La represión como fin de la esperanza
La represión no se detendrá en Cuba. No se trata de una afirmación dogmática ni de una respuesta fundamentada en un supuesto anticastrismo vertical. Es una característica de una forma de gobierno que para sustentarse necesita ajustes constantes, cada vez más torpes.
Junto a esa situación social y política, durante décadas el Gobierno ha desarrollado y mantenido un eficiente aparato represivo, cuya actuación permite una comparación simple: la incapacidad para producir bienes corre pareja con la eficiencia para generar detenciones.
De esta forma el régimen castrista ha creado una cifra mayor de “delincuentes y seres violentos” que todos los gobiernos republicanos anteriores.
No hay que olvidar que el gobierno de La Habana siempre ha usado a su conveniencia la distinción entre delito común y delito político. En una época todos los presos comunes estaban en la cárcel por ser contrarrevolucionarios, porque matar una gallina era una actividad contraria a la seguridad del país. En la actualidad, cada vez que muere un opositor o su caso alcanza una dimensión internacional se le acusa de vago y delincuente.
Lamentable tener que escribir sobre la represión. No es preferencia por el oficio de aguafiestas, ni denunciar algo nuevo, un brote reciente o un fenómeno oculto. Es que la cualidad de cotidiano no puede convertirse en justificación para el ocultamiento.
Con este constante detener de personas que simplemente han manifestado una opinión contraria —con independencia de ahora, en la mayoría de los casos, sea por pocas horas—, el régimen cierra la puerta a la esperanza de un cambio paulatino y pacífico hacia la democracia.
A estas alturas está más que comprobado que el Gobierno de Raúl Castro no tiene la capacidad para dirigir un desarrollo económico que satisfaga las necesidades de la población, pero sí ha logrado ser capaz de mantener al pueblo bajo una economía de subsistencia durante décadas. Solo que la contrapartida a la ineficiencia de las empresas estatales ha sido una economía clandestina —la bolsa negra, el “trapicheo”, el “socialismo”—, indiscriminada y personal. La naturaleza centralizadora y represiva del régimen siempre ha tenido como contrapartida o complemento una corrupción a todos los niveles.
Al hablar de represión en la Isla no hay que olvidar que la maquinaria intimidatoria, que ha permitido la permanencia de un régimen por más de medio siglo, no puede ser denunciada en términos simples ni limitar su alcance, responsabilidad y consecuencias a Raúl Castro ahora y Fidel Castro antes.
En primer lugar, porque hay mecanismos establecidos que van más allá de la obediencia a un tirano: parcelas de poder, privilegios y temores sobre el futuro. En segundo, porque no hay el desarrollo en el país de una conciencia ciudadana empeñada en una transformación democrática.
El concepto de que la libertad actúa como un valor fundamental de motivación en cualquier pueblo —con independencia de credo, cultura, historia y origen—, cuya formulación mejor aparece en The Case For Democracy, de Natan Sharansky y Ron Dermer, ha demostrado ser más un ideal que parte de un análisis de la realidad. Las secuelas de la envidia, el odio y el delito compartido por muchos años serán difíciles de arrancar en Cuba.
Desde que se conoció de la enfermedad de Fidel Castro, los servicios de inteligencia estadounidenses apostaron por Raúl, a quien se ve como un factor de estabilidad en la Isla tras el fallecimiento de su hermano mayor.
El factor básico que ha utilizado Raúl Castro, para mantenerse en el poder en Cuba, es lograr un difícil equilibrio entre represión y reforma. El actual gobernante cubano ha demostrado su habilidad para conciliar estos dos extremos, pero a cambio de un inmovilismo que mantiene a la sociedad cubana en una permanente crisis. Las reformas económicas. limitadas y lentas, han terminado por estancarse. Y aunque nunca existieron muchas esperanzas de que intentaran propiciar algún cambio político notable, el mantener la puerta herméticamente cerrada a la más mínima transformación —más allá de las imprescindibles acciones de supervivencia— complementa el panorama de estancamiento.
Si estamos frente a un proceso que tiene como única razón de existencia el perpetuar en el poder a un reducido grupo, el mecanismo de represión invade todas las esferas de la forma más descarnada, y sin tener que detenerse en los tapujos de supuestos objetivos sociales, que en el proceso cubano desaparecieron o pasaron a un segundo o tercer plano hace ya largo tiempo.
La dictadura militar de Raúl Castro no ha escatimado recursos en una maquinaria represiva eficaz, silenciosa y omnipresente. Pero no ha sido suficiente. En ocasiones la situación escapa de control y hay que recurrir a medios más burdos.
Entonces el mecanismo de terror delega la ejecución de la represión en turbas, e incluso en ocasiones en grupos que hasta cierto punto podrían catalogarse de paramilitares.
La justificación de la violencia es la ira revolucionaria. Los actos de repudio, las Brigadas de Respuesta Rápida y el hundimiento del transbordador 13 de Marzo por un grupo de “trabajadores que actuaron en defensa de sus intereses”, para citar uno de los ejemplos más conocidos, responden al mismo patrón represivo, cruel e hipócrita.
Sin embargo, esta situación de “violencia revolucionaria” no puede ser mantenida de forma permanente en su versión más cruda, y el régimen lo sabe. Por ello dosifica una tensión diaria con esporádicos estallidos de saña y algarabía.
En este sentido, uno de los aliados que por décadas ha empleado el Gobierno cubano es la escasez. La falta desde alimentos hasta una vivienda o un automóvil ha sido utilizada, tanto para alimentar la envidia y el resentimiento, como en ocupar buena parte de la vida cotidiana de los cubanos.
En tal situación, la corrupción y el delito han reinado durante las décadas del proceso revolucionario. La escasez actúa a la vez como fuerza motivadora para el delito y camisa de fuerza que impide el desarrollo de otras actividades. No se trata de justificar lo mal hecho, sino de aclarar sus circunstancias. Un análisis de la crisis económica permanente que existe en la Isla no debe excluir al mercado negro, la corrupción y el delito como importantes fuerzas de un mercado informal pero poderoso.
La escasez también ha sido usada para incrementar la delación y la desconfianza, a partir de la ausencia de un futuro en la población manipulada como el medio ideal para alimentar la fatalidad, el cruzarse de brazos y la espera ante lo inevitable.
Mediante las detenciones de disidentes, más o menos breves y a lo largo de toda la Isla, cada vez que se produce o se anuncia una actividad opositora pacífica, el Gobierno no solo intenta sembrar el miedo, sino también el desaliento. Los argumentos son gastados, los recursos son viejos, pero la vida es una sola.
Hay que agregar además que al régimen no le basta con castigar a los activistas, quiere matar su ejemplo, enfangar su prestigio.
Cuando los posibles cambios anunciados por Raúl Castro comenzaron a posponerse, y terminaron convertidos en parte de una nueva metafísica insular, la discusión giró hacia el estancamiento y la posibilidad del caos y la catástrofe. En ese punto estamos todavía: entre la apatía y la violencia. A partir de la represión, la escasez y la corrupción, los tres pilares en que se fundamenta el Gobierno cubano.
A la vez que el régimen de La Habana continúa exigiendo una actitud de aceptación absoluta e incondicionalidad a toda prueba —que no es más que abrir la puerta a oportunistas de todo tipo—, se aferra a un concepto medieval del tiempo: confundir el presente con la eternidad. Mediante ese paréntesis se perpetúa un régimen que no deja espacio a la esperanza.