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La puesta en escena de Pedro Sánchez, analizada por un dramaturgo

Quienes venimos del teatro aceptamos de buen grado a estos nuevos compañeros de oficio. Pero, eso sí, también ellos, como nosotros, deben estar dispuestos a someterse a la crítica. Si no social, al menos teatral

                                        Pedro Sánchez, durante su comparecencia en Ferraz. Jaime García

 

 

EL AUTOR DE LA NOTA, ERNESTO CABALLERO, ES DRAMATURGO Y DIRECTOR DE ESCENA.


 

Así como la comparecencia del pasado jueves en Ferraz, por parte del presidente del Gobierno, ofreció un despliegue de recursos escénicos – maquillaje de demacración expresionista, vestuario holgado para subrayar la vulnerabilidad, alocución victimista de acentos melodramáticos-, la del lunes, sin embargo, merece una atención distinta.

No tanto por el impacto político de sus palabras, que ya se ha encargado de metabolizar la prensa, sino por ciertos aspectos que, desde una mirada dramatúrgica (o, si se prefiere, desde la perspectiva del tan traído y llevado relato), resultan dignos de análisis. Veamos.

Lo primero que conviene señalar es la demora -probablemente no premeditada, pero eficaz- con la que se produjo la aparición pública. Sea como fuere, nos encontramos con lo que los dramaturgos conocemos como efecto de anticipación: una técnica clásica que incrementa la tensión dramática y magnifica el aura del personaje. Pensemos, por ejemplo, en ‘Cyrano de Bergerac’, o en el inspector de ‘Llama un inspector’, que no hacen su entrada hasta bien avanzado el desarrollo de la obra. En ambos casos, su presencia se anuncia y se comenta profusamente antes de aparecer en escena, lo que construye una presencia ausente, un foco invisible de poder que la audiencia empieza a imaginar más temible, más decisivo, más grande de lo que acaso será en realidad. Algo similar ha ocurrido con la esperada alocución presidencial: un suspense generado en los medios, sostenido durante horas, que acabó reforzando la centralidad simbólica del compareciente.

Pero sin duda el gesto más revelador de la función fue el cambio deliberado del espacio escénico: no se comparece en la sede del Ejecutivo, sino en la del partido. Este desplazamiento no es neutro. Al evitar el marco institucional, se elude la responsabilidad política directa. El presidente se presenta como líder partidario, no como jefe del Gobierno. Así, el relato se traslada del terreno de lo público y lo estatal al ámbito interno de las lealtades orgánicas. Y con ello, el conflicto real -la corrupción- se ve desplazado por una subtrama emocionalmente más manejable: la de la confianza interna, el apoyo de los suyos, la legitimidad subjetiva. No se niega del todo lo sucedido, pero sí se desdramatiza, al cambiar el lugar -y el peso- de los hechos.

 

                     Pedro Sánchez realiza un gesto durante la comparecencia. Jaime García

 

También cabe destacar la cualidad reactiva del personaje. Pareciera haber hecho suya la célebre máxima: «no hay mejor defensa que un buen ataque». Una actitud que galvaniza a sus bases y desafía con desdén al adversario: «Mucho hablar, pero que me gane el que pueda». Esta retórica le confiere un perfil heroico, casi épico, dentro de su propio campo. Se construye como figura sitiada, resistente ante unas fuerzas oscuras que conspiran para derribarlo. Se erige como bastión de una causa mayor que él mismo. Y así, en términos teatrales, configura un personaje que no sólo sobrevive al conflicto, sino que lo necesita para reafirmarse. Vive en él. Se alimenta de él. Lo provoca incluso.

Todo ello sostenido por un subtexto latente pero persistente: «La oposición es el verdadero peligro que amenaza a este país, y yo estoy dispuesto a sacrificarme para salvaros de ella». Bajo un discurso que aparenta ser explicativo, incluso defensivo, se oculta un relato de corte mesiánico. No es un gestor el que comparece, sino un mártir necesario. La corrupción -origen de esta intervención- queda relegada a un segundo plano, eclipsada por un relato de redención y sacrificio personal. Es el pathos el que toma la palabra: la emoción como escudo. Y con ello, cualquier crítica deviene sospechosa; cualquier fiscalización, un ataque al bien común. Lo que está en juego ya no es la verdad, sino la lealtad.

Hace tiempo que el territorio de la ficción ha sido invadido por la política. Sus recursos retóricos, sus dispositivos de seducción, esa alquimia que convierte lo verosímil en más poderoso que lo veraz, ya no son patrimonio exclusivo de la escena. Quienes venimos del teatro aceptamos de buen grado a estos nuevos compañeros de oficio. Pero, eso sí, también ellos, como nosotros, deben estar dispuestos a someterse a la crítica. Si no social, al menos teatral.

 

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