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La simplificación del lenguaje y la pérdida del pensamiento complejo

Un filósofo rastafari especialista en inteligencia artificial anuncia que muy pronto los humanos podremos comunicarnos con imágenes en lugar de símbolos abstractos. Así, en lugar de decirnos la palabra casa, piso, una cabaña o un chalé, nos muestran una imagen de una casa, un piso, una cabaña o un chalé, y que por esa vía los emoticones tendrán una utilidad interplanetaria, aunque esa no fue la palabra que utilizó.

La referencia al rastafari viene a cuento por la insistencia de los periodistas españoles en utilizar un único tiempo verbal en cualquiera de los soportes que ejerza el oficio: en radio, televisión, medios impresos, web y en el circunloquio en que han devenido las redes sociales

Pretérito perfecto para todo uso y ocasión

En los periódicos más encumbrados y en los diarios de medio pelo, también en boletines académicos se abusa en exceso del pretérito perfecto, que sin dudas no ayuda en el “traslado” de un mensaje preciso y ajustado a la audiencia. Es bastante usual encontrar en una entradilla de menos de 40 palabras una sucesión interminable de “ha dicho”, “ha respondido”, “ha aceptado”, “ha preguntado”, “ha pintado”, “ha conseguido”… El uso reiterado y ripioso sería aceptable si ese fuera el tiempo exigido y apropiado para lo que se está contando.

El soponcio se produce cuando el pretérito perfecto se utiliza para referirse a actuaciones en periodos de tiempo ya finalizado, que con tanta frecuencia escuchamos a los presentadores de televisión. Así, la acoplada voz de la locutora no evita el chirrido devastador que nos llega al oído cuando dice: “Fulano ha presentado en la temporada pasada una colección de antiparras y chuscos de los tiempos de los abuelos”. En lugar del pasado simple “presentó”. Es obvio que quién escribió la oración no puede diferenciar los tiempos verbales, que vive en un eterno presente, en el pretérito perfecto. Una línea de tiempo que no avanza, sino que se ensancha hacia los lados.

En un principio los “innovadores periodísticos” (esos que van de redacción en redacción rediseñando, refrescando y anulando los estilos de los periódicos y páginas web para que todos parezcan el mismo, aunque sean de tamaños y paletas de colores muy diferentes) insistían en que las noticias se debían escribir en presente, que era la manera de que la noticia le “pareciera” más “fresca e inmediata” a los lectores. Así, empezaron a aparecer y todavía no desaparecen esos títulos que nos informan en presente ensanchado: “Fallece Picasso”, “Muere Maradona”, que en el buen español que desdeña la Ley Celaá indica que tanto uno como otro agonizan, se están muriendo.

Prevalece el mínimo esfuerzo y el lenguaje simple

El gerundio es una manera de alargar la acción, de dar a entender que la acción dura en el tiempo —estuvo agonizando toda la mañana— al igual que el pretérito perfecto: “Ha agonizado toda la mañana y murió a las doce en punto”. La muerte siempre ocurre en pasado: murió, de lo contrario está vivo. No ha conjugado el verbo.

Esa simpleza es cada más difícil de entender por una creciente proporción de la población. Los tiempos y modos verbales han quedado restringidos a las necesidades del pensamiento elemental.

Todo se cuenta en presente, pero sobre todo en presente perfecto. Han desaparecido el pasado, el presente del subjuntivo y los pluscuamperfectos por razones similares a las que los diálogos de las películas los construyen con oraciones de menos de diez palabras.

Cada vez es mayor el horror-terror al pensamiento complejo, a la elaboración abstracta, a la lectura de libros que requieren algún esfuerzo del lector. El mínimo esfuerzo se ha impuesto y aparecen los daños directos y también los colaterales.

Ni más inteligentes ni más sabios

Por mucho tiempo se creyó en la creciente e inevitable evolución del coeficiente intelectual, que los seres humanos serían más inteligentes que la generación que les precedió. Que en los próximos 50 años la capacidad del Homo sapiens de razonar, crear, inventar, imaginar y resolver problemas se habría duplicado o poco menos. Fue la teoría del científico neozelandés James Robert Flynn, que dedicó su vida al estudio de la evolución del coeficiente intelectual mundial, y que bautizó ese continuo aumento como el Efecto Flynn. Fue el tema que desarrolló en su libro ¿Qué es la inteligencia? Más allá del Efecto Flynn, publicado en 2007. Nadie lo contradigo. Todos nos sentíamos cada vez más inteligentes y copartícipes de los inventos, hallazgos y avances en el mundo de las ciencias y de las artes.

Sin embargo, el salto al vacío ocurría al mismo tiempo que la civilización se adentraba a la revolución digital, aunque cada vez entendíamos menos los procesos y las teorías electromagnéticas. No se trataba de saber cómo funciona y los principios científicos de un televisor de alta definición de 4K, sino de poder comprarlo. El saber fue sustituido por la tarjeta de crédito o dinero en efectivo.

Desde hace poco más de treinta años todo es cada vez más fácil y perfecto, también relativamente más barato. Basta comprarlo. Saltamos de la letra impresa, al mass media. Sustituimos los libros por la televisión, por documentales para todo público y por las redes sociales en las que sabios y profanos se emparejan y son indistinguibles.

Conozco influencers con varios millones de seguidores en Twitter que se enorgullecen de no haber leído un solo libro, una novela de un amigo, que se sienten completos, bien informados y bien sabido con la televisión, los diarios y Wikipedia, no sienten curiosidad curiosidad por leer a Octavio Paz ni su Mono gramático ni las grandes preocupaciones de Montaigne en sus pequeños ensayos. «Yo soy visual, aprendo con imágenes», repiten con su más natural inteligencia.

Sin tiempo para escuchar tanta música y leer tantos libros, aunque caben en el bolsillo

Todos llevamos un pequeño y avanzado ordenador con nosotros. Con capacidad para conectarse con las mejores bibliotecas, llevar la mejor música en cantidades que nunca tendremos años suficientes para escucharla y conexiones que nos permiten estar enterados en directo de lo que está ocurriendo al instante, por nombrar algunas de las maravillas que encierran los móviles. Sin embargo, es una herramienta básicamente para el ocio, para distraernos, para «matar el tiempo», no para que seamos más sabios. La gran desventaja es que las 24 horas del día no alcanzan para disfrutar todas las prestaciones que nos ofrecen.

Así como la televisión abierta devino en el canal de las teleculebras, los programas de concurso y el medio por excelencia para las campañas electorales, los teléfonos móviles lo son ahora para los videojuegos, el reguetón y los selfies. El uso político es circunstancial y el comercial consustancial.

El efecto Flynn dio la vuelta en U

Con tanto facilismo y tanta evasión, derivada de la inteligencia y el conocimiento de unos pocos, lo que se creía en evolución ascendente, empezó el camino contrario, a descender. Cada vez somos menos inteligentes, más básicos y más renuentes a las abstracciones complejas. Recientemente, Christophe Clavé, profesor de estrategia de la HEC (Escuela de Estudios Superiores de Comercio) de París, y autor del libro Los caminos de la estrategia, se refirió al cambio de tendencia del Efecto Flynn.

Quizás ahí radica la explicación de que cada vez sean más las personas no sienten necesidad alguna de apoyar sus creencias en argumentos racionales, en lecturas que le ocupen tiempo y lo alejen del móvil o de cualquier otra pantalla.

Vocabulario básico y ausencia de ideas

Clavé señala que entre las consecuencias no deseadas de la revolución mediática de las últimas décadas es la incapacidad generalizada de describir emociones a través de palabras. Todo se resuelve con «está muy impactado o muy afectada. Hasta ahí. Falta vocabulario, faltan conexiones de ideas, sinapsis, y también comparaciones críticas. El razonamiento verbal se ha constreñido, cada vez es más estítico, pero con las esperanzas puestas en la inteligencia artificial y la computación cuántica que serán el sueño que nos liberará de complejidades y abstracciones. Un salto al primitivo sencillo y simple.

Desde la posguerra hasta finales de los años noventa del siglo pasado, el coeficiente intelectual medio de la población mundial aumentó. “En los últimos veinte años ha disminuido el nivel de inteligencia, medido por pruebas, en los países más desarrollados”, indica Clavé.

Muchas pueden ser las causas, pero no hay dudas de que la principal está relacionada con el empobrecimiento del lenguaje. No solo hay una disminución del conocimiento léxico y gramatical, sino también un empobrecimiento del lenguaje. Apenas se manejan entre 400 y 750 palabras, un vocabulario básico, válido para lo esencial. Casi han desaparecido las sutilezas lingüísticas “que permiten elaborar y formular un pensamiento complejo”. El doble sentido, los juegos de palabras, leer entre líneas, entender las ironías, descifrar las parábolas o simplemente cuestionar razonadamente los que se lee o se escucha es simple ilusión. Al desaparecer los matices y la relatividad, se impone el alto contraste. Los gritos, los insultos, las acusaciones, el asalto al cielo.

La desaparición de la complejidad , de las exactitudes, las semejanzas y diferencias se vincula con el extrañamiento y la pulverización de los tiempos verbales (subjuntivo, imperfecto, formas compuestas del futuro, participio pasado). Todo es en presente. No hay futuro ni pasado. El socialismo inmóvil. Solo presentismo radical. Todo está limitado al ahora, a este momento, no hay proyecciones en el tiempo ni hacia adelante ni hacia atrás. Todo es aquí y ahora, pero sobre simple, llano, plano, liso, homogéneo, sin grumos ni obstáculos. Sin reglas ni dificultades. En California piden la eliminación de los jueces, de la policía y de las cárceles, pero en otros sitios empiezan a pensar el fin de la educación, de la cultura, de los títulos universitarios, de las odiosas diferenciaciones. “Todos somos poetas, todos somos humanos, basta de exclusiones y de académicos”. Es la Revolución Cultural de Mao por otros medios, pero igual de destructiva.

La palabra mágica es simplificar, lenguaje simple

Simplificar es la palabra. Todo debe ser simplificado para democratizar el esfuerzo mínimo. Muera la ortografía y la sintaxis, para qué los acentos, las mayúsculas, los signos de puntuación. Y con cada eliminación, santificada por académicos-lingüistas devenidos en registradores de tendencias, el lenguaje parece más un invento de Tarzán que la herramienta de Cervantes, Calderón de la Barca y don Francisco de Quevedo y Lucientes.

Si solo sabemos hablar en presente o en pretérito perfecto, “¿cómo describimos una sucesión de elementos en el tiempo, fuese en el pasado o en el futuro, y su duración, si el lenguaje no distingue entre lo que podría haber sido, lo que fue, lo que es, lo que podría ser, y lo que será después de que lo que podría haber sucedido realmente sucedió?”. Si solo tenemos tres números naturales, y carecemos de números irracionales, no podemos realizar operaciones matemáticas complejas, y las simples se dificultan un montón. ¿Nos salvará la inteligencia artificial? ¿Binarios o vinarios?

El lenguaje inclusivo y visualizador no incluye, espanta. Se convierte en una retahíla de innecesarios y un vacío de especificidades. Dice Clavé que menos palabras y menos verbos conjugados implican “menos capacidad para expresar las emociones y menos posibilidades de elaborar un pensamiento”. Y más posibilidades de que desaparezca el pensamiento, y que solo quede la repetición de consignas y lemas. ¿Algoritmos teledirigidos?

Cuando estaba claro que era hora de empezar a leer otra vez y de abandonar los entenderes predigeridos que bombardeaban los medios audiovisuales, fuimos sorprendidos con Facebook, Twitter, Instagram y sucedáneos, pero ha sido ese tío sabelotodo que es Google el que ha terminado convenciéndonos de que es mejor comprar que aprender, mientras le queda una ganancia a su multiplataforma. Su verbo esencial es “monetizar”, en infinitivo.

En la búsqueda de la inteligencia artificial pareciera ser que la intención es convertir a los humanos en computadoras biológicas, de mínima memoria RAM, sin disco duro y un procesador de primera generación que solo permite dos operaciones básicas: comprar y obedecer pacíficamente los comandos que llegan vía WiFi.

 

 

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