La Rusia de Putin, el imperio del cinismo
Margarita Simonyan, directora de la televisión estatal rusa RT, vestía un llamativo traje verde intenso cuando viajó hasta Minsk a mediados de septiembre pasado. Junto a tres colegas de cadenas y emisoras moscovitas de línea oficialista, la periodista iba a realizar la primera entrevista a Aleksándr Lukashenko, el presidente de Bielorrusia, tras el inicio de las protestas antigubernamentales en la pequeña nación exsoviética. El hombre que a mediados de verano parecía hallarse contra las cuerdas, a punto de ser derribado ante la masiva protesta callejera suscitada por una elección presidencial fraudulenta, hablaba por vez primera de los sucesos recientes en su país.
En los prolegómenos del encuentro hubo risas, camaradería… y también un tono de conchabanza que nadie parecía disimular. “Soy Margarita”, dijo la directiva en el momento de estrechar la mano del jefe del Estado bielorruso. “Ya lo sé”, respondió el político, destacando la obviedad de dicha presentación. Dado que el rostro de esta mujer es de sobras conocido en toda la antigua URSS, aquel intercambio de saludos exudaba teatralidad y escenificación.
La indumentaria de Simonyan tampoco pasó inadvertida entre quienes conocen su idiosincrasia y modo de actuar. El tono esmeralda de sus ropas no solo coincidía con el color de su canal, cuyo escudo empresarial consiste precisamente en un aséptico cuadrado de fondo verde enmarcando las letras RT en negro. Con ese vistoso atuendo, lo que la periodista rusa pretendía era jactarse en público de una operación de injerencia política que el Kremlin llevaba a cabo en aquellos momentos en el país vecino, siguiendo patrones similares a la anexión de Crimea en 2014.
Porque mientras la reportera departía amigablemente con Lukashenko, la emisora que gobernaba estaba colonizando a la televisión pública bielorrusa, proporcionando el personal que sustituiría a los reporteros y comunicadores locales despedidos por declararse en huelga ante la represión policial. La entrada del personal ruso en la Compañía Nacional de Radio y Televisión de Bielorrusia se reflejó de inmediato en la línea editorial de las emisiones, incluyendo una sustancial modificación semántica en el idioma de Dovstoievski especialmente destinada a los televidentes bielorrusos: a partir de aquel momento, su país dejaba de llamarse Respúblika Belarus y pasaba a denominarse Belorrosiya, que puede traducirse al castellano como Rusia Blanca, un nombre que evoca dependencia y subordinación respecto al poderoso vecino del este.
Hace un lustro, en la disputada península crimeana a orillas del mar Negro, los acontecimientos siguieron patrones similares. La incorporación del territorio por parte del Kremlin fue llevada a cabo por unos soldados sin distintivos militares que, rápida y sigilosamente, tomaron el control de los puntos neurálgicos del territorio. Esos individuos anónimos, que surgieron de la nada en Yalta y Simferópol, precisamente fueron bautizados por la prensa internacional como “los hombrecillos de verde”. “Mirad quién está en Minsk; cuatro cadenas televisivas rusas estatales entrevistando a Lukashenko hoy; la mujer de verde, por supuesto, es la propagandista-jefa y directora de RT”, tuiteó Christopher Miller, un renombrado especialista en la ex Unión Soviética, enfatizando la colorista coincidencia.
Desde la llegada de Vladímir Vladimírovich Putin al Kremlin en 1999 Rusia se ha transformado en un empíreo del cinismo. Y no en la bondadosa acepción que el término adquirió durante la Grecia clásica, aquella que definía a los cínicos como los seguidores de una escuela filosófica que instaba a rechazar las convenciones sociales artificiales. En el país más grande del mundo, triunfan quienes mienten sin reparo, destacan aquéllos que alardean de lo inaceptable y se imponen los que convierten en virtud la falta de valores éticos. Es un virus que se origina en la cúpula del poder, para luego replicarse por todas las arterias del Estado hasta sus más estrechos capilares; una dolencia que se engendra en el interior de las rojas murallas del Kremlin, llegando a transmitirse a los funcionarios de menor rango y al personal subalterno.
La trayectoria de Simonyan parece dar la razón a los militantes del relativismo moral, a quienes creen que, en la vida, todo individuo tiene un precio y es susceptible de ser comprado. Nacida en Krasnodar, en el sur de Rusia, en el seno de una familia humilde de origen armenio, cursó estudios de Periodismo en la Universidad Estatal de Kubán y despuntó como reportera de un canal local durante la cobertura de eventos trágicos como la segunda guerra de Chechenia o la masacre de la escuela de Beslán, llegando incluso a ser galardonada por su valentía.
Su carrera profesional dio un giro radical cuando pasó a integrar el pool de informadores que cubría las actividades del presidente Vladímir Putin. Desde esa privilegiada posición, logró entablar con el jefe del Estado ruso un potente vínculo personal, algo que quedó demostrado cuando éste le regaló un ramo de flores durante una rueda de prensa en Tayikistán con motivo de su cumpleaños. En el 2005, con solo 25 años, fue nombrada directora de RT, una cadena que aspiraba a trasladar a una audiencia mundial y multilingüe los puntos de vista del Kremlin, empleando un formato profesional similar al de televisiones internacionales como la BBC o la CNN.
Instalada en su atalaya televisiva, Simonyan se ha dedicado con fruición a mermar y a cuestionar los principios éticos universalmente aceptados de la labor periodística, creando un ethos profesional tan alternativo como la “realidad paralela” de la que su cadena asegura hacerse eco. “No existe la objetividad; únicamente aproximaciones a la verdad tan numerosas como voces existen”, declaró al poco de asumir el cargo.
Todo lo dicho y hecho desde entonces por esta mujer no ha sido más que un desarrollo de su profesión de fe subjetivista. En junio pasado defendió públicamente a Mijaíl Efremov, un actor adorado por la élite rusa, después de que éste provocara un grave accidente de tráfico mientras conducía borracho, con resultado de una persona muerta. “Realmente no quiero que el grandioso actor acabe en la cárcel, no quiero que quienes denuncian la ilegalidad cometan regularmente una horrible ilegalidad”, tuiteó la periodista, caracterizando a la víctima del choque, Serguéi Zakharov, de 58 años, como un “anciano conductor de mensajería”. Poco más tarde, en la misma red social, solicitó que se le proporcionaran datos bancarios de la familia del fallecido. Todo ello, en un país en el que, año tras año, la conducción temeraria practicada por los conductores de coches oficiales y automóviles de lujo causa innumerables tragedias personales.
En septiembre, en plena tormenta mediática tras el envenenamiento del opositor Alekséi Navalni, Simonyan intervino en el asunto, recurriendo a las desacreditadas versiones que ofrecían los médicos rusos desde el hospital de Omsk, en donde la víctima había sido ingresada. En medio de palmarias contradicciones, éstos llegaron a declarar que habían detectado niveles de glucosa anormalmente bajos en los análisis de sangre realizados. Sus palabras le dieron pie para hacer chanza de la tentativa de asesinato: “Nada habría sucedido” si en el avión alguien le hubiera administrado a Navalni “una cucharada de azúcar”, dijo con sorna.
Según Donald L. Kanter y Philip H. Mirvis, autores de numerosos estudios sobre este corrosivo fenómeno, los cínicos consideran que “mentir, poner un rostro falso o aprovecharse de los otros, es definitorio en la naturaleza humana”. Es su forma de evitar un debate franco y veraz con sus interlocutores, sabedores de que no resistirían un combate dialéctico basado en la honestidad. Superar ese escudo de mentiras y descaro, sostienen los psicólogos, requiere inteligencia y mano izquierda.
En el otoño del 2018, Simonyan entrevistó en exclusiva para RT a los dos supuestos miembros de la inteligencia militar rusa identificados por la policía británica como los autores del envenenamiento en Salisbury, el sur de Inglaterra, de Serguéi Skripal, un exespía ruso que trabajó como agente doble para el Reino Unido, y su hija Yulia. La conversación constituyó otro hito de procacidad periodística: la mujer preguntaba con burla y sarcasmo, pero sin filo, a dos presuntos asesinos azorados que balbuceaban incongruentes versiones acerca de un viaje a la provinciana localidad inglesa donde residía el traidor, objeto de la tentativa de asesinato. Sus laudatorias alusiones a la belleza de la arquitectura gótica inglesa, supuesto motivo de la visita, empleando palabras y estructuras gramaticales semejantes a la sintaxis de la página correspondiente en Wikipedia, sorteando la tragicomedia.
Más que una entrevista exclusiva realizada por una reportera en busca de la verdad aquel diálogo televisado tenía los visos de un ejercicio de escarnio público ordenado desde lo más alto contra dos agentes secretos que habían fracasado en la misión encomendada. Hubo hirientes alusiones de la presentadora a su supuesta vida en común, a su ambigua relación y a su conducta sexual, toda una provocación en un país donde las salidas de tono homófobo constituyen un divertimento para una parte importante de la sociedad rusa.
La emisión vino seguida de potentes réplicas. El Gobierno británico, medios de comunicación internacionales, politólogos y observadores, se echaron las manos a la cabeza, criticando entrevista y entrevistadora. “¿Gay o no gay? Ésta es la pregunta de los medios estatales rusos”, censuraba Radio Free Europe. “Esta entrevista es un insulto a la inteligencia de la audiencia”, condenaba un portavoz de Downing Street.
Multitud de colegas locales y extranjeros debatieron aquellos días el tema con Simonyan, de periodista a periodista. Ésta respondía a quienes la cuestionaban asegurando que sus preguntas habían sido “agresivas”, y exigiendo para su canal el mismo respeto que recibe la CNN. Tan solo una reportera internacional, avezada en multitud de bregas periodísticas y que prefiere el anonimato, pudo a duras penas superar el muro de cinismo tras el que se había parapetado, logrando que la conversación transcurriera por derroteros más constructivos. “Me habían advertido de que no fuera directa al grano, de que no le confrontara con argumentos, porque lo único que obtendría sería un monólogo comparando a RT con la BBC”, explicó, horas después de la reunión. “Por eso, cuando abordamos el tema, me limité a preguntarle: ¿no crees que toda esta historia que cuentan estos dos hombres es un poco extraña?”, continuó.
Cuando directivos y responsables de los medios de comunicación desarrollan de forma tan deslavada una agenda completamente alejada de la transmisión de la verdad, no es de extrañar que sus subalternos acaben imitando su ejemplo, y consideren al periodismo como un oficio exento de consideraciones éticas y destinado únicamente a facilitar la proyección pública de sus ejecutores o la obtención de un salario para sus trabajadores.
Pável es un bien plantado presentador televisivo en un canal estatal, simpático, divertido y amante de la ropa de marca, quien también prefiere no revelar su verdadero nombre ni su lugar de trabajo. Estudió Periodismo en una universidad pública y transitó por canales municipales y estatales, todos de titularidad pública, quejándose de forma recurrente de que no era promocionado, de que en su entorno los méritos no contaban, sino las conexiones y “otras cosas,” y confesando de forma reiterada cómo le indignaba “lamer el culo” al alcalde moscovita Serguéi Sobyanin.
Hace unos meses, después de que sus aspiraciones profesionales se dieran de bruces contra un muro en innumerables ocasiones durante su corta trayectoria periodística, recibió una extraña oferta de sus empleadores. No se trababa de presentar un informativo, dirigir a un equipo de reporteros o asumir la responsabilidad de un programa televisivo de éxito. Le planteaban convertirse en uno de esos esquiroles que ayudarían al Kremlin a someter a la televisión pública del país vecino, aunque eso sí, a cambio de una suma de dinero. “Me ofrecían 350.000 rublos (unos 4.000 euros) por realizar cuatro emisiones destinadas a la televisión de Bielorrusia: me pasaban un folio y yo simplemente tenía que leerlo; ni siquiera debía viajar a Minsk”, relata. Pável no se lo pensó dos veces y de inmediato rechazó la propuesta, aunque, a juzgar por su respuesta, lo hizo más pensando en la cantidad ofertada que en su reputación profesional: “era muy poco dinero, si hubieran ofrecido más…”.
Superviviente en un mundo sin ética, y deseando comprarse un apartamento en Moscú, este periodista ha hecho de su capa un sayo: está aprovechando la popularidad adquirida durante su paso por los diferentes canales gubernamentales para convertirse en un bien pagado animador en fiestas de las clases pudientes moscovitas. Parece que se le da bien y, según dice, se lleva menos disgustos.
El cinismo impregna todos los rincones del sistema político y social creado hace dos décadas por Putin. Entre los miembros de la élite que gobierna el país, es algo así como una marca de la casa, un sine qua non, un sello de lealtad hacia el régimen. Todo aquel individuo que no comulgue con esta estructura de (contra)valores, será indefectiblemente identificado, aislado y expulsado, puede que incluso mediante la violencia. Como explica Gregory Afinogenov, el historiador de la Universidad de Georgetown, el ascenso de Putin al poder, “al igual que el de Hitler, se enmarca en una población exhausta que opta por la estabilidad por encima de la libertad”. Su apelación ideológica, sin embargo, varía sensiblemente respecto a lo sucedido en la Alemania de de los años 30. “A diferencia de muchos regímenes dictatoriales, que tradicionalmente apelan a la nación y a la tradición, el putinismo apela directamente “al cinismo” prometiendo una “pseudodemocracia que combina una esfera política totalmente neutralizada con una (en teoría) rígida vertical de poder”, sostiene el académico.
Con estos mimbres, el debate político en Rusia ha ido asemejándose durante los últimos años a una burlesca representación teatral, donde nadie dice lo que piensa, ni actúa de forma genuina. Los partidos políticos no gubernamentales autorizados a participar en el descafeinado y limitado juego político no representan ni ideologías ni intereses colectivos; sus integrantes, más bien, se posicionan o militan en estas pseudo formaciones políticas –valga la redundancia– con el objetivo de promover agendas privadas, réditos empresariales o defender secretamente al Gobierno
El Partido Liberal-Demócrata de Rusia (LDPR) es quizás uno de los ejemplos más fehacientes de la enorme brecha existente entre discurso político y realidad social. Sus contradicciones arrancan ya de su propio nombre oficial. Contrariamente a lo proclamado, el LDPR no defiende ninguna democracia basada en la división de poderes, ni recurre a los principios liberales para sustentar su corpus ideológico. Según muchos politólogos rusos, su misión consiste en apuntalar al Gobierno y al presidente Putin en los momentos de dificultad, además de concederle acceso a audiencias y votantes situados en los márgenes del sistema gracias a las ingeniosas salidas de tono y a las declaraciones estridentes de sus miembros y dirigentes, en particular de su líder, Vladímir Zhiriovski.
Y ciertamente, Zhirinovski uno de los políticos locales más entrevistados por los corresponsales extranjeros en Moscú, nunca defrauda a la hora de dar titulares para un artículo. En una entrevista conjunta concedida a los diarios españoles El Periódico y El Mundo que tuvo lugar en el 2016, el líder del partido calificó a las exrepúblicas soviéticas asiáticas de “estados innecesarios”, auguró que Ucrania se desintegraría en cinco años y pidió al Gobierno de Rusia que desplegara “en Venezuela” a la flota de submarinos para demostrar su poderío en América Latina. Respecto a las relaciones con Europa y Estados Unidos, el dirigente muestra una alineación sin fisuras con el Kremlin: “Rusia tiene dinero para una nueva carrera armamentística”, advirtió.
Yuri Korguniuk, investigador del departamento de Ciencias Políticas en el moscovita Instituto de Información Científica sobre Ciencias Sociales, sostiene que en las diferentes convocatorias electorales el LDPR –aunque también otros partidos como Rusia Unida– han ofertado puestos en sus listas electorales a hombres de negocios a cambio de elevadas sumas de dinero, lo que le lleva a definir a esta formación como una “asociación comercial” desprovista de cualquier atisbo ideológico. “No hay más que ver el elevado número de empresarios que se incluyen en sus listas electorales de partido, son personajes que no tienen nada que ver con el partido”, apunta a esta revista.
En su opinión, no existe un precio establecido para semejantes ofertas, se trata de “pactos individuales” cuya cantidad a desembolsar varía dependiendo de qué tipo de elección se trate, ya sea a una asamblea municipal, un Parlamento regional, “más baratos”, o a la Duma Estatal, la cámara baja del Parlamento. Los escaños en Rusia Unida serían “los más onerosos para el aspirante porque tiene más posibilidades de salir elegido”. Este sistema, vigente ya durante los años de la presidencia de Borís Yeltsin, se ha ido manteniendo, estructurando y regulando con el tiempo, de acuerdo con este académico: “En los años 90 era oscuro y caótico, ahora, por mucho que pague, nadie accede a las listas electorales sin contar con el visto bueno de la Administración Presidencial” (Kremlin).
El transfuguismo es un fenómeno frecuente, normalizado y aceptado entre las fuerzas políticas que orbitan alrededor del poder. Si no hay ideología, si la marca es lo de menos, cuando en un grupo parlamentario determinado no se obtiene la posición adecuada o no se satisfacen las expectativas formadas, lo mejor es probar suerte mudándose al partido del vecino.
Irina Yarovaya, de 54 años, se ha convertido en una de las más afamadas y relevantes diputadas de la formación progubernamental Rusia Unida (RU), partido al que accedió después de oportunos zigzagueos ideológicos acordes, según sus detractores, con la marea política del momento y con sus publicitadas aspiraciones a residir en Moscú, lejos de las provincias. A finales de los 90, cuando aún soplaban los vientos de la democratización posterior al derrumbe de la URSS, unió fuerzas, en calidad de personalidad independiente, con Yábloko, un veterano partido opositor que defiende la implantación de una democracia homologable y que durante la década de los 90 lograba una nutrida representación en la Duma Estatal. En el 2007, con el putinismo navegando ya a toda vela y el partido reducido a una fuerza marginal extraparlamentaria, Yarovaya dijo adiós a sus supuestos correligionarios y se integró en el partido oficialista RU. Hoy es la coautora de algunas de las leyes vigentes más restrictivas y retrógradas aprobadas en los últimos años por el poder legislativo ruso.
“Conocí a Yarovaya a principios de la década pasada durante un viaje a Kamchatka, donde vivía”, rememora durante una conversación telefónica la militante feminista Galina Mijaliova, miembro del comité federal de Yábloko. Fiscal de profesión, su situación económica era desahogada, y su marido se dedicaba al negocio del caviar y el cangrejo, muy lucrativo en la región. Sin embargo, esa remota y fría península del Extremo Oriente ruso, de tamaño equivalente a la mitad de España aunque con una población equivalente a la de la ciudad de Córdoba, no parecía satisfacer a una mujer de marcadas aspiraciones capitalinas.
“Nunca me gustó; tenía la mentalidad propia de un fiscal”, continúa Mijaliova. Las fuerzas opositoras rusas siempre han visto con recelo la integración en sus filas de miembros de la judicatura. Consideran que el sistema judicial en su país no ha sido reformado desde la era soviética y continúa existiendo una gran dependencia respecto al poder político. Que el integrante de una estructura estatal corrupta y maleada, que en el pasado celebró sin pudor procesos-farsa contra voces independientes dentro del Partido Comunista o rivales de dirigentes como Stalin, se aliara un partido que asumía muchos postulados de la antigua disidencia soviética parecía una contradicción en sí misma.
Pese a perder varias elecciones a la Duma Estatal a finales de los 90 y principios del milenio, la exfiscal Yarovaya escaló posiciones en Yábloko, logrando convertirse en la número dos del partido. Y fue entonces, al cumplirse siete años de la llegada de Putin al Kremlin, cuando mantuvo una sorprendente conversación con Grigori Yavlinski, el histórico líder del partido, un diálogo que más bien sonaría a ultimátum antes de dar el salto hacia las filas rivales y que demostraría su “pragmatismo político”, tal y como lo define Mijaliova con sarcasmo. “Yarovaya exigía una oficina separada, un coche con chófer y un apartamento en Moscú”, recuerda la política. “Para nosotros, concederle todo aquello estaba fuera de nuestras posibilidades”, concluye Mijaliova.
Una vez en el sanedrín oficialista ruso, las veleidades democratizadoras de Yarovaya se extinguieron sin remedio: a su autoría se deben textos legales tan relevantes para el putinismo como la ley sobre el agente extranjero, que obliga a toda oenegé que reciba financiación extranjera a registrarse ante el Ministerio del Interior; sobre las telecomunicaciones, que exige a los proveedores de estos servicios almacenar durante seis meses los metadatos de toda las conversaciones telefónicas, además de legislaciones que endurecen los castigos por celebrar manifestaciones ilegales y que limitan la inmigración.
La población, por el momento, asiste resignada a los excesos de su clase dirigente, inmovilizada ante la creencia de que nada de lo que suceda en los círculos políticos y oligárquicos le atañe o puede ser modificado mediante acción popular alguna. El homo sovieticus, entendido como un individuo apolítico producto de décadas de propaganda totalitaria, descrito por literatos de renombre mundial como la bielorrusa Svetlana Alexiévich y cuya defunción auguraron algunos sociólogos en los años posteriores al derrumbe de la URSS, no solo pervive en estos inicios del siglo XXI, sino que ha adquirido nuevas características, como el “cinismo y la agresión”, tal y como valoró hace unos años un grupo de profesores encabezado por Yuri Levada, el padre de los estudios de opinión en Rusia.
Durante las transiciones políticas, “las mentalidades son lo más difícil de cambiar”, y en el caso concreto de Rusia, las relaciones entre la ciudadanía y el poder político siguen esencialmente los mismos patrones que tres décadas atrás, cuando la Unión Soviética dejó de existir, apunta desde Barcelona Carmen Claudín, investigadora principal del Centro de Información y Documentación Internacionales en Barcelona (CIDOB). “En Rusia, si uno tiene poder avasalla, y si no avasallas, es que no tienes poder; así era durante la era soviética y así sigue siendo en la actualidad”, continúa. Preguntada por el elevado nivel de tolerancia que está mostrando la ciudadanía ante el lenguaraz comportamiento de sus dirigentes, esta veterana académica, hija del histórico dirigente comunista Fernando Claudín y profunda conocedora del país debido a sus largos años de residencia en Moscú, considera que existe “un elemento de fatalidad”. “Los rusos dan por sentado” que el poder se gestiona “de esta manera, y no esperan que sea de otra forma”, concluye.