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La sanidad cubana, más allá de la propaganda

 

Familiares de enfermos cubanos piden ayuda desesperada ante la crisis de la  Salud Pública | DIARIO DE CUBA

 

 

La dictadura cubana ha hecho todo lo posible por asociar su sistema sanitario con una imagen de éxito. A menudo, sus representantes han afirmado que los indicadores de salud de la isla en ámbitos como la mortalidad infantil o la esperanza de vida han alcanzado niveles sobresalientes. El objetivo de este discurso es evidente: se trata de transmitir la idea de que Cuba se puede comparar con los países más avanzados en todo lo referido a su sistema de salud.

Al igual que ocurre con la mayoría de sectores, el sistema de salud cubano gira en torno a una estructura altamente centralizada, donde el Estado ejerce un control exhaustivo sobre la administración y distribución de recursos. Esta centralización permite al gobierno dirigir más del 11% del Producto Interno Bruto hacia el gasto sanitario, una proporción que supera la de numerosos países en vías de desarrollo. Además, aproximadamente el 1% de la población trabaja en el sector sanitario, lo que supone un porcentaje considerable de mano de obra dedicado a este sector.

Instaurar un modelo de centralización también implica desventajas significativas. De entrada, al tener el gobierno un control pleno sobre el sistema sanitario, y en línea con sus fórmulas de planificación aplicadas a otros ámbitos, el régimen fija una serie de objetivos de salud específicos que las instituciones y el personal deben cumplir, enfrentando penalizaciones si no alcanzan las metas impuestas.

Este entorno genera una presión constante sobre los profesionales de la salud para cumplir con indicadores estrictos, muchas veces centrados en metas numéricas que buscan mejorar la imagen internacional de Cuba a partir de lograr ciertos objetivos en términos de desempeño del sistema de salud. La imposición de estos objetivos se convierte, en la práctica, en una herramienta orientada a la propaganda política, de modo que la apariencia de éxito tiene mayor relevancia que la situación real de los pacientes y los profesionales de la salud en el país.

La búsqueda de estos objetivos lleva a consecuencias nefastas. Al fin y al cabo, los incentivos que se generan en un entorno tan controlado pueden alentar prácticas que, si bien pueden ayudar a alcanzar las metas oficiales en los informes de resultados, también comprometen la calidad de la atención y los derechos de los pacientes. Por el camino, las políticas de control en el ámbito de la salud pueden tener repercusiones en otros sectores, afectando tanto a la economía como a la libertad individual y los derechos humanos de los isleños. Así, el sistema centralizado de salud de Cuba, aunque haya sido vendido internacionalmente como un modelo de éxito, puede ser visto también como un reflejo de las restricciones y sacrificios que se llegan a imponer a la población de un país sometido por el comunismo, todo en aras de mantener un modelo de prestigio internacional.

Este artículo abordará los mitos que ha construido la propaganda castrista en torno a la sanidad cubana, explorando cómo este paradigma, presentado al mundo como un modelo ideal, presenta grietas que se hacen muy visibles en cuanto procedemos a realizar un análisis serio y riguroso de la situación. Este ejercicio revela que, lejos de ser un ejemplo a seguir, el sistema cubano de salud impone altísimos costes sociales y éticos para sostener una estructura que, bajo el control absoluto del Estado, prioriza los objetivos numéricos sobre las necesidades reales de los pacientes. Además, el análisis formulado demuestra que buena parte de los logros supuestamente alcanzados por Cuba son, en realidad, mera propaganda.

Manipulación de datos

Aunque el éxito de un sistema de salud se mide, en gran parte, por los resultados cosechados en la mejora de la calidad y esperanza de vida de la población, un sistema de cuidados verdaderamentee integral y ético debe también garantizar el respeto a los derechos y libertades fundamentales de sus ciudadanos.

No se puede hablar de una sanidad moderna y avanzada si su funcionamiento depende de la coerción y la represión de derechos básicos. En este sentido, el equilibrio entre los logros en salud y el respeto a las libertades civiles es un aspecto esencial que distingue a los sistemas realmente eficaces y justos de aquellos que, aunque reporten resultados favorables, sacrifican valores fundamentales en el proceso.

En Cuba, sin embargo, este equilibrio está en entredicho desde hace décadas, tal y como se refleja un estudio publicado por el journal Health Systems & Reform y escrito por Octavio Gómez-Dantés. El control absoluto del Estado sobre el sistema de salud se ha extendido también al ámbito de los derechos civiles, afectando a aquellos que cuestionan las políticas sanitarias del régimen.

Aquellos analistas e investigadores que han cuestionado las estadísticas y la efectividad real del sistema sanitario han enfrentado represalias. Algunos han sido incluso encarcelados por publicar datos o estudios que contradicen la propaganda oficial, viéndose acusados de perpetrar “actos contra la independencia o la integridad del Estado”. La persecución de las voces disidentes impide una evaluación objetiva y crítica de los resultados, limitando el debate y la transparencia, elementos clave para cualquier sistema de salud que aspire a mejorar continuamente.

Otro ejemplo de esta represión en el ámbito sanitario se manifiesta en el tratamiento de aquellas personas que viven con VIH. Durante años, el régimen cubano implementó políticas de segregación hacia dicho grupo, justificadas bajo la premisa de “preservar la salud pública”. Las personas seropositivas, muchos de ellos homosexuales, fueron aisladas en “sanatorios”, donde sus derechos de movilidad y autonomía eran severamente restringidos. De hecho, la homosexualidad fue considerada por el régimen como una amenaza social, y muchos individuos fueron enviados a campos de trabajo forzado, con el objetivo de ser “rehabilitados”. Estas prácticas, lejos de ofrecer un cuidado comprensivo e inclusivo del VIH, reflejan el uso del sistema de salud como herramienta de control social.

Además de los ciudadanos cubanos que permanecen en la isla, los profesionales de la salud se ven obligados a trabajar en misiones internacionales, desempeñando sus labores en países amigos del régimen. Estos trabajadores sanitarios también se ven afectados por políticas que vulneran sus derechos. Así, aunque estos médicos y especialistas son presentados como “embajadores de la revolución” en el exterior, la realidad es que su labor se lleva a cabo en condiciones restrictivas y bajo una vigilancia constante que prácticamente se puede asociar con una forma de esclavitud y explotación moderna.

A muchos se les prohíbe relacionarse libremente con la población local de los países a los que son enviados, y sus ingresos son controlados por el Estado, que retiene una parte significativa de los salarios pagados a Cuba por parte de los países anfitriones. En algunos casos, esta situación ha sido descrita como una forma de tráfico humano, puesto que estos médicos no tienen la libertad de abandonar estas misiones sin enfrentar represalias. Aquellos que han huido han sufrido consecuencias como la prohibición de regresar a Cuba, las persecuciones sufridas por sus familiares a modo de represalia, etc.

La restricción de derechos no se limita a la libertad de movimiento o de expresión. Dentro de la isla, los médicos y demás profesionales de la salud se ven sometidos a un sistema que prioriza la lealtad al Estado por encima de la buena práctica médica. El gobierno controla los diagnósticos y tratamientos que se pueden ofrecer y cualquier desviación de la línea oficial puede llevar a sanciones laborales o incluso penales. Este tipo de presión, además de generar un ambiente de autocensura, mina la autonomía de los profesionales y su capacidad para actuar en beneficio de los pacientes de forma ética, rigurosa e imparcial.

Así, aunque el sistema de salud cubano venda al mundo un desempeño favorable en algunos indicadores de salud, el coste del paradigma bajo el cual se han alcanzado dichos umbrales ha sido el propio de un régimen que siempre pone el control político por encima de las libertades y derechos fundamentales de las personas. Esto implica que, en lugar de un sistema de salud enfocado en el bienestar integral del ciudadano, lo que realmente se despliega es un mecanismo que permite al Estado mostrar una imagen de éxito, aunque sea a costa de la libertad y dignidad de su población y aunque los logros sean una mera ficción.

Es en este contexto de represión y coerción donde emerge la cuestión de la manipulación de datos. La centralización del sistema, junto con la presión por mostrar resultados positivos a nivel internacional, ha dado lugar a prácticas que distorsionan las cifras de desempeño sanitario y ocultan las verdaderas condiciones de salud en la isla.

Cómo distorsionar la realidad

El sistema de salud cubano ha sido elogiado por sus resultados en indicadores como la mortalidad infantil, donde el régimen afirma que se alcanzan umbrales propios de países desarrollados. Sin embargo, diversas investigaciones sugieren que estas cifras no son un reflejo preciso de la realidad, sino el resultado de una manipulación intencionada de los datos, con el propósito de proyectar una imagen de éxito. La alteración de las estadísticas sanitarias habría permitido a Cuba mantener una reputación internacional más favorable, pero las informaciones que han ido surgiendo sobre el rigor de los datos divulgados han sembrado serias dudas sobre la ética y transparencia del sistema.

En una investigación elaborada por los investigadores estadounidenses Gilbert Berdine, Vincent Geloso y Benjamin Powell, se plantea que las bajas tasas de mortalidad infantil reportadas en Cuba no son el resultado de una atención sanitaria excepcional, sino de una manipulación sistemática de los datos.

Este trabajo sugiere que, aunque en muchos países la mortalidad infantil es una medida fiable para evaluar el estado de salud general de la población, en el caso de Cuba resulta evidente que las cifras están distorsionadas. En el contexto cubano, el gobierno impone estrictas metas de mortalidad infantil a los médicos, quienes enfrentan penalizaciones si no cumplen con los objetivos. Esta presión ha llevado a la implementación de tácticas que disminuyen artificialmente las tasas de mortalidad infantil reportadas, creando una imagen irreal del sistema de salud cubano.

Un aspecto clave de la manipulación es la forma en que las muertes neonatales se recategorizan como muertes fetales tardías. En el análisis de Berdine, Geloso y Powell, se observa que en la mayoría de los países existe una correlación predecible entre las muertes neonatales tempranas (ocurridas en la primera semana de vida) y las muertes fetales tardías (ocurridas después de veintiocho semanas de gestación).

Sin embargo, en Cuba, esta correlación está completamente desfasada, con tasas de muertes fetales tardías inusualmente altas y tasas de muertes neonatales sorprendentemente bajas. Esta disparidad sugiere que muchas muertes de recién nacidos se registran intencionadamente como muertes fetales tardías, lo cual reduce la cifra oficial de mortalidad infantil y proyecta una falsa imagen de éxito en los informes sanitarios.

La corrección de estas cifras ofrece una perspectiva muy distinta. Cuando los autores aplican métodos de ajuste basados en patrones observados en otros países, estiman que la tasa de mortalidad infantil en Cuba podría ser entre un 30% y un 90% más alta de lo que reporta el gobierno. Este ajuste situaría la mortalidad infantil en un rango de 7,45 a 11,16 por cada mil nacidos vivos, en lugar de los 5,7 que se suelen anunciar. Estas cifras están lejos de los niveles propios de los países desarrollados con los que el régimen se quiere comparar y evidencian una realidad mucho menos optimista de lo que transmite la dictadura encabezada por Miguel Díaz-Canel.

Además, el estudio subraya que el modelo cubano depende de medidas coercitivas que, más allá de distorsionar las estadísticas, generan un entorno clínico donde se prioriza la apariencia de éxito sobre la salud y el bienestar del paciente. Por ejemplo, los médicos suelen recurrir a intervenciones extremas, como la realización de abortos sin el consentimiento claro de la madre, cuando detectan que un embarazo podría resultar en complicaciones. Estas prácticas, que en otros sistemas de salud se considerarían inaceptables, son justificadas en Cuba como medidas necesarias para mantener bajas las tasas de mortalidad infantil, lo cual demuestra cómo el control estatal puede llevar a medidas éticamente cuestionables.

Otra consecuencia derivada de la presión por alcanzar metas de mortalidad infantil más reducidas es el internamiento forzado de mujeres embarazadas con alto riesgo de complicaciones. En vez de ofrecer un acompañamiento adecuado, las autoridades sanitarias optan por confinar a estas mujeres en instituciones controladas, para controlar su comportamiento y reducir el riesgo de complicaciones que puedan afectar los indicadores de mortalidad infantil. Este tipo de acciones coercitivas muestran cómo el régimen toma decisiones siempre a expensas de los derechos de las madres y de sus bebés.

El estudio también destaca cómo la mortalidad infantil, aunque es un asunto importante, no puede ser el único parámetro para evaluar un sistema de salud. En el caso de Cuba, las políticas para reducir este indicador específico han llevado al abandono de otras áreas cruciales de la salud pública. Así, mientras que el gobierno centra sus esfuerzos en mantener la mortalidad infantil artificialmente baja para dar a entender que su desempeño en dicha métrica es similar al del mundo más desarrollado, las tasas de mortalidad materna y la salud de adultos mayores muestran un desempeño inferior en comparación con otros países de la región, tal y como se explicará en párrafos posteriores. Esto sugiere nuevamente que el sistema de salud cubano prioriza la imagen exterior y el prestigio internacional, más que una mejora integral y sostenible de las condiciones de vida de su población.

La pobreza como estrategia de salud

La pobreza en Cuba, paradójicamente, se ha convertido en un aliado del régimen a la hora de construir y sostener el relato propagandístico que ensalza las supuestas bondades de su sistema de salud. La limitada disponibilidad de recursos que se aprecia en la isla, con una clara escasez de acceso a todo tipo de bienes de consumo, acarrea efectos secundarios que, indirectamente, contribuyen a mejorar ciertos indicadores de salud. Por ejemplo, en un contexto general de precariedad, con niveles de pobreza que superan el 80 por ciento, el muy reducido acceso a automóviles implica menos tráfico en las ciudades y, en consecuencia, una menor incidencia de accidentes de tránsito mortales, factor que afecta positivamente a las estadísticas de esperanza de vida y salud en general. A diferencia de otros países latinoamericanos, donde los accidentes de tráfico tienen un impacto en la mortalidad, en Cuba este indicador permanece bajo debido a las restricciones económicas, que no a raíz de una gestión proactiva de la seguridad vial.

En la misma línea, las carencias materiales y las restricciones en la dieta derivadas de la pobreza tienen un impacto particular en los índices de salud relacionados con algunas enfermedades crónicas. Durante el llamado “Período Especial”, tras la caída de la Unión Soviética, las limitaciones en el suministro de alimentos llevaron a una reducción forzada en el consumo calórico de la población. Aunque esta situación generó problemas nutricionales y un notable deterioro en la calidad de vida, también recortó los índices de obesidad o las enfermedades asociadas, como la diabetes y las cardiopatías. En un contexto de escasez, la baja incidencia de estas enfermedades es presentada por el gobierno cubano como un logro de su sistema de salud, cuando en realidad es un efecto secundario de la falta de acceso a una dieta adecuada y equilibrada.

Otro aspecto relevante es el transporte y las restricciones en el consumo de combustible. En Cuba, muchas personas se ven obligadas a caminar largas distancias o a utilizar bicicletas como principal medio de transporte, ya que el transporte motorizado es escaso y caro. Este incremento de la actividad física cotidiana, derivado de las limitaciones económicas, impacta positivamente en los índices de salud, al reducir las tasas de sedentarismo y las complicaciones asociadas a la falta de ejercicio, como la hipertensión y las enfermedades cardiovasculares.

Sin embargo, esta situación no es el resultado de apuesta voluntaria de los cubanos, que deciden caminar grandes distancias por motivos de salud, sino que refleja un problema de pobreza estructural que limita el acceso a medios de transporte eficientes. La propaganda oficial, en cambio, presenta tal escenario como un ejemplo de la “sostenibilidad” del sistema cubano, sin mencionar las causas reales detrás de esta triste circunstancia.

La economía controlada por el Estado también restringe el acceso a productos como el alcohol y el tabaco, productos que en otros países están ampliamente disponibles y cuyo uso puede elevar la incidencia de ciertas enfermedades. Si bien Cuba cuenta con una importante cultura de consumo de tabaco, especialmente en la forma de puros habanos, el acceso a otro tipo de productos de nicotina es muy limitado para gran parte de la población. Esa carestía de bienes de consumo ayuda, de forma indirecta, a que ciertos indicadores de salud se mantengan en niveles aceptables. Sin embargo, el gobierno presenta esta realidad como una política efectiva de salud pública cuando, en realidad, es el resultado de una economía lastrada por la escasez constante de productos.

Estas condiciones permiten que el régimen cubano atribuya ciertos logros sanitarios al éxito de su sistema de salud, omitiendo por supuesto el impacto de las limitaciones económicas que fuerzan a la población a un estilo de vida que, en la mayoría de países, sería visto como un reflejo de carencias materiales severas.

La pobreza actúa, pues, como una suerte de camuflaje que ayuda a ocultar la realidad de un sistema que depende de la restricción y del control de bienes y servicios para mantener unos indicadores de salud aparentemente satisfactorias. Al presentar sus estadísticas sin contexto, el gobierno construye un mito sobre los beneficios de su modelo sanitario, cuando estos resultados son, en muchos casos, falsos, y en otros casos, se trata de meros efectos indirectos de la precariedad general que vive el país.

Manipulación, represión y pobreza

La correlación entre renta per cápita y desempeño en salud es un fenómeno bien documentado en el campo de la economía y la salud pública. Los países más ricos suelen lograr mejores resultados sanitarios, ya que la mayor disponibilidad de recursos permite inversiones significativas en infraestructuras, personal y tecnología médica. En general, aquellas economías con mayor nivel de renta per cápita pueden garantizar el acceso a una atención de salud de mayor calidad, lo que se refleja en indicadores como la mortalidad infantil, la esperanza de vida y la calidad de vida en general. Cuba podría parecer una excepción a la norma, puesto que nadie duda de que estamos ante una de las economías más pobres de América Latina y, sin embargo, el régimen exhibe datos más favorables en campos como la mortalidad infantil.

La esperanza de vida es otro ejemplo de esta circunstancia. En 2019, justo antes de la pandemia, alcanzaba los 77,6 años, frente a 75,1 en América Latina y el Caribe o 79,1 en Estados Unidos. Sin embargo, si se corrige por la manipulación estadística y la aplicación de prácticas como abortos, esta cifra se reduciría, cuando menos, en un año y medio. De hecho, después de la pandemia se ha podido observar como la esperanza de vida se ha reducido drásticamente, lo que pone de manifiesto la escasez de recursos y incapacidad del sistema sanitario cubano para hacer frente a una emergencia sanitaria como la causada por la Covid-19.

Por último, conviene hacer una apreciación. La tendencia de aumento de esperanza de vida durante el régimen ya se venía apreciando, por lo menos, dos décadas antes de la Revolución cubano. Además, el desempeño de este indicador no ha sido radicalmente distinto a la tendencia observada en el resto de los países de la región. No hay, pues, un factor diferencial imputable al régimen de los Castro y Díaz-Canel, por mucho que su propaganda así lo quiera sostener.

Gráfico 1. Evolución de la esperanza de vida al nacer en Cuba, Estados Unidos y América Latina y el Caribe.

Fuente: Our World in Data.

En la medida en que los resultados han sido inflados mediante prácticas de manipulación estadística y políticas represivas que favorecen determinados resultados, la distorsión intencionada de los indicadores de salud permite que Cuba proyecte una imagen de éxito en materia de salud a costa de esconder serias deficiencias en el seno del sistema.

De hecho, cuando se analizan otras métricas de salud, el desempeño de Cuba queda ciertamente en evidencia. La mortalidad materna en la isla es considerablemente más alta que en otros países latinoamericanos que tienen niveles de ingresos similares e incluso inferiores. Este indicador sugiere que, aunque el régimen enfoca en mejorar algunas estadísticas específicas, el sistema de salud no logra proporcionar una atención integral y de calidad a las madres. La alta mortalidad materna refleja deficiencias en el sistema de salud en áreas como la atención obstétrica y la falta de recursos para prevenir y tratar complicaciones durante el embarazo y el parto, temas que no suelen ser prioritarios en la narrativa oficial.

Gráfico 2. Evolución de la mortalidad materna por cada 100.000 nacimientos en Cuba, Estados Unidos y Chile.

Fuente: Our World in Data.

Otro indicador en el que los resultados de Cuba son decepcionantes es la esperanza de vida saludable, que mide los años que una persona puede vivir sin sufrir discapacidades graves. En este aspecto, el desempeño de Cuba es notablemente bajo en comparación con otros países latinoamericanos, lo que indica que muchos cubanos pasan una parte considerable de sus vidas en condiciones de salud deteriorada. Según los datos disponibles de Our World in Data, la esperanza de vida saludable es de 67,8 años en Cuba, frente a 70 en Chile o 68,7 de Panamá.

La limitada disponibilidad de tratamientos especializados, la falta de medicinas y el deterioro de las infraestructuras de salud fuera de los centros urbanos son factores que contribuyen a esta realidad, pero que no se reflejan en las cifras de mortalidad infantil o esperanza de vida general. Este bajo desempeño en la esperanza de vida saludable cuestiona la narrativa de éxito del sistema cubano y revela las limitaciones de un modelo de salud basado en control y restricciones. El problema es que, debido a la censura y la represión, es difícil estimar el alcance real de estas limitaciones, que en cualquier caso parecen ser generalizadas.

En definitiva, el sistema de salud cubano, aclamado durante décadas por la propaganda de la izquierda radical como un ejemplo de eficiencia en el ámbito de la salud pública, revela múltiples capas de manipulación y control estatal que matizan su supuesto éxito. La combinación de prácticas represivas, pobreza estructural y manipulación estadística ha permitido al régimen construir una narrativa favorable que oculta las deficiencias profundas del sistema.

En esta entrega se ha demostrado que los logros aparentes de Cuba en salud, aunque puedan parecer positivos en algunos indicadores, son un reflejo más de la capacidad del régimen castrista para presentar una imagen distorsionada. Hablamos de un éxito propagandístico, basado en la manipulación y alejado de un sistema eficaz y humano. En vez de ser un modelo de salud a emular, el caso de la isla ilustra los peligros de un sistema donde el control político y la opacidad prevalecen sobre el bienestar genuino de la población.

 

 

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