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La presidencia de Trump está en un hoyo

Y eso es malo para Estados Unidos y el mundo

DONALD TRUMP ganó la Casa Blanca con la promesa de que gobernar es fácil. A diferencia de su oponente demócrata, cuya carrera se había consagrado a la política,  Trump se presentó como un hombre de negocios que podía Lograr Hacer Lo Necesario. Un número suficiente de votantes decidieron que su jactancia, burla, mentiras y el atacar a las mujeres eran asuntos secundarios. Algunos devotos de Trump incluso veían tales conductas como las credenciales de un auténtic0 salvador dispuesto a limpiar el pantano.

Después de 70 días en el cargo, sin embargo, el señor Trump se ha quedado atascado en la arena. Un proyecto de ley de atención de la salud prometido como uno de sus “primeros actos” sufrió un colapso humillante en el Congreso controlado por los republicanos (ver Lexington ). Sus diversos intentos para elaborar restricciones a los viajes a los Estados Unidos de algunos países musulmanes están siendo bloqueados por los tribunales. Y las sospechas de que su campaña colaboró con Rusia le han costado su asesor de seguridad nacional y puede que  afecten negativamente a su gobierno (ver artículo ). Los votantes no están impresionados. Ningún otro presidente ha tenido este tipo de bajos índices de aprobación tan temprano en su primer mandato.

Es tentador sentir alivio de que la presidencia Trump es un desastre. Para aquellos que dudan de la mayor parte de su agenda y se preocupan por su falta de respeto a las instituciones, tal vez la mejor esperanza es que logre poco. Esa lógica es seductora, pero equivocada. Después de años de estancamiento, Washington tiene mucho trabajo por hacer. La próxima cumbre con Xi Jinping, presidente de China, muestra cómo Estados Unidos sigue siendo la nación indispensable. Un presidente débil puede ser peligroso -imaginemos una guerra comercial, una crisis en el Báltico o el conflicto en la península coreana-.

Las tareas de gobierno

Trump no es el primer magnate que descubre que los negocios y la política funcionan con reglas diferentes. Si a usted se le cae un negocio de una propiedad, siempre podrá encontrar otra víctima. En política no se puede salir con la suya tan fácilmente. Incluso si Trump ahora desprecia a las facciones republicanas que se atrevieron a desafiarlo sobre el proyecto de salud, el Congreso es el único lugar al que puede ir para aprobar la legislación.

La naturaleza del poder político es también diferente. Como propietario y director general de su negocio,  Trump tenía un control absoluto. La constitución establece cómo bloquear a los aspirantes a autócratas. Donde Trump ha actuado adecuadamente, como con la candidatura de un jurista de principios, conservador, para llenar una vacante del Tribunal Supremo, él merece a prevalecer. Pero cuando los tribunales cuestionan la legalidad de su orden prohibiendo la entrada de ciertos extranjeros, sólo están haciendo su trabajo. Del mismo modo, el fracaso republicano de reunir una mayoría sobre el tema del cuidado de la salud refleja no sólo las divisiones entre los moderados y los de línea dura del partido, sino también los defectos de un proyecto de ley que, al final, habrían conducido a peor protección, o ninguna, para decenas de millones de estadounidenses sin ahorrar a los contribuyentes mucho dinero.

En lugar de tomar Washington por asalto, el director general de Norteamérica está fuera de paso. El arte del compromiso político es nuevo para él. Enturbia sus propios intereses y los intereses de la nación. Él se irrita ante las limitaciones de ser el hombre más poderoso en el mundo. Sólo hay que seguir su incontinente flujo de tweets para captar la paranoia y la vanidad de Trump: la prensa miente cuando informa sobre él; el resultado de la elección omite fraudulentamente millones de votos suyos; los servicios de inteligencia son desleales; su predecesor intervino sus teléfonos. No luce hermoso ni presidencial.

Que la principal víctima de estos insultos haya sido hasta ahora el propio jefe-tuitero es testimonio de la fuerza de la democracia estadounidense. Pero las instituciones pueden erosionarse, y el país está lamentablemente dividido (ver artículo ). A menos que el Sr. Trump cambie de rumbo, se corre el riesgo de que los daños se propaguen. La próxima prueba será el presupuesto. Si el Partido Republicano no puede aprobar una medida provisional, el gobierno comenzará a cerrar oficinas y departamentos el 29 de abril. La reciente inestabilidad en los mercados es una señal de que los inversores están contando con que Trump y su partido puedan aprobar la legislación.

Más que nada, están buscando una reforma fiscal y un plan de infraestructura. Hay gran margen para hacer una política fiscal más eficiente y más justa (ver artículo ). Las empresas estadounidenses enfrentan altas tasas impositivas y tienen desincentivos para repatriar beneficios. Los impuestos personales son un laberinto de privilegios y de lagunas, la mayoría de los cuales benefician a los más ricos. Del mismo modo, los aeropuertos del país se encuentran hacinados, y las carreteras llenas de baches, afectando negativamente la productividad. Trump ha hecho saber con claridad que ahora quiere hacer frente a los impuestos. Y, en un intento por ganar el apoyo de los demócratas, puede al mismo tiempo intentar hacer frente a los problemas de infraestructura.

Sin embargo, la reforma fiscal es tan traicionera como la reforma de la atención de la salud, y no sólo porque van a generar cabildeos y presiones muy fuertes. La mayoría de los planes republicanos son sorprendentemente regresivos, a pesar de la clase obrera que dio apoyo a Trump. Para ganar incluso una modesta reforma, Trump y su equipo tendrán que demostrar un dominio del detalle y la creación de coaliciones que hasta ahora los ha eludido. Si la popularidad de Trump cae más, la tarea de ganarse a los republicanos díscolos será cada vez más difícil.

Si el presidente viese frustrados sus objetivos en el Congreso, Trump seguramente se concentrará en áreas donde tiene vía libre. Él ya ha hecho uso pleno de la facultad de emitir órdenes ejecutivas y promete aprovechar la burocracia para forzar el avance de su agenda. En teoría, se podrían desregular sectores de la economía, como las finanzas, donde la mano del gobierno es a veces demasiado pesada. Sin embargo, sus órdenes ejecutivas hasta ahora han sido crudamente teatrales -al igual que con la derogación de esta semana de las normas ambientales promovidas por Barack Obama, que no dará lugar al renacimiento de puestos de trabajo en la minería, como falsamente ha prometido a las regiones productoras de carbón (ver artículo ). Sucede lo mismo con el comercio. Trump podría usar la Organización Mundial del Comercio para abrir mercados. Más probablemente, la ventaja decisoria la tendrán los nacionalistas económicos en su equipo. De ser así, los Estados unidos tendrán un enfoque bilateral, crecerá la protección comercial y la política exterior será más agresiva.

La cuestión del carácter

Los estadounidenses que votaron por Trump o bien pasaron por alto su grandilocuencia, o vieron en él a un magnate con suficiente confianza en sí mismo para transformar Washington. A pesar de esta presidencia es aún joven, ya parece un error de juicio. Sus políticas, desde la reforma de salud a la inmigración, han sido pobres,  ni siquiera pasan el criterio limitado de que benefician a sus votantes. Lo más preocupante para Estados Unidos y el mundo es la rapidez con que el hombre de negocios en la Oficina Oval está demostrando no ser apto para el cargo.

Traducción: Marcos Villasmil


NOTA ORIGINAL:

The Economist

The Trump presidency is in a hole

And that is bad for America—and the world

DONALD TRUMP won the White House on the promise that government is easy. Unlike his Democratic opponent, whose career had been devoted to politics, Mr Trump stood as a businessman who could Get Things Done. Enough voters decided that boasting, mocking, lying and grabbing women were secondary. Some Trump fans even saw them as the credentials of an authentic, swamp-draining saviour.

After 70 days in office, however, Mr Trump is stuck in the sand. A health-care bill promised as one of his “first acts” suffered a humiliating collapse in the—Republican-controlled—Congress (see Lexington). His repeated attempts to draft curbs on travel to America from some Muslim countries are being blocked by the courts. And suspicions that his campaign collaborated with Russia have cost him his national security adviser and look likely to dog his administration (see article). Voters are not impressed. No other president so early in his first term has suffered such low approval ratings.

It is tempting to feel relief that the Trump presidency is a mess. For those who doubt much of his agenda and worry about his lack of respect for institutions, perhaps the best hope is that he accomplishes little. That logic is beguiling, but wrong. After years of gridlock, Washington has work to do. The forthcoming summit with Xi Jinping, China’s president, shows how America is still the indispensable nation. A weak president can be dangerous—picture a trade war, a crisis in the Baltics or conflict on the Korean peninsula.

The business of government

Mr Trump is hardly the first tycoon to discover that business and politics work by different rules. If you fall out over a property deal, you can always find another sucker. In politics you cannot walk away so easily. Even if Mr Trump now despises the Republican factions that dared defy him over health care, Congress is the only place he can go to pass legislation.

The nature of political power is different, too. As owner and CEO of his business, Mr Trump had absolute control. The constitution sets out to block would-be autocrats. Where Mr Trump has acted appropriately—as with his nomination of a principled, conservative jurist to fill a Supreme Court vacancy—he deserves to prevail. But when the courts question the legality of his travel order they are only doing their job. Likewise, the Republican failure to muster a majority over health-care reflects not just divisions between the party’s moderates and hardliners, but also the defects of a bill that, by the end, would have led to worse protection, or none, for tens of millions of Americans without saving taxpayers much money.

Far from taking Washington by storm, America’s CEO is out of his depth. The art of political compromise is new to him. He blurs his own interests and the interests of the nation. The scrutiny of office grates. He chafes under the limitations of being the most powerful man in the world. You have only to follow his incontinent stream of tweets to grasp Mr Trump’s paranoia and vanity: the press lies about him; the election result fraudulently omitted millions of votes for him; the intelligence services are disloyal; his predecessor tapped his phones. It’s neither pretty nor presidential.

That the main victim of these slurs has so far been the tweeter-in-chief himself is testament to the strength of American democracy. But institutions can erode, and the country is wretchedly divided (see article). Unless Mr Trump changes course, the harm risks spreading. The next test will be the budget. If the Republican Party cannot pass a stop-gap measure, the government will start to shut down on April 29th. Recent jitters in the markets are a sign that investors are counting on Mr Trump and his party to pass legislation.

More than anything, they are looking for tax reform and an infrastructure plan. There is vast scope to make fiscal policy more efficient and fairer (see article). American firms face high tax rates and have a disincentive to repatriate profits. Personal taxes are a labyrinth of privileges and loopholes, most of which benefit the well-off. Likewise, the country’s cramped airports and potholed highways are a drain on productivity. Sure enough, Mr Trump has let it be known that he now wants to tackle tax. And, in a bid to win support from Democrats, he may deal with infrastructure at the same time.

Yet the politics of tax reform are as treacherous as the politics of health care, and not only because they will generate ferocious lobbying. Most Republican plans are shockingly regressive, despite Mr Trump’s blue-collar base. To win even a modest reform, Mr Trump and his team will have to show a mastery of detail and coalition-building that has so far eluded them. If Mr Trump’s popularity falls further, the job of winning over fractious Republicans will only become harder.

Were he frustrated in Congress, the president would surely fall back on areas where he has a free hand. He has already made full-throated use of executive orders and promises to harness the bureaucracy to force through his agenda. In theory he could deregulate parts of the economy, such as finance, where the hand of government is sometimes too heavy. Yet his executive orders so far have been crudely theatrical—as with this week’s repeal of Barack Obama’s environmental rules, which will not lead to the renaissance of mining jobs that he has disingenuously promised coal country (see article). It is the same with trade. Mr Trump could work through the World Trade Organisation to open markets. More probably, the economic nationalists on his team will have the upper hand. If so, America will take a bilateral approach, trade protection will grow and foreign policy will become more confrontational.

The character question

The Americans who voted for Mr Trump either overlooked his bombast, or they saw in him a tycoon with the self-belief to transform Washington. Although this presidency is still young, that already seems an error of judgment. His policies, from health-care reform to immigration, have been poor—they do not even pass the narrow test that they benefit Trump voters. Most worrying for America and the world is how fast the businessman in the Oval Office is proving unfit for the job.

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