En un tiempo en que se desmantelan símbolos con el pretexto de modernizar instituciones, vale la pena detenerse en uno que algunos quisieran arrumbar al rincón de lo suntuario o lo decorativo: la toga judicial.
Unos la ven como una excentricidad del pasado, un disfraz incómodo o una imposición elitista. Pero la toga negra no es un uniforme ni un atuendo de lujo: es el signo visible de que quien la porta no actúa en nombre propio, sino en ejercicio de un ministerio, de una función de Estado.
Su color no es casual. El negro no es la ausencia de colores, sino el rechazo a la ostentación. En la Francia prerrevolucionaria, el clero vestía de púrpura, la nobleza de azul y dorado. El Tercer Estado, en cambio, eligió el negro como declaración estética y política: la austeridad como virtud pública. De ahí proviene también la sobriedad de la toga judicial, herencia republicana que recuerda que la justicia no está para deslumbrar, sino para imponer respeto.
Nadie espera que un sacerdote o un rabino celebre una ceremonia religiosa sin el atuendo del rito. Sería, al menos, peculiar que no usaran la sotana o la túnica respectiva. La impartición de justicia es también un rito: sin su solemnidad, pierde sentido. Se hable de un bautismo católico, de una alta celebración judía o del dictado de una sentencia en la Corte Suprema, la forma importa. En la toga hay sobriedad y unidad, respeto a la justicia que permite la solidez de la democracia.
Quien entra a una sala de audiencias no se encuentra con una oficina administrativa. Se enfrenta a una escenografía deliberada: estrados, togas, lenguaje ritual. No es un montaje vacío, es un teatro con propósito. La justicia, para ser obedecida, debe ser creíble; y para ser creíble, debe parecer justicia.
Esto es lo que se conoce como teatro judicial, y lejos de ser una ficción, es una pedagogía de la justicia. Nos enseña que el juez no impone su voluntad, sino que presta su voz a la ley. Que la sala de audiencias no es una ventanilla de trámites, sino un recinto civilizatorio, el lugar donde renunciamos a la violencia para someternos al derecho.
El intento de Morena por derogar el uso de la toga no es solo un gesto populista: es una distorsión peligrosa de la naturaleza del Poder Judicial. La Suprema Corte no está para parecer cercana ni para vestir como la calle, sino para elevarse por encima de la coyuntura y poner límites cuando el Legislativo se excede y el Ejecutivo abusa. Convertir el tribunal en un estanquillo es degradar el último recinto donde el poder puede corregirse a sí mismo. El tribunal es un templo civil, y la Corte Suprema, la basílica del derecho.
La toga cumple además una función simbólica esencial: separa al individuo de la función que desempeña. El juez no actúa como persona, sino como órgano del Estado. La toga cubre el ego, los humores, las filias, y recuerda que la decisión que se dicta no es la de un sujeto, sino la de una institución. Es la barrera visual entre lo privado y lo público, entre la identidad individual y la investidura. En tiempos donde lo personal invade todo, la toga es uno de los últimos recordatorios de que hay roles que exigen contención, no exhibicionismo.
La pulsión por despojar de símbolos a las instituciones no se limita al Poder Judicial: es una epidemia cultural que trivializa la política, degrada el lenguaje parlamentario y convierte lo público en escenografía improvisada y deficiente. Se cancela el protocolo, se vulgariza el lenguaje legislativo, se elimina todo lo que huela a forma. Pero sin forma, no hay fondo que se sostenga. Las instituciones no sobreviven solo con buenas intenciones: necesitan ritos, símbolos, solemnidad. Y en México, esa erosión silenciosa ha convertido la arena pública en un tianguis de ocurrencias donde el respeto se pierde porque ya no se representa al Estado y sus instituciones, sino a un folclor falso, forzado e inútil. Decidir sobre los derechos de las personas no es un acto de feria o verbena.
Por supuesto, el rito puede vaciarse. Hay jueces que visten toga pero se comportan como burócratas de ventanilla, y hay audiencias donde la solemnidad solo disfraza la arbitrariedad. Pero la solución no es despojar de símbolos al sistema, sino devolverles su contenido. La toga no es el problema; el problema es el cinismo debajo de ella.
La impartición de justicia no es un trámite más del aparato gubernamental. Es, quizá, la función más delicada y simbólica del Estado. Y sin la debida dignidad y decoro, pierde su sentido como espacio donde los seres humanos se civilizan, renuncian a la ley del más fuerte y deciden confiar, aún, en el derecho y la razón. ~