La tercera república liberal en el banquillo
El juicio que el presidente Petro ha abierto a los resultados de las políticas públicas adoptadas en la “tercera república liberal” se ha convertido paradójicamente en una reivindicación de sus logros, hasta ahora simplificados en que fueron “neoliberales”, “llevaron a la pobreza a millones de personas” y “convirtieron los derechos en negocios”.
El resultado del revolcón institucional que tuvo Colombia entre 1986 y 1998 había perdido la batalla comunicativa tempranamente. Mientras la Constitución promovida y adoptada en ese período ganó legitimidad en estos 30 años, las políticas sociales y económicas han sido duramente cuestionadas y a ellas se les atribuían, hasta ahora, muchos de nuestros males. Petro, que ha hecho su carrera política encabezando la crítica, persiste en esa interpretación y con ello pone en riesgo la viabilidad de su “agenda de cambio”.
Fueron tres gobiernos del Partido Liberal, los últimos, que cambiaron el viejo orden constitucional, abrieron la economía y asumieron que la mejor manera de garantizar la provisión de bienes y servicios públicos y, por tanto, de garantizar el goce efectivo de derechos prestacionales, hasta entonces confiados exclusivamente a la capacidad del Estado, era con colaboración privada, permitiendo que, con incentivos económicos, se crearan empresas y se hicieran inversiones dirigidas a proveerlos.
Cambiar el proteccionismo por apertura, monopolio estatal por participación privada, y políticas sociales sustentadas en subsidios a la demanda y no a la oferta era un cambio de enormes proporciones. El resultado es —a mi juicio— muy bueno, pero, como era previsible, insuficiente y en algunos casos, también hay que reconocerlo, negativo o incluso muy negativo.
La “privatización”, siempre impopular, produjo resultados positivos muy notorios. El salto en materia de coberturas de servicio de salud o de acceso a servicios públicos básicos, para citar dos que están en el centro de la discusión, fue verdaderamente revolucionario como consecuencia de la combinación de que i) fuera buen negocio montar una clínica o generar energía; ii) que a esos servicios pudieran acceder, por la vía de los subsidios estatales, cada vez más personas y no solo los que pudieran pagar y iii) que hubiera un buen esquema regulatorio y un sistema de inspección y vigilancia robusto.
Es obvio que si la primera premisa es que la colaboración público-privada funciona donde sea posible hacer de la provisión de bienes y servicios públicos un buen negocio, pues donde no sea posible no funciona. Claramente en “mercados” pequeños y con población dispersa no hay incentivos suficientes porque es a pérdidas. Por tanto, o esos segmentos los asume el Estado directamente o los prestan los privados como una especie de contraprestación por hacerlo en donde es rentable.
Dicho con franqueza y sin hipocresía, tal como dice Petro, donde no hay negocio el servicio es precario. El error del presidente es creer que para solucionar ese problema del “mercado” hay que prescindir de la participación de los privados donde sí funciona. No, eso se corrige incluyéndolo como un costo del “mercado”. Las EPS, para seguir con el ejemplo del día, deben estar obligadas a aceptar afiliados del régimen subsidiado y a garantizar el servicio en zonas rurales, a abrir centros de atención en las zonas marginadas de las ciudades y en municipios pequeños, a contratar a la red pública y un largo etcétera de correctivos que incluso le facilitarían al presidente conseguir resultados tempranos en materia de masificación de una política de salud preventiva y predictiva como la quiere.
Petro denosta de los resultados de esas políticas, los desconoce deliberadamente y eso espanta posibles aliados. Le resultaría más útil reconocer que las decisiones de la “tercera república liberal” fueron buenos. Por esas políticas y por avances científicos y tecnológicos de la humanidad, prácticamente todos los indicadores sociales en Colombia son sustancialmente mejores que los que había en ese momento. Ese reconocimiento facilitaría que la discusión se concentre en lo que ha salido mal y en identificar el remedio que, seguramente, será matizar lo de entonces: algo de proteccionismo, más participación estatal no solo en la regulación y el control, y ofrecer más desde el Estado y no solo confiar en el subsidio a la demanda.
Hay, claro, una decisión política profunda porque la izquierda está hoy en el gobierno principalmente por haber criticado consistentemente las políticas que se adoptaron en ese período de nuestra historia de hace ya tres décadas. Petro dice orgullosamente que como representante a la Cámara votó negativamente cuando se discutieron esas leyes, la 100 —de salud y pensiones—, la 142 y 143 de servicios públicos, y entonces le queda difícil aceptar ahora que, en esa, la tercera república liberal, hubo cambios positivos tanto o más profundos que los que él invoca permanentemente de la segunda república liberal, la de López Pumarejo.
Con los protagonistas vivos, activos y controvertidos no es fácil hacer esos reconocimientos. Por ahora se acepta destacar los logros de Virgilio Barco, pero, claro, no los de César Gaviria o Ernesto Samper.
La izquierda está sorprendida porque se encontró que en materia de salud e incluso de servicios públicos básicos hay más confianza ciudadana en la coparticipación de los privados que en el monopolio estatal. El adjetivo de “neoliberal” ya no es suficiente. Ahora, eso es distinto en algunas discusiones, por ejemplo, en materia pensional, la pelea la tienen perdida los fondos privados, que aún no tienen cómo demostrar que era mejor eso que lo anterior, y en temas como educación, donde no se ha aceptado que pueda ser un negocio y el subsidio a la demanda, en vez de aumentar la oferta pública, no muestra resultados tan contundentes.
Todo sería más fácil si los unos reconocieran que hubo cosas buenas y los otros que hubo malas o incluso muy malas. Pero en política, donde el juego consiste en derrotar al contrario, es casi imposible aceptar que ninguno tiene totalmente la razón.