orban or Recep Tayyip Erdogan would not have surprised him.
Nor would the recent fall from grace of “responsible” leaders of the centre ground, for whom pragmatism and technocratic management have proved unequal to the demands of a turbulent age. Weber, after all, insisted on the centrality of passion and the struggle for power in politics. Donald Trump, meanwhile, is a brittle composite of Weberian types—not obviously possessed of an ethic of conviction, but sustained in power by a Republican Party machine and his own peculiar charisma. He would doubtless have repulsed and fascinated Weber in equal measure.
“Politics as a Vocation” continues to inspire those who want to understand politics as it is, not as they might wish it to be. Yet realism like Weber’s can also seem like acquiescence in the status quo. His leftwing critics believed he was trapped in an iron cage of his own making, unable to see how the tides of history might open up possibilities of radical change.
One of the students who attended his lectures in Munich in 1919 was Max Horkheimer, a founder of the Frankfurt School of critical theory. Many years later he would remark of a Weber lecture: “Everything was so precise, so scientifically austere, so value-free, that we went home completely gloomy.” That charge has echoed down the years, and points to a dilemma that still faces all practitioners of democratic politics: can you be realistic and radical at the same time?