La pradera luego del incendio
La defensa obstinada que cierta izquierda ha emprendido a favor de Pedro Castillo es una mala noticia para la democracia. Deja al descubierto un talante autoritario, no menos peligroso que el de la derecha, crecientemente radicalizada, que se abre camino en la región.
[…] the radical left spearheaded precipitous, ill-considered challenges, while the right and center reflexively overrated the danger of revolutionary communism. This excessive fear induced status-quo defenders to combat left-wing subversion with unnecessary violence, and it contributed to the later imposition of autocratic rule as a protective shield.
Kurt Weyland
La izquierda latinoamericana ha decidido cerrar filas para defender al recientemente destituido y encarcelado Pedro Castillo, expresidente de Perú. Los gobiernos de México, Argentina, Colombia y Bolivia emitieron un comunicado conjunto donde lo caracterizaron como “víctima de un antidemocrático hostigamiento” y pidieron respetar “la voluntad ciudadana”. De forma similar, el presidente de Cuba planteó que en Perú se había “subvertido la voluntad popular”, el mandatario de Nicaragua hizo referencia a un “derrocamiento” y los gobernantes de Honduras y Venezuela llegaron al extremo de señalar un “golpe de Estado”.
Por supuesto, hay excepciones. Las administraciones de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil y Gabriel Boric en Chile reconocen la constitucionalidad de la sucesión presidencial en Perú y, en consecuencia, a Dina Boluarte –elegida originalmente como vicepresidenta– como la persona a cargo del país. Pero no se trata de una posición generalizada. Al iniciar 2023, varios países gobernados por la izquierda tenían reparos con la salida de Castillo y cuatro de ellos, los mismos del comunicado, lo siguen considerando presidente.
La defensa obstinada a favor de Castillo es una mala noticia para la democracia en América Latina. Nos revela una izquierda regional con una alta tolerancia a los quiebres democráticos que provienen de su lado del espectro ideológico. Peor aún, en un contexto donde la ultraderecha viene abriéndose camino, corremos el riesgo de entrar en un nuevo ciclo de enfrentamientos ideológicos exacerbados. Perú debería servir como advertencia de que un ataque autoritario desde la izquierda puede ser respondido con una contrarreacción represiva y autoritaria desde la derecha.
Pero empecemos por aclarar lo siguiente: Castillo intentó tomar por asalto la democracia peruana y convertirse en una suerte de Alberto Fujimori de izquierda. Al mejor estilo de nuestro último dictador, se presentó en televisión nacional anunciando que disolvía el Congreso, intervenía las instituciones de control político y establecía un régimen de excepción donde gobernaría por decreto. La única diferencia con el autogolpe fujimorista de hace treinta años fue que fracasó en su intento. Sin apoyo político o militar, el presidente fue vacado y detenido por la policía cuando –todo indica– buscaba refugiarse en una embajada.
No obstante, este ataque abierto a la democracia ha sido defendido con toda clase de argumentos. Algunos son tan disparatados como pretender que Castillo tomó una misteriosa sustancia y no recuerda lo que leyó. Pero las ideas preferidas por la izquierda internacional suelen apuntar en otra dirección: la discriminación y los embates autoritarios de la extrema derecha.
Es el caso del presidente colombiano Gustavo Petro. En distintas declaraciones ha señalado que Castillo es “un profesor de la Sierra […] y que, desde su punto de vista, Castillo ha sido víctima de un similar al que ha tumbado a otros presidentes de izquierda recientemente. Unos que, a su juicio, siguen . No solo eso. El presidente ha confesado que le parece posible que su presidencia siga un camino similar.
Ahora bien, el presidente de México Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es quien posiblemente ha dedicado más tiempo a la crisis peruana. No debería sorprender tanto. La prensa extranjera lo habría rebautizado como #Amlong en honor a su gusto por los monólogos largos. Lo verdaderamente grave es haber tomado decisiones que llevaron a tensar fuertemente las relaciones diplomáticas con Perú. Para justificarlas, AMLO apela a los mismos argumentos de Petro. La salida de Castillo respondería a un “golpismo blando” que supuestamente él también experimenta y a un racismo por parte de la élite que lo considera “naco” y “cholo”. Vale la pena detenerse en el último punto, porque, durante la campaña electoral, el mandatario mexicano fue blanco de un discurso discriminatorio.
Decadencia política y cuestión nacional
Como toda mentira exitosa, las narrativas de esta izquierda son medias verdades. Señalan hechos innegables que Castillo enfrentó durante la campaña electoral y su presidencia. Pero también añaden imprecisiones que se alimentan del fracaso nacional peruano para lidiar con los desafíos que supuso el triunfo castillista.
Cuando Castillo se asomó casi por sorpresa en la campaña electoral de 2021, el país ya se encontraba en franca decadencia política. La alternancia en el poder que, se supone, debería ser un indicador de la salud de una democracia, se había convertido en el veneno que la mataba. Vivíamos en un caos democrático de sucesiones presidenciales interminables y amenazas de disolución del Congreso. Como si todo esto no fuese suficiente, la historia nos tocó la puerta. De pronto había que lidiar con el giro a la izquierda que habíamos evitado (y bloqueado) en lo que va del siglo XXI. Y, más complicado aún, nos tocó afrontar una cuestión nacional irresuelta desde nuestra fundación como república. Aquella referida al lugar de los sectores históricamente excluidos de la población.
De la decadencia pasamos al desprecio. Los actores del establishment limeño no vieron en Castillo únicamente a un líder de izquierda radical. Ni, eventualmente, a un presidente que mostraba señales alarmantes de incompetencia y corrupción. También reconocieron –como ha sugerido el académico Paulo Drinot– a un histórico enemigo interno, una otredad peligrosa por sus orígenes sociales. Recordemos que Castillo es un maestro rural y campesino que consiguió representar a ese “Perú profundo” al que aludió constantemente en sus apariciones públicas. Su elección en el bicentenario de la independencia tenía una evidente importancia histórica al margen de lo que uno pensara de sus ideas y propuestas.
Pero las élites vieron una amenaza. Entraron en pánico. Respondieron con un discurso que combinaba anticomunismo y aquello que en Perú llamamos terruqueo (es decir: asociar injustificadamente a alguien con organizaciones terroristas como Sendero Luminoso). Términos que, valga la aclaración, sirven desde hace décadas para estigmatizar a los segmentos de la ciudadanía que apoyaron a Castillo en 2021.
No solo eso. Añadieron un “miedo blanco” que se manifestó en repugnantes ataques racistas y clasistas de forma explícita. Entre las imágenes preferidas para retratar al entonces mandatario, no lo olvidemos, encontramos a un burro con su característico sombrero. También son reveladoras las frases que caracterizaron a Castillo como “un pobre señor”, “un idiota” o “un analfabeto”.
El desprecio peruano perdió en las urnas, pero no se rindió. Se fue de shopping por el mercado de ideas autoritarias e importó tácticas trumpianas made in usa para intentar robar la elección. La candidata Keiko Fujimori y sus aliados de extrema derecha inventaron un fraude electoral que ha sido desmentido por observadores internacionales, procesos judiciales y expertos peruanos y extranjeros. No contentos con esto, tuvieron el apoyo de prestigiosos estudios de abogados capitalinos para intentar eliminar 200 mil votos ubicados principalmente en las zonas rurales donde ganó su rival. Fracasaron otra vez, pero se propusieron vacar al presidente casi de inmediato.
Corrupción y manipulación
La tragedia política peruana consiste en que la izquierda no se erigió como una verdadera alternativa. Esto es precisamente lo que omiten presidentes como Petro, AMLO y otros. Desde la campaña electoral era evidente que la derecha autoritaria tenía al frente a una izquierda también autoritaria. Castillo se postuló por la agrupación leninista de Vladimir Cerrón y, más importante aún, difundió un discurso populista en el que prometía atacar instituciones como el Congreso, el Poder Judicial, la Fiscalía, la Defensoría del Pueblo y el Tribunal Constitucional. ¡Precisamente lo que intentó hacer el 7 de diciembre! No pongamos cara de sorpresa.
Una vez en el gobierno, además, Castillo no impulsó un giro izquierdista sino carterista, como ha indicado el politólogo Alberto Vergara. En palabras del escritor e historiador José Carlos Agüero: “se alejó de todo programa, de toda idea, de toda aspiración de mediano o largo plazo que hiciera posible una reforma social y política”. No es que tuviera las manos atadas para hacer cambios. Más bien, la lógica de su gobierno consistió en permitir que los puestos estatales fueran copados por allegados políticos que no cumplían con requisitos mínimos, sean técnicos o éticos.
¿Y la cuestión nacional? Toca decirlo sin mayores rodeos: fue groseramente manipulada. Una y otra vez quedó al servicio de una retórica construida para negar o minimizar decisiones cuestionables y fechorías. No es que fuese fácil responder teniendo al frente un discurso discriminatorio. Sharún Gonzales, periodista especializada en poblaciones diversas, resumió acertadamente la magnitud del reto en términos generales: “¿Cómo puedo denunciar el racismo sin defender política o ideológicamente a las personas que lo sufren […] sin que ello implique un aval a su accionar y decisiones?”
Lamentablemente, gran parte de la izquierda peruana no hizo suya esta interrogante. Por el contrario, en las narrativas del oficialismo y sus aliados se confundió hasta el hartazgo quién era Castillo (y lo que representaba) de aquello que hacía (y deshacía). Mejor dicho, el simbolismo quería disfrazarse de performance y el mito buscaba reemplazar al hombre de carne y hueso, con sus vicios y pecados.
Bastan un par de ejemplos para notarlo. El expresidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, calificó de “eminentemente clasista” a la justicia por investigar la corrupción en el entorno presidencial. ¿Qué tiene que ver el clasismo en un país donde prácticamente todas las figuras políticas de peso son investigadas por corrupción? Simplemente servía para su discurso maniqueo. El mismo Castillo propagó una versión aún más extrema de esta narrativa. “¿Ustedes creen que un maestro rural le va a robar al país? ¿Ustedes creen que un campesino le va a robar al propio campesino?”, preguntó en una oportunidad a una multitud de simpatizantes. Era, por supuesto, una pregunta retórica. Meses después lo esclarecería: “¡Un campesino no le puede robar a un campesino! ¡Un maestro no le puede robar a un maestro!” La cuestión nacional quedó reducida a la cuestión castillista.
Para resumir, es cierto que los opositores trataron al mandatario casi como un salvaje, un insulto que usó explícitamente un líder de la extrema derecha peruana. Al mismo tiempo, por momentos daba la impresión de que se buscaba convertir a Castillo en una suerte de “buen salvaje”, ese individuo bondadoso e inocente por naturaleza que encontramos en los tratados filosóficos. Un sinsentido. Convengamos en que el cinismo no es progresismo y que el paternalismo es solo una cara amigable para la discriminación de siempre.
Un débil compromiso democrático
Entonces, ¿por qué varios presidentes de izquierda en América Latina defienden con este ahínco al expresidente peruano? Buscar las razones detrás de esta defensa es adentrarse en aguas pantanosas. Sospecho que hay razones generales que incluyen simpatías ideológicas y responder con espíritu de cuerpo al empoderamiento de una derecha radical en el continente. Pero deberíamos escuchar a los expertos en cada país para entender mejor otras particularidades.
En cualquier caso, lo más importante es discutir sus implicaciones. No podemos leer la mente de nuestros políticos, pero podemos estar atentos a sus discursos y comportamientos. Precisamente, la literatura especializada señala pistas para identificar candidaturas y presidentes con tendencias autoritarias. Una de ellas es apoyar e incluso alabar autoritarismos, medidas represivas o políticas que restringen libertades civiles en otros países del mundo (o en el pasado). En gran medida, esto es lo que han hecho los presidentes que defienden a Castillo. Han abierto una ventana para que veamos lo que estarían dispuestos a hacer en el futuro. O, cuando menos, han reprobado una prueba importante para descartar su talante autoritario.
Esta posición es absolutamente coherente con lo que ya sabemos de Cuba, Venezuela y Nicaragua. Son regímenes plenamente autoritarios. Tampoco debería sorprender demasiado la posición de AMLO que viene impulsando una autocratización que todavía no ha logrado concretar. Sin estar en un proceso similar, los gobiernos de Honduras y Bolivia siembran dudas respecto a qué tanto se diferencian de sus antecedentes directos en la presidencia que acumularon poder: Manuel Zelaya y, sobre todo, Evo Morales (respectivamente). Por todo lo dicho, la posición de Colombia es la que llama más la atención. La peligrosa señal que manda el apoyo al autogolpe de Castillo no se debe subestimar, pero tampoco exagerar. Al menos hasta el momento, no se suma a medidas concretas que formen parte de una erosión democrática.
Este débil compromiso con la democracia contrasta fuertemente con los logros que ha obtenido la izquierda desde que las elecciones competitivas se instalaron en el continente hacia la década de 1990. A lo largo de la historia latinoamericana, la izquierda fue sistemáticamente frenada para alcanzar el poder. Muchos líderes de esta tendencia ideológica sufrieron persecución y represión. Varios partidos fueron proscritos e impedidos de competir electoralmente. ¿Y no recordamos acaso lo que sucedía cuando ganaban las elecciones? Como en los casos de João Goulart en Brasil (1964), Allende en Chile (1973) y otros antes, las intervenciones militares estuvieron a la orden del día.
El periodo más reciente es de un éxito sin precedentes. El siglo XXI coincidió con un “giro a la izquierda” nunca antes visto, al menos hasta mediados de la segunda década. Algo similar podría decirse del momento político actual. Por los motivos que sean, hoy tenemos nuevamente a la izquierda gobernando en países como Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Honduras, México, Nicaragua y Venezuela. Hasta los líderes más autoritarios de ambas olas llegaron al poder originalmente a través de elecciones competitivas.
La revolución y la reacción
Todo lo mencionado nos lleva a un punto central de la discusión. Los ataques contra la democracia son un mal negocio para la izquierda latinoamericana. La izquierda no solo tiene viabilidad electoral y oportunidades reales para hacerse del poder por esta vía. Las últimas décadas también han demostrado que puede hacer avanzar su agenda una vez que llega a la presidencia. Habrá temporadas donde pierda elecciones, pero eventualmente volverá a ganar. La democracia es un juego de largo aliento. Tiene idas, pero también vueltas. Los perdedores de hoy pueden ser los ganadores de mañana. Lo que no lograste en un momento puede conseguirse en otro.
No se trata únicamente de incentivos. Las capacidades de la izquierda para montar un autoritarismo exitoso (esto es, duradero) se han debilitado con respecto a décadas pasadas. Al menos tres cambios parecen cruciales. Primero, ya no sobra el dinero. No estamos más en los tiempos del boom de precios internacionales de materias primas que coincidió con el giro izquierdista que inauguró Hugo Chávez en 1998. Ahora es más complicado mantener un buen performance económico y reemplazar la mano invisible del mercado por la mano visible del gobierno que ofrece beneficios materiales y/o programas sociales.
Segundo, no hay un claro guion autoritario como el “socialismo del siglo XXI” que siguieron países como Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y, con menor éxito, Honduras. Como consecuencia, la izquierda ha perdido una fuente importante de cohesión regional para resistir presiones democratizadoras. Por último, está el ascenso de una derecha radical. Quizás el fenómeno más importante está al nivel de las élites. En el giro izquierdista primigenio, la derecha aceptó el triunfo de su oponente. Hoy, luego de las experiencias bolivarianas y otros factores globales, cualquier propuesta del centro a la izquierda es fácilmente tildada de comunista. Un discurso tolerado por el establishment . O que, muchas veces, lo seduce.
Dicho de otro modo, es menos probable que otros países emprendan con éxito la larga y compleja ruta de la democracia a la dictadura plena que vimos en Venezuela y Nicaragua. Los desafíos autoritarios desde la izquierda tienen hoy mayor tendencia al fracaso. Y lo peor podría llegar luego. Hay una derecha crecientemente radicalizada que parece dispuesta a responder con miedo exacerbado, represión excesiva y/o autoritarismo. Ya es momento de corregir el cliché: los extremos no se parecen, se retroalimentan.
Quizá por eso la cita de Weyland, al inicio de este ensayo, suena tan familiar. No es que la Guerra Fría esté de vuelta. La izquierda no está siguiendo una vía revolucionaria ni se están instalando dictaduras militares como respuesta. No. Lo que sucede es que parecemos estar al borde de repetir las distorsiones de la realidad, las exageraciones y la imprudencia de aquellas épocas. Habremos abandonado la revolución y la contrarrevolución como procesos, pero a veces parece que nos persiguen sus lógicas y mentalidades.
Regresemos a dos casos mencionados previamente. En Honduras, el presidente Manuel Zelaya (2006-2009) excedió su capital político cuando intentó forzar el cambio de la Constitución. Entonces, su misión fue abortada por un golpe militar en junio de 2009. Una década después, Evo Morales (2006-2019) tuvo un destino similar en Bolivia. Había abusado del poder durante años, desconocido un referéndum que le impedía volver a postularse y recibió acusaciones de un supuesto fraude electoral. Pero se vio forzado a renunciar a la presidencia en medio de una ola de protestas, un motín policial y una “sugerencia” de las fuerzas armadas en esa dirección. Un agudo ensayo de Fernando Molina calificó esta salida –precisamente– como parte del “péndulo revolución-contrarrevolución” que forma parte de la dinámica histórica de la “Francia de Sudamérica”.
Ahora bien, ni en Honduras ni en Bolivia se llegó a instalar un autoritarismo. El país que tengo en la retina es obviamente Perú. Castillo hizo una campaña y, por momentos, gobernó montándose a aquello que el historiador peruano José Luis Rénique llamó la tradición radical. Una de base principalmente sureña y que rechaza el ninguneo desde la capital. Pero la chispa que finalmente logró “incendiar la pradera” –título de una de las obras del destacado autor– fue el fallido autogolpe. Tras la destitución del expresidente vivimos un estallido social que no ha dejado de crecer y que ha terminado convergiendo en su demanda de que el actual gobierno de Boluarte y el Congreso deben irse.
Por supuesto, Castillo no es la protesta. La izquierda autoritaria que gobernó con él tampoco. Nunca tuvieron esa capacidad de movilización. Pero el gobierno de Boluarte y sus nuevos aliados de derecha radical en el Congreso no lo entienden así. Por ello, han puesto al país en un rumbo autoritario que es tan precario como peligroso. Incluye el rol excesivo de las fuerzas del orden, una represión cruenta y un discurso macartista para justificar las medidas. En Perú, entonces, estamos viviendo un backlash, una contramarcha exagerada, represiva y abusiva a lo que fue una medida autoritaria sin ninguna base sólida para concretarse.
Todavía es pronto para concluir si seguimos en pleno incendio o ya es posible distinguir lo que queda de la pradera. No obstante, allá a lo lejos, entre humo y cenizas, creo vislumbrar un llano autoritario. Las lecciones para los otros países de América Latina están servidas. ~
Chicago, 25 de enero de 2023