Arturo Pérez-Reverte: La profesora de Arte
En la vida de todo hombre hay mujeres que lo marcan para siempre. Eso incluye a madres, esposas, hijas, amantes o cualquier otra variedad imaginable del asunto. En ocasiones, algunos individuos más o menos afortunados vislumbran claves ocultas, secretos de la vida a través de los ojos de esas mujeres. Llegan a conocer mejor el mundo y a ellos mismos gracias a lo que ven o creen ver en la mirada de ellas, y también en sus actitudes, sus palabras y especialmente sus silencios. Alguna vez escribí, o dije, que nadie habla con silencios mejor que las mujeres. O con palabras, cuando se ponen. Sobre todo si salen al palenque hartas, fatigadas o heridas.
Hoy quiero contarles de una mujer que marcó mi vida. Su nombre figura en libretas de apuntes que conservo desde hace más de cuarenta años, y que contienen las notas que tomé en 6.º y Preu sobre Historia del Arte. Por aquel tiempo yo era un jovenzuelo insolente con la mochila llena de libros, a punto de viajar a la isla de los piratas. Me habían echado de los Maristas y conseguí asilo en el Instituto de Cartagena. Sólo éramos once en Letras, y los profesores de Literatura, Latín, Griego, Filosofía e Historia, también recién llegados, resultaron jóvenes y brillantes. Nos dieron tres años de felicidad intelectual con alicientes extras: Gloria, la profesora de Griego, usaba minifaldas de vértigo y tenía unas piernas espectaculares; y la profesora de Historia del Arte era dulce, tímida y sabia. Se llamaba María Amparo Ibáñez; y, como digo, conservo sus apuntes porque son metódicos y perfectos. Todavía ahora, cuando necesito refrescar un dato de modo urgente, acudo a ellos antes que al Summa Artis, al Espasa o al René Huyghe. Por eso siguen al alcance de mi mano, en el estante más próximo a la mesa donde trabajo.
Esa profesora nos enseñó a mirar a través de sus ojos: arquitrabes, volutas, arbotantes, frescos, veladuras, adquirieron sentido gracias a su inteligencia paciente. Ella nos llevó de la mano desde el arco de adobe a la nervadura gótica, del tesoro de Atreo a la silla de Frank Lloyd Wright, de la cerámica cordada a las sombras largas de Chirico. Enseñándonos, entre otras cosas útiles, que la Historia del Arte, como la Historia a secas, es mucho más que una disciplina académica: es un espejo familiar donde mirarse, un libro ameno que explica lo que fuimos y somos. Un rico sedimento de siglos que proporciona al hombre occidental -o a lo que va quedando de él- memoria, explicación y consuelo. Sin Amparo Ibáñez, sin sus explicaciones y su inteligencia, sin su fe imbatible en los once muchachos que, con ella, analizaban fascinados el último detalle de cada catedral, cada escultura y cada cuadro, mi vida sería hoy, seguramente, muy distinta. Con la mirada que esa mujer me educó pude escribir, más de veinte años después, La tabla de Flandes: la historia de una joven que mira un cuadro como quien descifra un enigma, del mismo modo que, gracias a mi profesora, aprendí yo a mirar con diecisiete o dieciocho años. Y tampoco, sin esa mirada que luego contempló cosas que nada tienen que ver con la Historia del Arte -aunque en el fondo quizá tengan que ver, y mucho-, habría podido escribir más tarde la novela que llamé El pintor de batallas sin que haya nada casual en la elección del título: la historia del hombre que, encerrado en una torre circular, pinta en sus muros la fotografía que nunca logró hacer: el paisaje-resumen devastado, monótono, implacable, de todo el horror y todas las guerras.
Hace algún tiempo, cuando firmaba libros después de presentar una de mis novelas en Valencia, vi a Amparo Ibáñez en la cola de lectores, aguardando paciente con un libro en las manos. No la había vuelto a ver desde el Instituto, pero la reconocí en el acto: delgada, menuda, tímida. Estoy lejos de ser un fulano de lágrima fácil; pero verla allí, como uno más, me conmovió las entrañas. La cola de lectores era interminable: había mucha gente esperando una dedicatoria, y yo me iba esa misma noche. Así que hice cuanto pude. Como siempre firmo de pie, no tuve que levantarme. Hablé atropelladamente de lo mucho que mis libros y mi vida le debían. De la deuda inmensa y del indeleble recuerdo. Ella asentía complacida de escuchar aquello, mientras yo garabateaba unas líneas apresuradas en la página de cortesía de la novela. Después la besé y me quedé mirándola un momento, con dolorida impotencia, antes de atender al siguiente lector que aguardaba. Así la vi perderse entre la gente, con el libro firmado que apretaba contra el corazón. Entonces decidí que alguna vez, si lograba no ponerme demasiado sentimental, escribiría unas líneas como las que ahora escribo. Para decirle, al fin, lo que entonces no le dije.